Con este capítulo VI llegamos al fin de la encíclica. Iremos viendo los ocho puntos de los que consta, en dos entregas, y en los que se concretan muchas de las aportaciones anteriores del documento.
El apartado I lleva el título de “Apostar por otro estilo de vida” y parte de la convicción de que es necesaria una “conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos”. La imprescindible concepción de comunidad ha de salvar el gran escoyo del consumismo obsesivo que se impone desde las instancias económicas y financieras. Es tan fuerte su poder que nos hace creer que disfrutamos de una libertad sin límites que solo se puede realizar mediante la compra-venta. La identidad de cada individuo se hace depender de su capacidad de adquisición, de la novedad continua que exige adquirir lo que se publicita. Ello nos lleva a una falta de identidad que se vive con angustia, poniendo en las cosas la felicidad. También nos lleva a una inseguridad que nos conduce al egoísmo de apropiarnos de las cosas que siempre han de ser nuevas, olvidándonos de los otros seres humanos y del planeta.
Por ello es necesario iniciar nuevos caminos de libertad, de desapego del utilitarismo y de una visión común que nos iguale por lo que somos y no por lo que tenemos. Aquí nos jugamos nuestra dignidad como seres humanos y nuestra propia identidad. Como positivo se ha de ver la capacidad de influencia de los grupos de consumidores y de otras estructuras sociales que son capaces, mediante la presión y el rechazo a la compra de determinados productos, de cambiar el modelo productivo de algunas empresas y servicios.
Se trataría de pasar del individuo a una comunidad universal que tiene las mismas metas, siendo la primera “una nueva reverencia ante la vida”. Una vida interconectada que exige alcanzar la sostenibilidad mediante la lucha por la justicia y la paz, con un talante celebrativo que se ancle en la gratuidad de lo dado y de lo recibido.
El aparatado II, “Educación para la alianza entre la humanidad y el ambiente”, nos describe la manera de plasmar lo dicho en el apartado I. La nueva realidad que ha de llegar no se basa solo en la elaboración de ideas, sino en la creación de nuevos hábitos en la vida cotidiana. Y la creación de hábitos depende de la educación recibida. El desafío educativo ha ido evolucionando en los últimos años en una mayor conciencia de identificar el planeta comunidad de seres vivos interconectados y dependientes. Pero no se puede dejar de lado la vertiente espiritual, que da a la ética ecológica un sentido más hondo. No nos podemos limitar a informar, ya que así no se logran los hábitos, sino que hay que poner en juego las virtudes, tantas veces olvidadas o denostadas. Compasión o donación de uno mismo han de informar las pequeñas acciones cotidianas que son capaces de extender, casi sin darnos cuenta, una nueva cultura del cuidado mutuo y responsable. Ello exige una “generosa y digna creatividad” del cuidado: reducir el consumo de agua y de electricidad, reciclar y reducir el uso de papel y plástico, reutilizar las cosas o arreglarlas en lugar de comprar nuevas, tratar con cuidado a los otros seres vivos, utilizar el transporte público o compartir el vehículo… no son solo hábitos saludables de cuidado de los demás y del planeta, sino que nos devuelven la propia dignidad que ya no se hace depender de la compra-venta de objetos sino de la generosidad y del altruismo con los cercanos, los lejanos, las generaciones futuras y el planeta. Es también una cuestión de justicia que se vive en lo cotidiano y que requiere de esfuerzo y de una cierta dosis de sacrificio. Hay muchos ámbitos educativos en la sociedad, pero el primero e imprescindible sigue siendo la familia.
Aquí se adquieren los primeros hábitos de amor y de cuidado de la vida mediante gestos y acciones sencillas: “pedir permiso sin avasallar, decir gracias como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, dominar la agresividad o la voracidad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño”.
El apartado III se titula “Conversión ecológica” y va dirigido directamente a los cristianos. No son tanto ideas como las motivaciones que han de regir nuestros comportamientos. Ello exige la vuelta a una mística que sustituya el adoctrinamiento o la doctrina sin más asumida. También es necesaria una conexión de la espiritualidad con nuestro cuerpo (rompiendo la dicotomía entre alma/cuerpo) y con la naturaleza (que anula la dicotomía entre mundo/espíritu). Hoy es necesaria una conversión ecológica de los cristianos que nos haga vivir la vocación de “ser protectores de la obra de Dios”, como una parte esencial de la fe. La figura que se propone para realizar esta necesaria conversión individual y comunitaria (no es suficiente la suma de individualidades) es la de S. Francisco de Asís. Él es el ejemplo palpable de la unión y hermandad de todo lo creado y de su cuidado esmerado desde la fe y el amor. El Padre es el primero que ha querido esta comunión universal de todos los seres en la Creación. Y el Hijo, con su encarnación y resurrección, asume en sí todas las realidades de una manera nueva, haciéndolas propias en el seno de la Trinidad. Por ello, el creyente ha de desarrollar su creatividad para desarrollar esos hábitos de cuidado y de mimo cotidianos que implican el olvido de uno mismo para darse a los demás, la medida generosa y rebosante del mismo Padre común.
