Me acerco con frecuencia a las concentraciones donde los jóvenes protestan o celebran; se reúnen, comparten y sueñan… Sus expresiones artísticas y culturales, su visión del mundo, el futuro, la familia o el amor. Su manera de expresar la «creencia» en un más allá… Y sus distancias no tan agresivas, pero sí decididas de todo lo que «huela» a sacristía. Es una realidad perpleja, unos jóvenes perplejos y una vida consagrada perpleja. Y cada uno ofrece sus seguridades para sortear esta perplejidad. Me temo que el problema está en el «cada uno» porque son propuestas que no acaban de encontrarse y así podemos seguir construyendo reflexiones en paralelo que fatalmente sustentarán estilos de humanidad que también crecerán en paralelo.
En buena medida la situación actual de la vida consagrada hunde sus raíces en las propuestas juveniles y vocacionales de décadas pasadas. Muchos de quienes hoy están «ofreciendo» sus carismas para el contraste, son hijos de aquella pastoral. Bien trabajada, incisiva, ilusionante y un tanto irreal. Así se construyó este rostro de las comunidades, con «riego de goteo», lento y original, dejando que cada uno y cada una, proyecte y exprese sus logros, visiones y fracasos. No se ha conseguido, sin embargo, poner a las congregaciones en sintonía de presente. Seguimos «emitiendo en pasado» y esto significa que buena parte de aquellas intrépidas esperanzas con las que se llegó, se han sabido serenar con escepticismo vital y sin protesta. Se trata de sacar las cosas adelante y que la institución funcione.
Vivimos un tiempo propicio. Al menos las formas así lo dicen. Es indudable que por más matices que queramos poner, hasta ahora nunca habíamos oído desde Roma aquello de: «hagan lío»; «protesten», «el olor a oveja», «la salida a las periferias»… y un larguísimo etcétera que ya salpica toda nuestra documentación para vivir en este tiempo. La pregunta perpleja es ¿a dónde nos está llevando? ¿qué está propiciando? o ¿qué pasos hemos dado? A renglón seguido, seguimos «erre que erre» diciéndole al Dueño de la mies que envíe «muchas, santas y buenas vocaciones» que completamos, con la boca pequeña, pensando: «como los que estamos, no sea nos desestabilicen». Y esta es la preocupación. No sé, en verdad, si estamos preparados, abiertos y dispuestos para dialogar sin complejos ni prejuicios. Tampoco sé si estamos convencidos de permitir que ese diálogo con los jóvenes nos lleve a donde el Espíritu quiera y no donde nosotros soñamos. No creo, a día de hoy, que estemos dispuestos a salir de una estética (muchas veces, nada más), la nuestra, que resulta perpleja, ambigua e incomprensible para los centenares de miles de millennials que no «andan por nuestras pastorales», ni se sienten convocados, ni se han acercado, pero por misterio de Dios, tienen en sus entrañas madera –buena madera– de transformación evangélica.
Y esta es la perplejidad. Uno confía en la fuerza de la reflexión que, sin darnos cuenta, nos lleva a parajes nuevos que terminan haciéndose vida pero, a la vez, tiene la percepción de que, de momento, estamos entretenidos en una reflexión, nuestra y para nosotros. Y hasta hemos encontrado un discurso que nos satisface y serena: «Estamos en salida» aunque no demos un paso. Es el logro de los mensajes vocacionales de nuestro tiempo. Me recuerda mucho a aquella escena, cuando Francisco convoca e instituye a los misioneros de la misericordia, donde lo que se percibía era bastante más flashes y espectáculo, que misericordia. Me he sonreído, ahora, cuando pasado el tiempo, el mismo Francisco, con la naturalidad de siempre, ha hablado de los flashes, móviles y fotos en el contexto de las catequesis que, muy oportunamente, está ofreciendo sobre la Eucaristía.
Y es que nos vamos haciendo expertos de una estética que nos ayude a encontrarnos en este mundo, aunque el precio sea reducir la significación y la fuerza del cambio a gestos que queden bien. Mientras tanto los jóvenes ante nuestros carismas, no ven la puerta de entrada y, si llegan a cruzarla, quedan desconcertados y perplejos.