“No se ha prestado al tedio la atención que merece como factor del comportamiento humano. Estoy convencido de que ha sido un poderoso agente a través de los tiempos. Y en la actualidad, lo es más que nunca” (Bertrand Russel).
Cuando estamos afectados por el tedio, el futuro se nos presenta como realidad repetitiva, sin interés alguno y no como un espacio vital lleno de posibilidades. Lo único que deseamos entonces es que el tiempo pase.
El tedio o cuando la vitalidad se extingue
Surge el tedio en nosotros cuando no podemos realizar lo que deseamos (determinadas experiencias o vivencias todavía no cumplidas), o cuando -¡y esto es peor aún!- ni siquiera sabemos lo que queremos. El tedio es la señal inequívoca de nuestra desorientación en la vida. El tedio enfría y congela nuestra psiqué, amenaza la vitalidad de nuestro espíritu.
“El tedio es como una enfermedad de las cosas mismas, una enfermedad que consiste en que toda vitalidad se extingue para desaparecer súbitamente” (Alberto Moravia).
Para que el tedio no se apodere de nosotros utilizamos un recurso sagaz: ¡llenar nuestras agendas de trabajos! ¡buscar diversiones o formas de ocio que nos entretengan! Solemos decir entonces: “¡No tengo tiempo para aburrirme!”. Pero la verdad es que ni las agendas llenas, ni las diversiones nos aportan ese sentido de la vida que necesitamos. ¡Ahí sigue presente y mudo un cada vez mayor vacío interior!
Para salir de la cárcel del tedio necesitamos “experimentar”, “vivenciar” algo “distinto”. Es cierto que hay experiencias y vivencias que son pasajeras y apenas dejan poso en nosotros: lo que en un momento nos parecía interesante, al poco tiempo nos resulta indiferente o cansino. Entonces uno se pregunta: ¿qué tipo de experiencias o vivencias me pueden sacar del pozo del tedio?
El tedio está presente también allí donde “vivir” es la principal razón de ser: la “vida cristiana”, la “vida consagrada”. La vida monástica –en su sabia trayectoria- ha sido muy consciente de la presencia del tedio en el corazón de los monjes. Lo llamaba “acedia”. El monje no carbura cuando no es capaz de encontrarle sentido a lo que es y hace. Es entonces cuando su vida se vuelve tediosa.
Los Padres del desierto –como Evagrio- consideraban la acedia pecado grave, realidad demoníaca: el demonio inducía a los monjes a odiar el lugar en que se encontraban e incluso su forma de vida; les introducía en el alma una tristeza profunda. La acedia era descrita como un estado de hastío vital, de agotamiento. La edad media sustituyó el nombre de acedía por el de melancolía o indiferencia apática. Los grandes ascetas veían en la acedia el origen de los demás pecados. Según Casiano, la acedia se opone a la alegría que debemos sentir ante la creación y Dios.
A partir del siglo XIV la acedia empezó a considerarse más como una enfermedad que como un pecado. Entonces surgió otra cuestión: ¿y cuál será su medicina, su terapia? No basta con crear estados eufóricos, que pronto pasan.
La acedia sigue presente en la vida consagrada de nuestro tiempo. Es un mal que acaba con la esperanza y desvitaliza, entristece, nos hace estar en comunidad sin estar, desapasiona la misión y nos convierte en meros empleados, o ejecutores de deberes.
Ocultamos el tedio en mil ocupaciones con las que enredamos nuestra vida. Los religiosos sabemos construirnos nuestra agenda de diversiones que aparcan el tedio: tenemos, por ejemplo, nuestros tiempos de radio, de prensa, de televisión, de búsqueda curiosa en nuestros ordenadores o teléfonos móviles, nuestros tiempos de conversación entretenida, divertida, superficial. Es probable que con esa agenda nos falte tiempo incluso para la oración, para el estudio, para el diálogo con nosotros mismos. Si algún día las circunstancias nos obligan a tiempos prolongados de silencio o inactividad, descubrimos nuestro vacío interior y el “horror vacui” (horror al vacío) que nos produce estar solos con nosotros mismos. No aguantamos el silencio, ni la soledad… Porque entonces aparece el tedio.
Lo grave de todo esto –referido a la vida religiosa- es que el tedio manifiesta la exclusión de Dios de nuestra vida. Pascal decía que el hombre sin Dios está condenado al tedio:
“No es necesario poseer una mente privilegiada para comprender que no existe nada que nos contente de forma real y duradera sobre la tierra” (Pascal).
