«El auténtico desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y ‘tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado’. Por lo tanto, la capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios»
(Francisco, Laudato si’, 5)
Después de haber visto los antecedentes del concepto de “casa común” en la entrega anterior, ahora nos centramos en el esquema de la encíclica.
Ésta sigue la estructura, ya tradicional, del “ver, juzgar y actuar”.
– En el espacio del ver se sitúa el capítulo primero, “Lo que está pasando a nuestra casa”, con un recorrido que va tomando nota de lo que está sucediendo en torno a la cuestión ecológica. Continua esta mirada posándose en la tradición cristiana en el capítulo segundo: “El Evangelio de la Creación”; éste es el único capítulo, junto con una parte del VI, de los seis de los que consta la encíclica, que exige una cierta cercanía a la visión cristiana de la realidad desde una perspectiva bíblica y teológica.
– El juzgar se despliega en la afirmación de que los seres humanos somos los máximos responsables de lo que está sucediendo al planeta y, por tanto, a nosotros mismos; es el capítulo tercero, “Raíz humana de la crisis ecológica”. Todo ello desemboca en el capítulo cuarto en el que se propone una visión “humanista” que intenta salir al paso de lo descrito en el capítulo anterior: “Una ecología integral”.
– Por último (y yo creo que lo más importante) nos propone Francisco la clave del actuar. El capítulo quinto, “Algunas líneas de orientación y acción”, aborda la responsabilidad y la inacción de los actores políticos y económicos nacionales e internacionales y el aporte que las religiones pueden tener en esta toma de decisiones (algo que se puede ver después de la visita de Francisco a los Estados Unidos de América en los discursos al Congreso y en la sede de Naciones Unidas). Y termina la encíclica con su capítulo sexto, “Educación y espiritualidad ecológica”, en la que se propone un cambio de vida en lo cotidiano, en las cosas pequeñas sobre las que no solemos reflexionar y las realizamos sin criterios éticos. Una muestra de ello son las dos citas de Benedicto XVI en el n. 206: “Comprar es siempre un acto moral, y no solo económico”, y por ello “el tema del deterioro ambiental cuestiona los comportamientos de cada uno de nosotros”. Desde lo local y diario se compromete lo global y futuro.
También es importante resaltar que esta es la encíclica más larga de todas las escritas hasta ahora dentro de lo que se denomina “Doctrina Social de la Iglesia”, que comenzó en 1891 con la encíclica “Rerum Novaroum” (Las cosas nuevas) de León XIII. En total son 256.157 caracteres y la que le sigue más de cerca de las 11 restantes es “Gaudium et spes” del Concilio Vaticano II, con 203.2691. La longitud del texto y la complejidad (complejidad necesaria si no se quiere caer en un simplismo muy criticable por otros) de algunas de sus afirmaciones pueden hacer algo complicado su lectura.
Pero, aun así, creo que es de los mejores y más completos textos sobre la cuestión ecológica desde la perspectiva cristiana, que quiere dialogar y formar parte de la solución a la crisis actual. No podemos perder de vista que estaba muy cerca la reunión COP21 de París (del 30 de noviembre al 11 de diciembre 2015), en la que se llegó a acuerdos importantes en lo referente a la situación mundial, como los cupos de emisiones de CO2, la ayuda a los países que sufren los efectos del efecto invernadero (siempre los más pobres), las políticas ambientales, las ayudas a las energías renovables. Y en ella también estuvieron presentes representantes de distintas tradiciones religiosas.
Pasamos ahora a la “introducción” de la encíclica, que es, en realidad, toda una declaración de intenciones.
Lo primero que llama la atención es que no lleva el título de “introducción” o de “prólogo”, sino el nombre del documento: «Laudato Si’». Con solo 13 páginas (según las ediciones) condensa una serie de afirmaciones que se irán desarrollando posteriormente y que dan una idea global de la trama de los capítulos siguientes.
En el punto primero, Francisco se define a sí mismo y a la forma de enfocar su ministerio: es el Papa de los pobres, por eso eligió ese nombre, y el planeta es uno de esos pobres.
Desde un planteamiento de explotación y dominio, el ser humano convierte a su “hermana” Tierra en una víctima más:
“Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla […]. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que gime y sufre dolores de parto (Rm 8, 22)” (LS 2).
Por tanto, el planeta, “madre bella que nos acoge en sus brazos” (LS1), queda identificado como un sujeto ético más, no como un mero objeto de compra-venta o algo destinado a la explotación para el propio beneficio, aunque éste sea común. Es más, nos recuerda que “nosotros mismos somos tierra (Gn 2, 7)” (LS 2).
Ambas son afirmaciones de peso que van más allá de la doctrina tradicional: nuestro cuerpo (nosotros mismos) forma parte del todo mayor que es el planeta y éste es un sujeto ético, por ello, portador de derechos y que exige un tipo relaciones justas y misericordiosas.
En el punto segundo, “Nada de este mundo nos resulta indiferente”, hace un pequeño recorrido por las afirmaciones de carácter ecológico desde Pablo VI a Benedicto XVI, insistiendo en que lo que pretende es “entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común” (LS 3). Así sigue la estela de sus predecesores recientes en la cátedra de Pedro en este diálogo abierto con los hombres y mujeres de buena voluntad.
Pero es el punto tercero, “Unidos por una misma preocupación”, el que más llama la atención. En él se reconoce la ayuda al magisterio de “científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales” (LS 7), pero también de otras tradiciones cristianas o de distintas religiones. Y a partir de aquí (y en dos números: 8 y 9) se centra en las palabras del Patriarca Ecuménico Bartolomé, jefe de filas de la Iglesia Ortodoxa y sucesor de Andrés (el “primer llamado discípulo de Jesucristo”). Esto no es solo un guiño ecuménico, sino también el reconocimiento de una tradición, la Oriental, que siempre tuvo muy en cuenta el carácter sacramental de la Tierra, algo olvidado o dejado de lado en la mayor parte de nuestra tradición occidental más centrada en el “utilitarismo”.
Habla de “pecados contra la creación”, pero la cita más llamativa del Patriarca Bartolomé es la última del número 9, con ella cerramos esta entrega, ya que habla por sí sola:
“Los cristianos, además, estamos llamados a aceptar el mundo como sacramento de comunión, como modo de compartir con Dios y con el prójimo en una escala global. Es nuestra humilde convicción que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta el último grano de polvo de nuestro planeta”.
1 Cf. González-Carvajal, L., Laudato Si’ en el marco de la doctrina social, en Razón y fe, 1440, (Octubre 2015).
(M. Tombilla, No solo estamos en la Tierra, somos tierra, en VR (2017) 123-2.38-40).