EL SILENCIO DE DIOS

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(Silvio Báez, Managua, Nicaragua). El Dios de la Biblia es impredecible e inaferrable. Siempre mayor que cualquier concepto o imagen que nos podamos hacer de él. Cuando creemos conocerlo nos damos cuenta que sus caminos nos sorprenden y que las imágenes que nos hacemos de él son siempre inadecuadas, inestables y ambiguas. Con razón en el Talmud se lee: lammed leshonka lomar aní yodea’, es decir, «enseña a tu lengua a decir “no sé”». Es más lo que no sabemos de él que lo que de él podemos afirmar.

En el camino de la fe, desde su inicio hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido, a quien no podemos poseer pero en quien podemos esperar y confiar. Dios se revela a través de la palabra que lo manifiesta y del silencio que lo oculta. Se revela necesariamente ocultándose. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida como ausencia. Por eso experimentar a Dios como ausente es una forma de relacionarse con él. Sentirlo como «carencia», como «vacío», es ya entrar en relación con él. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para percibir a Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio.

La teodicea con sus serenas certezas, con sus seguras e indiscutibles afirmaciones sobre la bondad y la providencia de Dios, se revela totalmente insatisfactoria frente a la experiencia de la ausencia y del silencio de Dios. En ese momento resulta inútil una buena formulación doctrinal y la sabiduría resignada del fatalista no basta para serenar el ánimo. Al silencio de Dios corresponde el silencio del hombre, que puede ser signo de desconcierto, pero que puede vivirse también como apertura a una revelación más perfecta. El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, es el espacio en que se juega la libertad y la dignidad del hombre frente al Misterio.