El ocio y el tedio conducen a la minimización de la vida. ¿Cómo volver lo tedioso en algo interesante? ¡Llenando de contenido, de ser, la vida! El tedio es como una muerte en vida. Pero hay que ser valientes para afrontarlo.
Desde el tedio hacia el momento creativo
No hay que rehuir el tedio, sino acogerlo y afrontarlo. Esa valentía debe prepararnos para el momento creativo. Así lo veía Nietzsche cuando decía que “esa desagradable calma del espíritu” que es el tedio puede ser el precedente de la acción creadora. Los espíritus creativos retienen el tedio. Los espíritus simplones,, lo rehuyen. El tedio puede funcionar –decía Heidegger- como una iniciación a la metafísica, al encuentro con Dios. La espiritualidad puede nacer en la nada del tedio. El tedio le quita al mundo su hospitalidad: se echa entonces en falta un mundo-hospitalario. El tedio nos hace añorar el tiempo que llamamos “kairós”, evento, presencia de la Gracia.
Hay un tedio superficial y un tedio profundo:
En el tedio superficial uno se siente vacío de las cosas que lo rodean.
En el tedio profundo, uno se siente vacío de todo, incluso de uno mismo. Nos vemos impotentes ante este tipo de tedio. Lo único que podemos hacer es entenderlo.
El tedio nos hace preguntarnos por nuestra identidad: ¿quién soy? Y me hace cuestionarme si lo que tengo en mí es un fundamento o un abismo. Cuando nos entendemos como un puro presente, nos vemos como abismo. Las referencias tanto al pasado como al futuro nos estabilizan.
Se han buscado muchos remedios al tedio:
la relación con Dios (Pascal),
el amor (Friedrich Schlegel),
la renuncia al yo individual a través de la experiencia estética (Schopenhauer),
encontrar sentido al mismo tedio y soportarlo (Bertrand Russel).
La cuestión está en que tales respuestas no son definitivas: a la larga, el tedio retorna, pues es pesadísimo y reincidente. Joseph Brodsky tal vez ofrezca la receta más convincente:
“Cuando el tedio haga presa en ti, sumérgete en él. Deja que te presione, que te arrastre hasta el fondo. El tedio tiene un potencial en virtud del vacío que genera… En virtud de su negatividad el tedio alberga la posibilidad de un cambio positivo”[1].
El tedio es un problema capital de la edad moderna. El tedio se extiende cuando las estructuras de sentido tradicionales se derrumban. La liberación de la tradición nos obliga a buscar el sentido por nosotros mismos. El tedio nos conduce a un gran sentido oculto. Si es profundo causará un cambio en la existencia.
En la vida hemos de soportar una importante cantidad de tedio distribuida por aquí y por allá. El tedio debe aceptarse como insoslayable, como la fuerza de gravedad de la propia vida.
Pero tal vez exista una solución: ¡contra tedio, capacidad creadora! El ser humano puede trascenderse, ver la realidad de otra manera, superar los límites del espacio y el tiempo con su imaginación. Puede creer y esperar.
Tal vez en esto consista la “gracia” de la Misión que Jesús nos confió. Vivir ya aquí ahora la utopía del Reino de Dios. Vivir desde la despreocupación, que el encuentro con el “tesoro” nos concede. ¡Y proclamarlo! Y ser testigos de esta maravillosa invención.
La vida consagrada, cuando adolece de tedio, debe escuchar las palabras de Jesús que le pide que deje su barca estable y ose caminar sobre las olas. Jesús la llama a salir, a entrar en el agua y a caminar sobre las olas. Ella obedece y pone sus pies en el agua. Lo imposible se hace realidad. Pero, tras los primeros pasos, el viento arrecia. La vida consagrada siente que se va a hundir. Grita al Señor. El Señor le pide fe, confianza absoluta, esperanza. Ahí están las manos que la salvarán.
La creatividad es un salto en el vacío: es la posibilidad de lo aparentemente imposible. Dar el salto al ámbito de la creatividad es la salvación para nosotros y para nuestras hermanas y hermanos. En el momento creador el tiempo se vuelve fecundo. El “sentido” nos visita. El entusiasmo se torna creciente. Entonces merece la pena vivir y morir.
[1] Joseph Brodsky, Til kjedsomhetens pris (el precio del tedio), en Hvordan lese en bok (Cómo leer un libro), Aventura, Oslo, 1997.