«Creer en tiempos de increencia»
Un otoño para seguir creyendo
El otoño se suele figurar simbólicamente con la conocida imagen de los bosques dorados que lenta pero inevitablemente, van despojándose de su follaje para formar una alfombra multicolor donde prevalecen los ocres, los amarillos, los naranjas, también los tonos rojizos. Un espectáculo único que podemos disfrutar en las tierras sembradas de árboles de hojas caducas que acompañan nuestro paisaje.
Tiempo de desprendimiento, de una cierta desolación de la naturaleza que comienza a interiorizarse para replantearse su vida durante el invierno, tiempo bisagra entre el verano y el invierno para nuestros pueblos y ciudades. Como si todo el brío estival, el fragor, el colorido intenso, la vida preñándolo todo, se recogiera en un acto de interioridad para “replantearse” un nuevo ciclo existencial. Como si el otoño presagiara siempre esa época de frialdad y naturaleza “de retiro” encerrada en el monasterio de su silenciamiento y su mirada hacia dentro. Otoño es tiempo que ayuda a replantearse la vida y la fe, desde la intimidad de la Naturaleza recluida en sí misma.
Para muchos de nosotros es tiempo de “volver a empezar”, o de “seguir”, con novedades o sin ellas, preparándonos a un largo ciclo de encuentros, reuniones, actividades, planificaciones, proyectos, esperanzas y desafíos. Tiempo de programar tras una evaluación sincera y honesta de nosotros mismos y de nuestros quehaceres y afanes pastorales o espirituales. Mirar hacia atrás el fin del curso pasado, recordar seguramente con gozo el verano intenso y azaroso recién enterrado, y asomarse hacia un largo mañana y pasado mañana de varios meses por delante.
Y del mismo modo que la Naturaleza “se replantea” su vida ensimismándose en su interior, también nosotros podemos invitarnos a revisar e ir consolidando en nuestro fuero interno la fe, el Mensaje creído y creíble, todo aquello que es pilar y fundamento de nuestro ser y de nuestro actuar, sea en una vida activa o en una vida contemplativa. Porque la fe, como el amor y la esperanza, son siempre como la cimentación más definitoria de nuestro ser de cristianos. Ahondar en nuestra fe, como pretendemos en estas páginas, es desempolvar lo que creemos, o mejor, reactivar nuestra experiencia de en quien creemos. Poner nuestra fe a punto, remozarla, ahondarla para sonsacarla luego en el caminar siempre aventurado e imprevisible del cada día. Un nuevo ciclo en parroquias, monasterios, colegios, movimientos, que nos puede invitar a plantar cara, con honestidad y sabiduría, a esa fe que el buen Dios misericordioso nos ha regalado y hemos aceptado, un poco “con temor y temblor”. “Señor creo, pero ayuda mi fe”.
Un tiempo no tan increyente como pensamos
Corrigiendo un poco el título general, antes que nada. Pienso que no es tan increyente la sociedad de hoy como tantas veces opinamos. Posiblemente estemos ante nuevas propuestas de creencia, nuevas búsquedas, ensayo de caminos diferentes, registros diversos para intentar legitimar nuestra existencia. No es tan increyente nuestro mundo, nuestra gente. Pero nos cuesta, lógicamente, descubrir y aceptar las nuevas modalidades de creencias, los nuevos “universos simbólicos religiosos” de nuestros compañeros de andanzas, embarcados en el mismo buque que noso-tros. Acostumbrados como estábamos a formas únicas de fe, a esquemas más bien cerrados y hasta herméticos, perfectamente perfilados, sin posibilidad de grietas o resquicios por donde pudieran entrar (o salir) nuestras ideas, nuevas posturas, nuevos planteamientos, asumir con cordialidad y simpatía estas disímiles modalidades o reformulaciones de la fe, nos supone un ejercicio espinoso, en ocasiones de “ensayo y fracaso”, para el que no estábamos ni preparados ni alertados. El acompañamiento en la búsqueda de caminos desconocidos y planteamientos novedosos a muchos que peregrinan tras esa estrella perdida o desdibujada, nos incita, también a nosotros, a ponernos en situación de búsqueda, que no supone, necesariamente, –ni mucho menos– un abandono de “nuestra fe de toda la vida”, pero sí una apertura hacia un Misterio de Dios, inconmensurablemente abierto y desconcertante, como es siempre la Trascendencia de un Dios que se resiste siempre, a pesar de no-sotros, a ser encasillado, encastillado o encastrado en moldes, costumbres o tradiciones, necesariamente históricas, y, por ello, perecederas y susceptibles de renovación y remodelación.
