Ahora que el calor saca a la luz todas nuestras miserias y que se multiplican los centímetros de piel a la vista, no hago más que constatar que quienes no tenemos un tatuaje somos una minoría en peligro de extinción. Es verdad que me resulta un poco cómico que, en un mundo alérgico a los compromisos permanentes, no exista reparo alguno en grabarse a perpetuidad lemas o diseños de todo tipo. Pero, más allá de esta llamativa paradoja, no hay más que abrir los ojos para ver que, entre aquellos que tienen más tinta en sus brazos que la que se concentra en las líneas del Quijote y quienes dejan asomar una discreta fecha hay un amplísimo abanico de letras y dibujos que ilustran las más variadas partes del cuerpo.
Y una, que es innegablemente freaky (y está orgullosa de ello), no puede evitar que le venga a la cabeza tanto la prohibición de Levítico de tatuarse (Lv 19,28) como la rotunda afirmación divina de que “aquí estás, tatuada en mis manos” (Is 49,16). Y me da a mí que ambos textos son menos contradictorios de lo que parece, porque tatuarse es, en realidad, resistirse con uñas y dientes a que algo fundamental se olvide. Se trata de desear tener algo siempre presente, ante los ojos, y sentirse definido “desde dentro” por esa realidad. Por eso, lo que el Levítico prohíbe como gesto de vinculación radical con un culto pagano, en el caso de Dios se transforma en expresión de un amor desmedido. Por eso, ante tanto tatuaje a la vista me brota preguntarme qué me tatuaría yo: “Escucha Israel…” (Dt 6,4-5).