UNA CARTA DESPUÉS DE LA TEMPESTAD

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INTRODUCCIÓN

«El viento cesó y sobrevino una calma perfecta. Y les dijo: “¿Por qué sois tan cobardes?¿Aún no tenéis fe?”» (Mc 4,39-41). Con estas palabras prosigue en el Evangelio de Marcos el relato de la tempestad calmada, que el Papa Francisco comentó en el momento extraordinario de oración el pasado 27 de marzo. Esta oración, acompañada de la bendición Urbi et Orbi, fue la motivación de la titulada Carta en la Tempestad, una iniciativa que surgió entre algunos profesores de la Pontificia Facultad Teológica de la Italia meridional (sección San Luigi) y que recibió la adhesión de un grupo amplio de amigos, antes de ser presentada en la prensa, sobre todo local, el 1 de abril de 2020.

Cuando el viento cesa, el miedo permanece, como en el Sábado Santo. En la Vigilia Pascual, Francisco sugirió que «podemos vernos reflejados en los sentimientos que muestran las mujeres ese día. Al igual que nosotros, ellas llevaban en su mirada el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que sucedió demasiado aprisa.

Habían contemplado la muerte y tenían la muerte en el corazón. Junto al dolor, estaba el miedo: ¿sufrirían también ellas el mismo final que el Maestro? Estaba, además, el temor por un futuro donde todo tendría que ser reconstruido. La memoria herida, la esperanza ahogada. Se trataba entonces para ellas de la hora más oscura, igual que para nosotros ahora».

LA CARTA ANTERIOR

El objetivo de la Carta en la tempestad era doble: por un lado, abrir un espacio de reflexión y de diálogo sobre las cuestiones que suscita esta imprevista tempestad que nos encuentra a todos «sobre la misma barca, frágiles y desorientados»; por otra parte, proponer «las medidas y caminos posibles que nos pueden ayudar a protegernos y proteger», durante este naufragio y cuando acabe la tempestad. Nos hemos propuesto reflexionar durante este tiempo crítico, para prepararnos desde ahora a la reconstrucción, que será presumiblemente larga y compleja. La crisis actual puede convertirse en ocasión extraordinaria para hacer madurar una conciencia aplastada por la insostenibilidad de un sistema económico que es causante de desigualdades profundas, tanto a nivel planetario como en ámbito local, y que siembra y esparce muerte. Es por lo tanto preciso trabajar desde ya para que el dolor de estos días, que cada uno sufre sobre su propia carne, pueda favorecer un despertar de la atención responsable y activa, atendiendo a los sufrimientos de todos, en cualquier lugar del mundo.

En la parte final del texto aparecen algunas propuestas, relativas tanto a la responsabilidad de los actores públicos –llamados a redefinir el contenido de las políticas, en particular las relacionadas con el ámbito sanitario y de servicio a la persona– como a las instituciones eclesiales, algunas de las cuales han decidido en las semanas pasadas poner a disposición importantes recursos, económicos e inmobiliarios, para sostener a las personas y familias más golpeadas por la crisis y a las organizaciones que se están preocupando por ellos.

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Pensamos que nada será como antes y que, en la fase de programar la recuperación, las respuestas a la emergencia necesitan de una búsqueda común y de un esfuerzo unitario.

Este es el motivo por el que nos hemos propuesto escribir Una carta después de la tempestad. Se trata de una iniciativa de un grupo transversal de personas empeñadas en las promoción de una sociedad acogedora, solidaria y tolerante, y que se dirige a todas las personas de buena voluntad. A diferencia de la carta anterior, junto a la interdisciplinariedad, esta carta presenta un carácter interconfesional, intercultural e internacional –explícito en la versión del texto en varias lenguas– con la certidumbre no sólo de que una crisis global requiere una respuesta global, sino que la actual crisis global requiere un modo global de afrontar las causas de la injusticia, en favor principalmente de aquellos que están más expuestos a las desventajas que la globalización económica puede producir: los enfermos, los presos, los pobres, los extranjeros, los ancianos, los jóvenes.

¿Cómo generar esperanza en medio del dolor? ¿Cómo afrontar el sufrimiento? Nuestra esperanza no es consecuencia del optimismo, sino un don del Cielo: «Tened cierta en el corazón la certeza de que Dios sabe cómo hacer derivar todo hacia el bien, porque incluso de la tumba sabe cómo hacer salir la vida» ―ha dicho el Papa Francisco en la homilía de la Vigilia Pascual. Para salir de la emergencia provocada por la pandemia del Covid-19, queremos atravesar el camino de la esperanza junto a todas las personas de buena voluntad, creyentes y no creyentes, laicos y religiosos de todos los países, de todas las confesiones religiosas, que dan la espalda a la muerte y abren el corazón a la vida: en la defensa de la justicia y de la promoción de la paz, en el amor solícito por la casa común de la creación, en la acogida llena de respeto al prófugo y a quien es distinto, en la asistencia gratuita al enfermo, en la defensa valiente de quien padece discriminación, en la ayuda solidaria al necesitado, en la educación y en el acompañamiento a los jóvenes y a quien, carente de esperanza, se encuentra bloqueado en la vida.