Desde la fe de los abuelos
Nuestro bagaje de fe no es, por supuesto, obra nuestra en solitario. No es una especie de edificio construido autónomamente, en el que hemos sido arquitectos, diseñadores, constructores y decoradores con capacidad para crear y recrear esa fe. La fe se nos ha transmitido por generaciones anteriores. Por múltiples generaciones y tradiciones comunicadas por cientos o miles de “abuelos”; los “abuelos de la fe”. A ellos les debemos mucho o casi todo de lo que creemos, de cómo creemos y, sobre todo, de por qué creemos. Es inútil desechar ese tesoro recibido y transmitido con tanto mimo y amor por la Iglesia. Y también con errores, claro, con limitaciones humanas, con deficiencias, con pecados incluso, por supuesto. Pero ese “depósito de la fe”, a veces con ranuras por donde se escapan valores importantes, y a veces cerrado inescrutablemente para que no penetre nada fronterizo, se nos vuelve inservible si no es un estanque de aguas que se renuevan constantemente sin perder el contenido y la densidad innegociable por “esencial” y definitorio. Quiero decir, nuestra fe no podemos “tenerla” como quien posee un mueble que apenas se conserva, se limpia, se pule o se trata si enferma de ácaros. Debe ser un “contenido” rico y plural, abierto, y renovado, pero sin perder su razón de ser, su más preciado núcleo que no es otro que el mismo Mensaje del Evangelio, la Persona del Jesús que nos revela al Padre con la gracia del Espíritu Santo.
Pero todos lo sabemos: la fe de mucha de nuestra gente, quizás nuestra misma fe, es una fe heredada y asumida sin mayores planteamientos, una fe “sin lugar a dudas”, la fe de los abuelos entregada en “vasijas de barro” a no- sotros sus nietos, que no sabemos, podemos o queremos, hacerla realmente herencia asumida libremente, herencia biografiada por cada uno, personalizada y recreada desde la sacrosanta dignidad de cada persona humana, hijos e hijas del mismo Dios Padre y Madre, que nos quiere y acepta “desde nuestras propias realidades, deficiencias y riquezas” siempre únicas, personales e intransferibles. Cuando la fe es un sombrero recibido en herencia, como la lengua materna, las costumbres familiares, el ADN o la nacionalidad que nos haya tocado, un sombrero que usamos en ocasiones sociológicas puntuales, o simplemente, una costumbre más de la vida diaria, que “activamos” o ponemos en práctica asistiendo a determinados sacramentos a los que nos vemos coaccionados socialmente a asistir y a “soportar”, es obvio que esa fe está anquilosada y terminal.
Entre nuestra gente cristiana sencilla, seguramente con “una gran fe”, nos encontramos, no obstante, con una valija cargada de ideas, dogmas, ritos y rúbricas, costumbres y tradiciones, y, por supuesto, con una teología de fondo que lo determina todo, que en muchos casos obedece a planteamientos teológicos pre-conciliares, cercanos a las teologías neotomistas o barrocas posteriores a Trento y no purificadas o alimentadas con la rica savia del Concilio Vaticano II. Un Concilio insuficientemente transmitido, o equívocamente transmitido en otros casos, o, lo que es peor, denostado y rechazado por no pocos cristianos, especialmente clérigos y religiosos. Un Concilio, en no pocas ocasiones, “bajo sospecha”. Así, nos encontramos con una fe escasamente razonable, con fuertes visos de magia y hasta de supersticiones, anclada en culturas pretéritas ya felizmente periclitadas. Sería, tal vez, la conocida como “religiosidad o piedad popular”, que debe ser estimada, conservada incluso, valorada, pero que requiere una “puesta a punto” teológica para que la vida cristiana sea más comprometida, más liberadora, y también, por supuesto, “más actual”, más acorde a la cultura y los planteamientos de las generaciones de hoy y de mañana. Pasado mañana ya se verá qué pasa.
