DEJAR IR Y DEJAR VENIR

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Los procesos de transformación son siempre ambiguos. Ni todos los pasos tienen expresión de novedad, ni siquiera la novedad aparece a partir de rudimentos no conocidos.  Otto Scharmer en su Teoría U establece un momento especialmente importante en aquellas instituciones que quieren abrirse a la novedad del cambio. Lo denomina él como un espacio que consiste en dejar ir, para dejar venir nuevas ideas, nueva visión, nueva esperanza y posibilidad. Es el punto crucial de la transformación, no vendrá una visión diferente si no se abren espacios en los cuales, previamente, dejemos marchar la inercia y la confianza; la seguridad y la rutina; la efectividad y buena parte de la historia.

Este punto culminante del discernimiento es el que más tiempo y reflexión requiere en los procesos de transformación. Querer soluciones rápidas a problemas añejos, amén de imposible, provoca un desgaste que termina reduciendo notablemente la esperanza. La Teoría U, no formulada para la vida consagrada, sino para la sociedad y la empresa, nos devuelve un aspecto, no menor, y es que la vida consagrada, convocada a imagen de la Trinidad, tiene un desarrollo grupal, social y político en su manifestación. Con lo cual, perfectamente, asume, estos espacios de «vaivén» para encontrar su horizonte de salida.

Hay, además otro aspecto importante para nuestra reflexión. Dejar ir y dejar venir pide expresamente un «contacto con la fuente», con la iluminación o con el Misterio. Los procesos de transformación, por etéreos que puedan parecer son, en realidad, decisiones bien concretas, bien pequeñas y reconocibles, porque el contacto con la fuente, por ser visión en amplitud, pide cuidar lo pequeño, lo escondido —«tu Padre ve en lo escondido»—, donde se fragua la verdad de la vida, cuando ésta, está enamorada del Misterio.

Siendo así las cosas, habría que preguntarnos en qué momento estamos los consagrados en los procesos de transformación, qué carga de verdad tienen cuando los queremos emprender, qué vitalidad pretendemos recuperar y qué historia pasada queremos dejar para poder mirar el horizonte con capacidad de convertirse en porvenir.

Percibimos cierto gusto por las palabras nuevas, siempre y cuando éstas no supongan ningún ejercicio de novedad. Constatamos que quizá los miedos de no saber cómo y en qué espacios tienen que darse las líneas transformadoras nos mantienen, ciertamente, paralizados a la espera de las evidencias del Espíritu. Quienes así se sitúan, no acaban de entender que la necesidad de cambio sugerido por el Espíritu es la propia vida cuando se gasta en rutina o consumo; en funcionariado o lamento; en dejar pasar el tiempo sin acabar de percibir lo que sí afirman nuestros documentos: que son tiempos de lucidez, de verdad y de Espíritu.

El encuentro con la fuente necesita, claro está, tiempos prolongados de silencio sin manifestaciones, declaraciones, comunicados o asambleas. Necesita calidad en la comunidad local, concreta pequeña y apasionada por los signos y gestos de verdad que celebra en el día a día con sus vecinos, alumnos, enfermos, ancianos y huéspedes. Necesita la fuente ser descubierta como necesidad. Volver a tener sed, para buscar, —de verdad—, un agua no contaminada con ideología y palabras sin unción. Necesita una renovación      —mejor, revolución— de profesión, de cada consagrado y consagrada donde al pronunciar el propio nombre ante los hermanos y hermanas vuelva a experimentar el pellizco de la emoción, el compromiso y el amor.

Dejar ir y dejar venir es un tiempo creativo de vida. Necesita cuidados para que llegue a dar fruto, por eso es imprescindible que la vida consagrada entre en la cultura de la identidad para poder garantizar la de la acción transformadora. Romper con el impulso, para conquistar serenidad.

Pide a los consagrados de este siglo XXI un ejercicio que parece tan novedoso como imposible y es caer en la cuenta que lo valioso de la opción del seguimiento de Jesús desde la vida consagrada consiste en permitir que ilumine la vida tal cual es. Para ello, lo primero es reconocernos, reencontrarnos, escucharnos, valorarnos y ofrecer una comunión tan plural como real. Por eso, quienes experimentan la llamada a dejar ir, para dejar venir, saben que urge que cada consagrado y consagrada recobre la palabra, su palabra y su verdad y se atreva a contarla sin imponerla. Esa palabra forma parte de la fuente, la que mana y tiene porvenir.