El aparatado IV lleva como título “Gozo y Paz”. En él se aborda la espiritualidad que propone Francisco como base para el cuidado de la Creación y de los más desfavorecidos del planeta, ambos siempre unidos.
Apela a una virtud clásica, bastante denostada, que se debe recuperar: la sobriedad. Dicho de otro modo: “menos es más”.
Un retorno a la simplicidad que nos haga salir de la espiral del consumo continuo y de querer llenar nuestros vacíos existenciales con cosas. Sobriedad y libertad son las dos caras de la misma moneda.
Ello nos capacita para ser más nosotros mismos y para dedicar el tiempo necesario a los demás, siendo este un tiempo de calidad. Sobriedad que no es racanería o fuga de lo concreto, sino apertura a los demás, a la contemplación como espacio de encuentro con los otros y el Otro.
La humildad es otra de las virtudes que siempre formaron parte de la cosmovisión cristiana y que se ha de cuidar con esmero. Humildad que hace que nos reconozcamos como necesitados de los demás, que nos saca del subjetivismo y de la pretensión de erigirnos como el centro de cualquier decisión ética (sólo soy yo el que determina lo que está bien o mal) borrando del horizonte a los demás y al planeta. Sin la necesaria humildad no es posible dejar de lado el afán de dominio y crear un espacio al Dios de la vida que sale a nuestro encuentro en “una naturaleza que está llena de palabras de amor”.
Cultivando estas dos virtudes espirituales, pero profundamente encarnadas en la carne del otro y de la biosfera, se hace presente la capacidad de admiración, del disfrute de lo pequeño. Y desde aquí brota una paz profunda, como fruto maduro de una existencia abierta y atenta al bien de los demás.
También nos deja el poso de la serenidad, de vivir sin prisas o en la dinámica del hacer continuo y enfermizo. Por ello, los gestos simples, pero cargados de contenido, como la bendición de los alimentos son importantes. Este pequeño tiempo nos sitúa en la esfera de la gratuidad (todo nos es regalado), de la necesidad de agradecer (a quienes los produjeron y prepararon) y de la preocupación por los demás (acordándonos de los que no tienen lo necesario para vivir y comprometiéndonos con la justicia).
Educación y espiritualidad ecológica (II)
El V apartado de la Laudato si´se titula “Amor civil y político”. En él se destaca la necesidad de “convivencia y comunión” en todos los ámbitos de la vida. El amor fraterno es la clave para poder vivirlo, ya que este nace de la gratuidad y no de lo que yo espero que me sea dado o del reconocimiento de lo que hago (doy para que me des).
– El amor fraterno hoy ha de extenderse a todo lo creado, tejiéndose así una “fraternidad universal”. La fraternidad ha de ponerse en obra con pequeños gestos cotidianos. Aquí toma Francisco el ejemplo de Santa Teresa de Lisieux desde “la práctica del pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad”. Con estos gestos de cuidado cotidiano podemos romper con la lógica del egoísmo y vamos creando una red de cuidadores, que no solo tenga en cuenta a los individuos, sino también a “las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”.
– En este tipo de relaciones más amplias el bien común y la lucha por la justicia son elementos indispensables de cualquier espiritualidad y criterio de veracidad de la misma. No todos los creyentes están llamados a vincularse con el ejercicio institucional de la política. Pero sí todos tenemos la obligación de crear redes de cuidado en el tejido social en el que estamos insertos. Redes que incidan de manera directa en la búsqueda del bien común, saliendo de la espiral consumista y de la búsqueda del propio beneficio. Son estos pequeños espacios de libertad los que, además de cuidar y preservar el medio ambiente local, generan esperanza y pueden convertirse en verdaderas “experiencias espirituales”.