A nuestra fe
Llamados como estamos a recibir con gratitud la fe que nos han transmitido nuestros miles de “abuelos” de la historia de la Iglesia, somos invitados cada día, y ¿por qué no? de un modo fuerte, este “otoño del Jubileo de la Misericordia”, a renovar “misericordiosamente” esa herencia única que la Iglesia nos ha entregado. Y, tal vez, partir de una remembranza que no puede ser una simple añoranza melancólica. Ante el silencio del Dios elocuente, y dentro de nuestro propio silencio buscado y posibilitado, recrear la biografía de nuestra fe, su proceso, sus avatares, sus enquistamientos, sus ilusiones, sus momentos álgidos y sus momentos de dique seco. Recorrer, como un señero memorial cargado de gratitud y reconciliación con nosotros mismos, esa historia personal de nuestra fe, de mi fe, a lo largo de mi vida. Ahí entran esos “momentos solemnes”, únicos, puntuales, que como estrellas fugaces, hemos tenido todos en el más o menos viejo caminar de nuestra fe. Esos momentos en que nos parecía que Dios dejaba de ser Misterio para convertirse en cómplice cercano, incluso fácil de asir con una mano, o con una mirada, o con una caricia. Un Dios “a la mano”, no “a la carta”, un “Dios a la vista”, no un “Dios evidente”. Esos momentos escasos, de “revelación especial y personalizada” de Dios, que han ido marcando como hitos muy nuestros e íntimos, muy volátiles, casi incomunicables, la presencia de Dios en algunos recodos de la vida de cada cual. Es algo así como lo del “amor primero”, tan recordado, del Apocalipsis.
Pero también, una fe, la nuestra, jalonada de noches oscuras, de silencios divinos incomprendidos e incomprensibles, de dudas dolorosas como pupas del alma, de traspiés nuestros tras estrellas de medio pelo, de descarríos por vericuetos sin salida, de certezas interesadas pero enemigas de la fe, de magias y miedos impregnando con su virus la fe vivida a la intemperie, la fe usada y abusada como fortaleza, como valladar o escudo protector de preguntas incómodas, o simplemente, de preguntas sin respuestas viables, claras y distintas. La fe que a veces hemos usado como lanzadera acusadora para impugnar otras posturas, otras creencias, otras religiones, otras no-fe. La fe enarbolada como principio que lo explica todo, incluso lo inexplicable. La fe manipulada que ahoga las realidades temporales, la libertad e independencia de las Ciencias bien entendidas. La fe inculpatoria de quien no piensa igual que nosotros, la fe fundamentalista, tapa-agujeros, pomada polivalente que cura todas las heridas y todos los rasguños del alma. La fe belicosa, beligerante, hostil, violenta incluso; la fe que se impone so pena de excomunión y maleficio eterno. La fe intimista, privatista, recreada en el santuario impoluto que nos fabricamos con voluntarismos o autoagresiones psicológicas para “estar en paz” con noso-tros mismos… ¡a pesar de nosotros mismos! La fe, en definitiva, vivida como calmante, como analgésico de amplio espectro, como tranquilizante de avestruz que esconde el rostro ante los rostros lacerados de tantos. Esa fe pasiva, anodina, gris, tibia, inconsustancial.
Revisar nuestra fe, nuestra vida cristiana. Ponerle el termómetro, sin miedos pero sin paños calientes, a nuestra vida cristiana, a nuestra experiencia personal de fe. Inmersos en esa pregunta para cada día del año: “¿quién dices tú que soy yo?”, la vieja y siempre actual pregunta de Jesús a los apóstoles asentados en las piedras de Cesarea de Filipo, al caer de la tarde, al declinar el verano, mirando hacia la ciudad desde la periferia, cerca y lejos, dentro y fuera del ajetreo de la vida de los otros.
Pero hacerlo con paz, en un ignaciano “examen de conciencia” desde el amor confiado en el Dios que nunca nos abandona, que siempre nos espera “al atardecer de la vida”, cuando, al igual que a Juan de la Cruz, “nos preguntarán por el amor”. La paz y la armonía de quien se fía y confía en Aquél que se nos ha dado como “el Único Nombre sobre toda la Tierra”. Confrontar nuestra vida con la vida del Señor de Nazaret. Recorrer su vida mientras recorremos la nuestra, la pasada, y la que programamos con ilusión y esperanza, abiertos a un Adviento por llegar que alumbre la Luz sobre las naciones. La luz del Dios que se encarna en nuestra vida y en nuestro mundo.
