Las causas inmediatas de una decisión que comporta una opción de vida, pueden ser múltiples. Pero es importante dejar claro que las opciones vitales tienen razones profundas, que van más allá de sus causas inmediatas. Por ejemplo, es posible que una persona decida entrar en la vida religiosa porque ha sufrido una decepción sentimental, porque su pareja le ha abandonado, o porque ha tenido una mala experiencia en el terreno profesional. Pero si todas sus razones para entrar en un convento se reducen a sus malas experiencias profesionales o sentimentales, se ha equivocado de camino y lo más seguro es que su vida sea un fracaso.
Otro ejemplo: supongamos un varón que se siente llamado al sacerdocio, pero resulta que tiene novia y le gustaría casarse. Cuando el director del seminario le diga que la disciplina de la Iglesia occidental requiere el celibato para los ordenados, si esta persona decide continuar con su vocación sacerdotal no puede de ningún modo considerar que el celibato le ha sido impuesto. Tiene que asumirlo libremente. Un celibato impuesto no hace feliz. Por tanto, en estos terrenos “vocacionales” hay que distinguir claramente entre la ocasión que ha provocado la decisión y la decisión misma, que tiene que ser tomada con entera libertad y desde la plena conciencia de lo que comporta esa vocación.
Libre es el que puede pero no quiere; no quiere porque ha encontrado algo mejor. No es libre “el que no tiene más remedio”, a no ser que este “no tener más remedio” se asuma con alegría y elegancia, sin añoranzas de lo que uno hubiera deseado que fuera. Quién asume así la soltería se asemeja a Jesús, el cual (según dice la plegaria eucarística número 2), cuando iba a ser entregado a su pasión (o sea, cuando no tenía otra salida), la aceptó voluntariamente. Jesús hizo de un acto forzado, un acto libre. Es posible que una imposición de la vida se convierta en un acto libre.