La epidemia abre un nuevo contexto, que desciende hasta las raíces de lo humano, y que pide al pensamiento teológico que, en diálogo humilde y fraterno con otras disciplinas y ciencias, afronte el drama actual. La situación que vivimos hace aún más evidente que en el pasado la necesidad del diálogo ecuménico, interconfesional, interreligioso e intercultural. El esfuerzo conjunto en la reconstrucción puede alimentar la búsqueda de una fraternidad renovada, a partir del reconocimiento de la diversidad de los otros, no como amenaza sino como revelación de un don.

En esta perspectiva, el camino que se abre es el de un enraizamiento doble: en la oración –para quien es creyente– y –para todos– en la escucha del grito de la tierra y de los pobres y empobrecidos. La oración y esta escucha ayudan a reconocer en los pobres el verdadero fundamento de la polis, y alimentan prácticas de una verdadera solidaridad con los más frágiles y de verdadera liberación.

  1. En compañía de los más frágiles

Las políticas de la reconstrucción deberán ocuparse de algunas cuestiones fundamentales: el empobrecimiento como causa de la injusticia sistémica y de la grave marginación, como la de los sin techo; la acogida y el acompañamiento a los más frágiles, a los inmigrantes y los refugiados. Como ha recordado el papa Francisco en una intervención reciente, es necesario asegurar a las personas más pobres una renta mínima y la posibilidad de habitar en una casa.

Por otro lado, el modo en que la crisis ha golpeado a los ancianos ingresados en las diferentes estructuras demuestra el fracaso definitivo de muchas de éstas: segregan y desenraízan las personas más frágiles de sus contextos vitales. De ahora en adelante, se harán precisas otras soluciones, flexibles, que ayuden a salvaguardar el bienestar de las personas y su salud, dando prioridad ––siempre que sea posible–– a las ayudas en el propio domicilio o a la acogida en comunidades reducidas, de dimensión familiar, es decir, favoreciendo aquellos modos de intervención que reducen drásticamente los costes y mejoran la calidad de vida de las personas beneficiadas.

La agenda futura no podrá ignorar las situaciones de los inmigrantes y de los refugiados, que serán de los más expuestos a la precariedad, incluso después de la emergencia.

  1. El fundamento de la no violencia

La carrera armamentística, cada vez más mortal y más costosa, ha hecho evidente en esta epidemia toda su insensatez. La retórica de la violencia y de la guerra no garantiza el bien de la humanidad. Las mujeres y hombres de buena voluntad deben ser testigos y agentes del vaciamiento progresivo de los arsenales, la reducción de gastos en armas, la promoción de una educación individual y colectiva fundada sobre la primacía de la no violencia y sobre la certeza de que solamente con medios buenos se pueden obtener fines buenos, el primero de los cuales es la edificación de la paz. Y todo ello teniendo muy presente que la utopía profética debe convivir con las tensiones y las contradicciones del tiempo presente.

  1. Caminar hacia la ecología integral

La escucha del grito de la tierra y de los pobres hace posible repensar radicalmente el contenido y las perspectivas del desarrollo, a la luz del paradigma de la ecología integral, que cubre el espacio abierto por la degradación ambiental y el deterioro de la vida social: no se puede vivir sanos en un mundo enfermo. Este nuevo modelo obliga a interrogarse sobre los límites de la forma de desarrollo que ha marcado los últimos cuatro decenios, poniendo en evidencia la insostenibilidad de un desarrollo comprendido como crecimiento ilimitado de la riqueza, de la producción y del consumo. A éste se contrapone la perspectiva de un desarrollo humano, que considera a cada persona como un fin en sí misma, que valora la identidad y las capacidades de cada uno y que ve en el sufrimiento de cada hombre y cada criatura un fracaso que –de un modo u otro– atañe a todos.

  1. Políticas en favor de un desarrollo auténticamente humano

Un desarrollo auténticamente humano se logra no a través de las condiciones que permitan el aumento de la producción de riqueza, sino por la existencia de instrumentos que aseguran la tutela de la vida y la salud, y por el crecimiento del nivel educativo.

Todo esto invita a valorar la importancia decisiva de eficaces políticas redistributivas, preocupadas sobre todo por sostener sistemas sanitarios y educativos, despejando para ello del camino todo lo que sea un obstáculo para tal fin. Merece una especial atención la educación. La crisis actual introduce a los padres, profesores y todos quienes ejercen responsabilidades educativas de acompañamiento frente a una situación inédita: ¿cómo se logra el acompañamiento educativo en una situación de distanciamiento social?

CONCLUSIONES

No se trata solamente de ser solidarios con el otro, a quien consideramos más débil que nosotros, mientras continuamos sintiéndonos mayores que él y distintos a él. Se trata de recuperar el principio de pertenencia e inclusión: el otro, el desconocido forma parte de mí, en una dimensión de reciprocidad sin la que no existe sostenibilidad: porque somos interdependientes, el mal que hacemos a los otros nos los hacemos también a nosotros, de igual modo que, contribuyendo al bien, influimos sobre el equilibrio y la sostenibilidad comunes.

Su Santidad Bartolomé I, en su mensaje a propósito del Covid-19, ha recordado: «De todos modos, lo que está en juego no es nuestra fe, sino la persona que tiene fe. No es Cristo, son nuestros hermanos cristianos. No es el hombre divino, sino los seres humanos». La respuesta de los fieles, de los cristianos y de los seres humanos a la emergencia de la pandemia determinará el futuro de la sociedad global para los próximos decenios. Las vías propuestos ahora para salir de la crisis –en el ámbito social, económico, moral, religioso– nos sitúan en la encrucijada del camino que recorrerán las generaciones futuras.