Creer en tiempos difíciles
El Señor nos invita a creer aquí y ahora. Ya no podemos vivir la fe como la vivíamos antes. Vivir la fe con honestidad, con autenticidad, en este hoy europeo postmoderno, supone valentía y coraje, transparencia y veracidad en nuestras vidas. No es tan fácil ya ser cristianos en una sociedad tan descristianizada, incluso tan post-cristiana; en ocasiones, hostil y agresiva. Una fe que incluso “genera mártires” cruentos en pleno siglo XXI, por distintos motivos, como la religiosa española Isa Solá rjm, recientemente asesinada por burdos motivos en Haití. El recipiente cultural, antaño hecho con mimbres cristianos, ha dejado de existir. Ahora se trata de vivir una fe como en viaje solitario, una “travesía del desierto”, apenas acompañados por unos cuantos. Hace ya varias décadas que la vieja y cristiana Europa dejó de serlo. Y España también. Ser cristiano, hoy, no está de moda; ya “no se lleva”, no estamos in, sino out, dirían algunos pedantes. Y esto es, paradójicamente, un buen acicate purificador de nuestra fe y nuestra misma existencia de cristianos adultos. Porque la tenue bujía luce más en la oscuridad que en el centro de un soleado día de verano. Y estamos en otoño. Rahner diría, en un invierno eclesial. O, tal vez, el invierno no es sólo eclesial. Existe también un invierno humano. Un mundo en invierno y frialdad humanitaria; un mundo donde esos valores previos, primigenios, anteriores incluso al cristianismo, se encuentran quebrados, fragmentados, incluso bastamente ignorados o pisoteados.
Puede no ser ocioso ni estéril, preguntarse si estamos “en una crisis de fe” o, más grave aún, “en una crisis de humanidad”. Podemos tener razones para formularnos la inquietud. Algo así como interrogarse, también, “¿cómo ser cristianos en un mundo deshumanizado?”, antes de preguntarnos “¿cómo ser cristianos en un mundo indiferente ante Dios?”. Y es que, ahí donde la avería es de humanidad, de humanitarismo elemental, la pregunta sobre Dios debe formularse de otro modo. O mejor: ¿cómo humanizar una sociedad tan deshumanizada si no es con un Dios tan humano, tan humano…? Un viejo libro del post-concilio, de González Ruiz, conocido de muchos, se titulaba: “El cristianismo no es un humanismo”. Y la formulación es cierta, y hasta elocuente. Es cierto: el cristianismo no es una ideología, o una filosofía más de la vida. Es mucho más que un modo de estar en el mundo, si bien no se puede ser cristiano sin estar en el corazón del mundo. ¿Puede haber una evangelización que no suponga una humanización de las realidades temporales, de las estructuras políticas, de la cultura y de los posicionamientos científicos? ¿Cómo ser cristianos, pues, en un mundo con fuertes veleidades deshumanizadoras? ¿Se puede ser cristiano, y serlo de verdad, siendo testigos mudos y sordos de tantos dramas, guerras, egoísmos estructurales, macroeconomías tan evidentemente anti-humanas? Releer Laudato Sì, la gran apuesta solidaria y ecológica de Francisco, puede ayudarnos a responder estos arduos interrogantes que nos conduzcan a vivir una fe “sana” (es decir, evangélica) en una sociedad tan “insana” (es decir, inhumana).
Hoy ya no podemos creer “como ayer”. Hoy hay que creer “desde hoy”, abiertos a mañana. Hoy, más que nunca, nuestra fe debe aliñarse de compromiso con el sufriente, con el “descartado” (Francisco), con “los olvidados de la tierra”, los ciegos innumerables acusados de pecado y confinados en las cunetas y los márgenes. Ahora, como siempre, por otra parte, no es posible vivir la fe a escondidas, o la fe marchita, o la fe de media hora semanal, o la fe a medias tintas, o la fe que no se moja, o la fe que no nos impulse a salir a los caminos, como Jesús, a anunciar un Dios misericordioso que detesta la injusticia, el abuso de los poderosos a los débiles, las bien tejidas componendas y corruptelas financieras, políticas, o hasta religiosas, que provocan un alarmante y vergonzante déficit de humanidad. La “libertad y la igualdad”, el eslogan mágico de la Revolución Francesa, no son puestas en duda, incluso nadie se atrevería a discutirlas, ni siquiera a matizarlas. Otra cosa es “la fraternidad”, el tercer pie del trípode de la Modernidad. Aquí, es, sobremanera, donde se cojea, donde la humanidad dirigida por los poderosos ególatras, está conscientemente cojitranca, inválida, deficiente. Porque una sociedad libre e igualitaria, no puede renunciar a ser una sociedad fraterna y fraternal. Pèguy hablaba de la esperanza como “la pequeña esperanza”, la cenicienta de las tres virtudes teologales; parafraseándolo, podíamos decir que la fraternidad es “la pequeña fraternidad”, la olvidada cenicienta del trío “intocable” que pretende la eticidad moderna.
