Cada año, cuando se extingue noviembre, la Iglesia nos pone a esperar. No parece necesario que tengamos necesidad de esperar a nadie; o, simplemente, que no tengamos a quién esperar. Nuestra mente vuela entonces a las esperas tediosas de las colas interminables para adquirir una entrada, comprar algo, o esperar el turno de la lenta fila ante el mostrador de una línea aérea. En todos estos casos, y otros muchos, “esperamos algo”, hacemos la lenta e inevitable cola de la espera.
Los seres humanos estamos hechos para esperar: esperar un trabajo, esperar un hijo, esperar la lotería de Navidad, esperar que salga el sol. Se trata de un sucesión interminables de esperas, muchas veces infructuosas, o absurdas, o indeseadas, o fantásticas. A veces esperamos sin saber muy bien qué esperamos, o lo que es peor, si esperamos a “alguien”: es el drama de Vladimir y Estragon, los dos personajes de “Esperando a Godot”, la extraordinaria obra teatral de Beckett de comienzos de los cincuenta. Nunca supieron a quién esperaban, ni por qué esperaban, ni si efectivamente llegaría el esperado Godot (¿Dios?), que jamás termina por aparecer en la tragedia de una espera valdía y engañosa. En otras ocasiones, la espera se ve cumplimentada, pero el resultado de la misma es tan pacato, tan surrealista, tan engañoso, que los “esperantes” terminan por pensar si mereció la pena tanta preparación para recibir a quien pasó de largo, apenas con un sutil saludo imperceptible: le ocurrió a los habitantes de Villar del Río, el pequeño pueblo español que se puso en actitud de espera colectiva para recibir a los americanos; es la inolvidable película de García Berlanga, “Bienvenido Mr. Marschall”, también de comienzos de los 50 del siglo pasado. Esperar, ¿para qué? ¿a quién? ¿de dónde nace la necesidad de esperar?
Más allá de las peligrosas, mágicas o lastimosas esperas de todo tipo, está la esperanza. Estamos en tiempo de espera, nos han puesto a esperar, pero a esperar con esperanza, sabiendo a quién esperamos, es más, sabiendo que a quien esperamos ya ha llegado, que ya está entre nosotros, que las promesas esperadas ya están cumplidas. El escatológico “ya sí pero todavía no”. La espera cristiana, por eso, tiene “como trampa”: no es la esperada nebulosa del drama de Beckett, ni la tomadura de pelo de la espera de los americanos en el film de Berlanga. Esperamos a quien ya vino históricamente, como hombre “fijado y fechado”; esperamos con la esperanza de que los planes y promesas de Dios a la humanidad se cumplieron un día y un año concreto (imprecisos) en el misterio encarnatorio de Dios. Por eso es una espera “con trampa”, que “juega con ventaja”, al final sí que está Godot, y al principio, también. Sólo podemos esperar con sensatez a quien sabemos que ya vino, o que vendrá. Nadie puede esperar sin haber recibido ya, previamente, la visita del esperado. Nadie espera, en la práctica, lo que es inesperado. Por eso la espera es siempre esperanza: porque hay “datos previos”, reflexión, “constancia histórica”, y, sobre todo, experiencia personal de encuentros y presencias en el día a día, aunque no sea en el exangüe noviembre o en el recién nacido diciembre.
Pero la esperanza es siempre “enlutada”, como escribía Fromm. Supone la fe, es decir, la confianza basada en la experiencia íntima; cuenta con el amor que les da cuerpo y densidad a ambas: a la fe y a la esperanza. Pero está “enlutada”, de algún modo “secuestrada” por las inercias históricas, las corruptelas antihumanas, la terquedad de la realidad adusta reacia a la trascendencia. “Mientras lo inmediato no secuestre integramente la vida del hombre y éste logre crear espacios para jerarquizar sus urgencias, es posible la esperanza” (Fraijó). Por eso nos ponen a esperar, es decir, a purificar la esperanza, a des-enlutarla y vestirla de novia. La esperanza es la virtud teologal más “secularizada” de todas, es decir, la que intenta practicar todo ser humano más allá de religiones e ideologías, porque sin esperanza, sin alimentarla y esencializarla, no es posible vivir. Ya se sabe: “es lo último que se pierde”. Porque al final “quedará la caridad” como nos dice Pablo, pero al principio, es decir, en el ahora, apenas “sólo queda la esperanza”, aunque se vista de luto ante tanta vicisitud y tanta viscosidad