Rosa Ruiz Aragoneses, misionera claretiana. (Vr, 10. vol. 123).Empiezo a notar que me voy cansando de soñar y solo soñar, de hacer y leer propuestas poéticas y bien redactadas que dejan todo como está. Año tras año hablando de cultura vocacional, de opción preferencial por la PJV y el acompañamiento, de una vida consagrada cerca de los jóvenes reales… Y, la verdad, no veo mucho cambio. ¿Qué nos está pasando? Un dato más: cuando nos preguntamos qué hacer para acercarnos a los jóvenes corremos el peligro de estar distorsionando el fondo de la cuestión. Todo lo que nos acercaría a los jóvenes será bueno, bello y verdadero, si es lo que nos hace más fieles a nuestra vocación consagrada y nuestra misión hoy. Aproximarnos a ellos será una consecuencia, no un objetivo en sí mismo. De lo contrario, acabaremos presos de nuestras propias incongruencias, de nuestras capas de marketing al barniz y de nuestro propio descontento vital.
Por eso se me ocurre: ¿qué tal si comenzamos por escuchar a los jóvenes que ya tenemos en casa? Jóvenes en primeras etapas de formación y sobre todo jóvenes profesos que han respondido a la llamada de Dios y por eso, han apostado por pertenecer a cuerpos congregacionales más o menos viejos y achacosos. ¿Qué espacios y tiempos reales hemos abierto en los procesos formativos y en los mecanismos de gobierno y gestión para escucharles? ¿Cómo pueden ejercer su consagración y su edad al mismo tiempo sin caer en dobles vidas o en puros formalismos al ritmo de lo que cada institución marca como válido para ellos? Seamos honestos. Los consagrados más jóvenes son quienes realmente están próximos a los parámetros culturales de su tiempo sin necesidad de artificios ni planes estratégicos. Si no enviamos a un consagrado de 30 años a los grupos de vida ascendente, ¿por qué a veces sí tenemos a hermanos de 75 con los jóvenes?
Cuanto más recio y profundo sea el enclave vital de los religiosos jóvenes en su vida consagrada, más evangélica será su cercanía a la sociedad y a los jóvenes de su tiempo. Cuanto más escuchemos –¡con todos los sentidos!– a nuestros jóvenes religiosos, más capacidad de futuro tendrán nuestras instituciones. Escuchar no es sólo dejarles hablar. No es dar siempre la razón. Escuchar es acoger y llevarlo a la práctica. Escucharles porque les necesitamos. Escucharles porque tienen derecho a tener una palabra en su familia y en su vida. Escucharles para que se responsabilicen más aún de sus decisiones, sus ideas y sus actos.
No veo momento mejor que esta preparación al Sínodo, cuando toda la Iglesia quiere escuchar a los jóvenes.