En estos tiempos tan cambiados y cambiantes me compartieron una carta para preguntarme qué me parecía. Y respondí: «Es una carta demasiado formal, propia de algún gobierno o superior —provincial o general— que para responder repite lo que se explicaba, ensalza lo positivo, pero huye de cualquier decisión o toma de parecer que aporte soluciones ante el sufrimiento que conlleva lo que se ha preguntado o planteado. Un sistema que siendo secretaria provincial me sorprendió mucho, al cual me acostumbré, pero que nunca usaría y me desespera que aún esté funcionando».
Bueno, pues eso, unos se quejan de que no han recibido respuesta, otros que cuando la reciben valdría más no haberla recibido porque falta empatía, en este mundo en que nos llenamos la boca apostando por la comunicación y la sinodalidad, resulta que cuesta que las palabras hablen de lo que hay en el corazón y conecten con el que espera una respuesta real, profunda, reflexionada, que apueste siempre por la dignidad de la persona. No puede ser, hay que parar, no despachar las cosas porque no se da abasto. Alguien tiene que decir que, ante un trabajo, una petición, un planteamiento, un sufrimiento, se requiere una respuesta acorde, no de aquellas al estilo de «gracias por los servicios prestados» y a veces ni esto, pues se impone la callada por respuesta. Ya pasó este tiempo y algunos no se han enterado.
Y lo peor de ciertas respuestas es que «dan largas» y el tiempo pasa y la gente sufre. El caso de los abusos, partiendo de la reciente investigación presentada por la CLAR que destapa como el 55,2% de las religiosas de América Latina y el Caribe ha experimentado abuso de poder al interior de la vida religiosa y un 51,9% por parte de las superioras, es realmente preocupante y lo que me parece más duro es que cuántas víctimas han escrito cartas a quien correspondiera y no han recibido respuesta o siguen recibiendo una que viene a decir «paciencia, el Señor por encima de todo» y esto realmente es exasperante, antievangélico y crea víctimas dobles por el abuso en sí y la falta de solución, de cercanía y de rapidez, pues los años pasan y las heridas se enconan.
Necesitamos valorar y valorarnos, sabernos decir las cosas, ser detallistas, me gusta decir que tenemos que ser más pulidos… nos falta tanto detalle en la vida comunitaria. Entonces sucede que hay quien consume comunidad, otros que ya les da igual ocho que ochenta y los que luchan por ese espacio que recarga pilas, que se mira a la cara, que se explica la vida y que rezuma felicidad aterrizada en la cotidianidad.
Apuesto por los que trabajan por hacer comunidad, por huir de tantos dimes y diretes, que están hartos de celos y envidias, y desean vivir en paz y que si algo les quita el sueño sea el trabajo por la misión, no como decía en Pobretes, pero alegretes, ese malestar comunitario que carcome vidas.
Es tan bonito levantarte por la mañana y ver a tus hermanas que preguntan qué tal has dormido… y a medida que avanza el día, con la fatiga de la misión, de los años, de las preocupaciones… sientes que no faltan los gestos de apoyo, de fortalecimiento. Gestos que traslucen el amor del Señor.