El Apartado VI, “Signos sacramentales y descanso celebrativo”, entra de lleno en una manera distinta de percibir la creación como presencia de Dios en la espiritualidad y, sobre todo, en los sacramentos. No se puede confundir a Dios con las cosas, pero sí que es cierto que hay una presencia de Dios creador en todo. El texto es lo bastante elocuente: “Entonces hay mística en una hoja, en un camino, en el rocío, en el rostro del pobre”. Se insiste en el paso de lo interior hacia lo exterior. Muchas tradiciones espirituales del catolicismo han resaltado la búsqueda de Dios en el interior de la persona. Pero existe un cierto déficit en el movimiento inverso: encontrar el rastro de Dios en la realidad que nos rodea. Para insistir en ello se sirve del gran místico San Juan de la Cruz y en tres citas de su “Cántico espiritual”. Quizás el místico carmelita sea el que mejor sabe dibujar esta búsqueda de Dios en la contemplación gozosa de lo exterior, bajo los ropajes de la prosa y la poesía. “Siente ser todas las cosas Dios”, puede ser el resumen elocuente de lo esbozado.
A partir de esta constatación, que habrá que ir asumiendo en nuestra propia vida, pasa a la realidad de los sacramentos. En ellos se percibe de manera nítida como los elementos de la naturaleza forman parte de nuestra propia fe celebrada: agua, aceite, pan, vino, colores, fuego… Todo son mediaciones que expresan como “la naturaleza es asumida por Dios y se convierte en mediación de la vida sobrenatural”. Como si se tratase de un viaje de ida y vuelta todas las cosas quedan conectadas de una manera nueva, para recordarnos que no tenemos que escaparnos de la naturaleza para encontrarnos con Dios. A renglón seguido se hace una alabanza de la espiritualidad cristiana oriental, que siempre mantuvo los sentidos abiertos a la experiencia de Dios y que mantuvo que la materia y la corporeidad no son obstáculos para la fe, sino el presupuesto mismo de un encuentro gozoso.
Como fuente y culmen de los sacramentos nos encontramos con la eucaristía. En ella “lo creado encuentra su mayor elevación”. La gracia se hace palpable, de una manera muy especial, cuando “Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura”. Aquí nos encontramos con el Dios encarnado que se hace intimidad desbordada desde fuera hacia dentro y no desde dentro hacia fuera. Por ello, incluso llega a decir Francisco que “la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico”. Todo el cosmos se une en un pedazo de pan que es el Hijo Amado y Amor que acepta entrar en nuestra propia intimidad corpórea.
Y termina este apartado haciendo mención del domingo como el “primer día de la nueva creación”. La materia no queda fuera y es lugar eminente de las relaciones (con Dios, los demás, y las cosas) que se sanan, como en aquella primera creación. Por ello, el descanso y la fiesta han de ser enfatizadas en nuestras vidas de creyentes, con una dimisión “receptiva y gratuita”. Ello nos llevará a salir del mero activismo y de la búsqueda del beneficio personal. Las nuevas relaciones gratuitas que brotan de la eucaristía incluyen de una manera preponderante el cuidado de los pobres y de la naturaleza.
El Apartado VII, “La Trinidad y la relación entre las criaturas”, entraña cierta dificultad por la complejidad de las cuestiones que trata. Pero el resumen puede ser que en un Dios Trinidad lo que se destaca es su manera de relacionarse. No solo de las tres Personas entre ellas, sino de cada una de estas tres Personas con la creación y con la historia. Creación y redención quedan así unidas e incluyen a toda la realidad, no solo al ser humano. Por ello, se da una relación entre lo creado como redimido. Todos estamos unidos y tenemos un destino de resurrección.
Todas las criaturas tienden hacia su Creador, no solo nosotros. Desde aquí se entrelazan un sinnúmero de relaciones nuevas y misteriosas, muchas de ellas escondidas a nuestros ojos, pero que nos unen de manera estrecha con todas las criaturas y ecosistemas. Ya no es solo un destino individual, sino que nuestra individualidad se une a otras muchas en un camino de transformación resucitadora.
El último Apartado, el VIII, se titula “Reina de todo lo creado”. Siguiendo la tradición de nombrar a María al final de los documentos pontificios aquí se hace no como un mero apéndice, sino como una manera nueva de entender el papel de la Madre de Dios en el entramado de la creación:
– Madre que cuidó a su Hijo y ahora cuida con “afecto y dolor este mundo herido”, en los pobres y en la naturaleza dañada y depredada.
– María, en su cuerpo glorificado, junto con Cristo resucitado, que es imagen anticipada de la nueva creación y de su belleza transfigurada que ahora se anticipa en ella.
– María la que guarda todas las cosas en su corazón y que ahora conoce en toda su profundidad nos puede ayudar a comprender ese misterio relacional que une todas las cosas.
Y para terminar, se hace mención de S. José, en el que se destaca un rasgo muchas veces olvidado: “de su figura emerge también una gran ternura”. Ternura que este custodio de la Iglesia universal extiende a todo lo creado. Desde su ejemplo e intercesión también nos anima a ser custodios de lo más frágil de nuestro mundo.