Vivir la fe en los bordes de la vida
A veces tengo la impresión de que hay personas para quienes la fe es algo sólido, indiscutible, pétreo o férreo, inapelable, incontrovertible, irreversible, inviolable, incluso inevitable. Respetemos esas manifestaciones externas, orales, de la fe cristiana. Hay personas que dan la impresión de tener tan claro el Misterio de Dios que uno se pregunta si han logrado invadir ese misterio hasta el punto de haberlo desentrañado en sus más intrincadas honduras y han llegado a disolver el misterio mismo. Yo respeto estas expresiones, como digo, pero personalmente, yo nunca he experimentado ni percibo mi proceso de fe cristiana de esta manera. Personalmente me identifico más con las descripciones de la fe personal de hombres y mujeres que nos han manifestado su vivencia o experiencia de fe como un camino hondo y denso, con altibajos, con claroscuros (“ahora vemos como en un espejo…”), viviendo la fe “en los bordes de la vida”. Así expresaron su fe, por ejemplo, los cristianos existencialistas de la primera mitad del siglo pasado: Mauriac, Greene, incluso Unamuno, Marcel, Mounier, etc. Es decir, una fe vivida en el borderline, en la frontera, en el límite entre la fe y la duda, entre la fe y la penuria. En definitiva, cuando la pregunta sobre Dios se convierte en respuesta, deja de ser interesante y útil. Me siento más identificado con el “Dios escondido” de Isaías 45, que con el Dios cuasi-certeza de otros cristianos. No acabo de tener claro que la fe no suponga, necesariamente, el ámbito de la duda, del interrogante, de la perplejidad de quien se siente “traspasado”, “traspuesto” por el mismo misterio inabarcable y alucinante de Dios. La “densidad” de Dios, en ocasiones, nos deja, me deja, aturdido, apabullado… es el “padecimiento” de Dios del que hablan un tanto dramáticamente algunos místicos como Teresa de Jesús, Joaquín de Fiore, Juan de la Cruz, etc… Recuerdo, por ejemplo, cómo llamó la atención y hasta escandalizó la comunicación de la recientemente canonizada Santa Teresa de Calcuta cuando habló de sus dudas e inquietudes ante el misterio de Dios y su propia vida. En cualquier caso, “Dios supera infinitamente al hombre”, sigue siendo el totalmente Otro (R. Otto), la Realidad absoluta, el mysterium tremendum et fascinans (Mircea Eliade). Y no olvidemos las dramáticas palabras de Jesús antes de afrontar su muerte, siguiendo el salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús viviendo su fe “en el filo mismo de la vida y de la muerte”. Solo después viene el “en tus manos encomiendo mi espíritu… y no se haga mi voluntad…”.
En estos comienzos del siglo XXI, vivimos a Dios con una fe costosa, pero cargada de confianza en un mundo (europeo) tan inesperadamente indiferente a la fe cristiana. Volvamos a repetir las palabras del Evangelio: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”. Seguramente una plegaria emblemática para quienes, a pesar de todo, o gracias “a todo”, conservamos, un poco a trancas y a barrancas, ese regalo de la fe que Dios nos ha transmitido a través de miles de “abuelos en la fe” a través de veinte siglos de cristianismo. Con una fe enriquecida de la ternura de Dios, pero también inmersos en el Misterio de su Presencia, la que descubrimos un día cualquiera, en el reloj de la vida de cada uno, sabiendo que somos como “abejas en el oído de Dios”, como canta bellamente el desconocido poeta cubano Emilio Ballagas:
“Si a mi angustiosa pregunta no respondes, yo sé que soy abeja de tu oído.
Dios silencioso, Dios desconocido,
¿por qué si más te busco, más te escondes?
¡Qué secreta, qué secreta, Señor, es tu ternura!”1.
1 Emilio Ballagas (1908-1954), “De cómo Dios se disfraza de ternura”, en: Antología de la Poesía Cubana, tomo IV, Ed. Verbum, Madrid 2002, p.63.