SOBRE LA MEMORIA Y EL OLVIDO

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(Bonifacio Fernández, cmf). El calendario nos lleva inexorablemente al final de un año. Uno más. Uno menos. Según se mire. Es momento oportuno para la reflexión personal. Surge espontáneo mirar hacia el tiempo trascurrido y hacer balance. Para ahondar en esa toma de conciencia y ampliarla, ofrezco esta breve meditación sobre la memoria.

La memoria individual tiene una función clave en la formación de la identidad personal. Va marcando las etapas de nuestra vida. Gracias a ella podemos responder a la pregunta: ¿Quién soy? Y también a la pregunta: ¿Dónde estoy en el tiempo de mi vida?

Similar función ejerce la memoria colectiva respecto a la identidad de un pueblo, una nación. Es importante tener presente que tanto la memoria personal como la colectiva puede ser paralizadora o puede ser una fuente de motivación y energía orientadora: la historia es la maestra de la vida.

En referencia a las redes sociales y a sus informaciones, en los últimos años se ha debatido sobre el derecho al olvido, de la moral del olvido. Se ha reconocido el derecho al olvido en las redes. Los datos negativos de una persona no tienen por qué acompañarla continuamente, cuando ya ha habido un cambio significativo. Es preciso olvidar para poder recuperar la propia imagen e identidad. Dando una mirada a la historia hay quien afirma: “Sin olvido seríamos inconsolables” (David Rieff). Es cierto que la memoria es capaz de albergar un arsenal de resentimientos que pueden asfixiar el presente y robar el futuro. El mismo Nietzche propone el “olvido activo”. Existen diferentes aspectos de la memoria tanto personal como colectiva; memoria histórica, afectiva, social, creyente. Reconociendo el valor y la complejidad, aquí nos vamos a centrar en algunas funciones de esta facultad humana que es la memoria.

Memoria prohibida

Se trata de tener prohibida la memoria de lo pasado y hacer un pacto por el olvido. Hay acontecimientos tan traumáticos que debería estar prohibido recordarlos. No hace bien. No hay manera de entenderlos y aceptarlos en su realidad. Es el caso de las guerras, los holocaustos, los gulags. Hay que dejarlos a los historiadores. Lo que sucede en el plano colectivo acontece también en el plano individual. En el lienzo de la memoria se han ido marcando pinceladas diversas; forman un todo caótico; un cuadro indescifrable de sufrimientos, decisiones acertadas y otras equivocadas. Y, además de pasado, está reprimido; constituye una amenaza para la paz y la estabilidad del presente.

Memoria peligrosa

Hay memorias cuya rememoración es peligrosa para el presente. Desestabilizan el tiempo presente tal como es vivido y relatado por los poderosos y vencedores y los satisfechos. Es, sobre todo, la memoria de las víctimas inocentes; ellas eran y continúan siendo portadoras de una gran esperanza de un futuro distinto: los profetas, los reformadores, los pacifistas, los soñadores, los innovadores, los mártires. La fe cristiana hace memoria de un crucificado muy especial: el Mesías, el Hijo amado de Dios. La crucifixión de Jesús es una memoria peligrosa. Denuncia las estructuras y las personas que hacen inevitable la muerte de los pobres, de los débiles y los justos. La resurrección de Jesús muestra que una parte importante de la memoria del futuro se quedó aparcada o diferida, pero no anulada. Lo que parecía imposible se ha hecho posible. El Resucitado hace histórica la historia humana. Las víctimas tienen futuro. El reverso de la historia es el que señala el progreso de la misma. La memoria de las víctimas es peligrosa para los victimarios. Denuncia la opresión. Anuncia el porvenir de lo que las víctimas han soñado y esperado. Rememora que hay muchos sueños aparcados en el pasado a la espera del tiempo oportuno. Existe un cúmulo de propósitos de justicia, de humanidad, acariciados y frustrados. Hay muchos proyectos de dignidad y de felicidad que han sido crucificados en los caminos de la vida. Cada uno de esos proyectos podría contar su propia historia.

Memoria selectiva

La memoria colectiva de los pueblos es selectiva. No se recuerda todo; se recuerdan los hechos según los intereses del presente, sean estos ideológicos, institucionales, económicos o culturales. Son los poderosos los que tienen el relato del pasado. La historia es contada desde la perspectiva de los vencedores. Los vencidos y las víctimas quedan silenciados en sus aspiraciones y esperanzas.

También el mundo de nuestros recuerdos personales es selectivo; y es bueno que sea selectivo de aquello que nos ha ido construyendo. La pregunta que se plantea en esta perspectiva es: ¿Qué es lo mejor que me ha dado la vida? Nos centramos en las mejores oportunidades, en las mejores experiencias vitalizadoras, que han despertado lo más genuino de nosotros mismos; nuestro mejor yo en relación.

Los aprendizajes del gozo y la felicidad deberíamos continuarlos, ejercitarlos, completarlos. Estamos llamados a ser felices. Necesitamos sentirnos capaces de decir: me doy permiso para ser feliz; y quiero serlo; tengo ganas de amar en plenitud; “te amo para siempre”. Y a la vez afirmar: ¡Nunca jamás¡, refiriéndonos a las injusticias de la historia y de la biografía personal.

Memoria doliente

Es éste otro de los pliegues de la memoria personal y de la memoria histórica de los pueblos, de las familias y de las congregaciones. Existen heridas que no han sido sanadas del todo. Son muy persistentes. Las recuerdan las cicatrices del cuerpo y del alma. La violencia y la presencia del mal llegado a ser aniquiladoras de las esperanzas históricas. La eclosión del instinto destructivo ha sido tal que nos sigue poniendo al borde del abismo de la desesperanza.

Se trata de acontecimientos, cuya sombra es alargada y ha sido tatuada en el alma de las generaciones siguientes. Algunos tatuajes están hechos en el color negro del rencor y la venganza: “ni perdono ni olvido”. El rencor y el resentimiento se alimentan a sí mismos. Otros tatuajes del alma son de color rojo que ha producido el dolor de las frustraciones, amores imposibles, proyectos de vida truncados, separaciones. No está ausente el color gris de las pequeñas decepciones con respecto a uno mismo. Desencantos en relación con la comunidad y la congregación. Desilusiones con respecto a la misión. No falta el color rosa de los intensos amores que se hicieron imposibles, pero despertaron nuestras más hondas ganas de vivir y de amar.

La rememoración de los dolorosos hechos históricos puede convertirse en motor del resentimiento y de la venganza en el tiempo presente. Resulta difícil resarcir la memoria de los perdedores sin que resulte peligrosa para los ganadores. También resulta difícil el rescatar el impulso ético de los perdedores sin contaminarlo con la venganza. La abundante memoria martirial de los cristianos trata de recuperar el tesoro de su fe y de su inocencia, sin alimentar el rencor ni la venganza.

La dolorosa memoria personal, por su parte, puede convertirse para cada uno de nosotros en una trampa; puede ejercer de ladrona que nos roba el presente. Esto sucede cuando vivimos mirando hacia el pasado mientras lamemos nuestras heridas y culpabilizamos a los otros de nuestro dolor. Nos sumergimos en la melancolía de lo que pudo ser y no fue como lo imaginábamos. Nuestra memoria se vuelve nostálgica. Vivimos con el retrovisor puesto.

Memoria ardiente

En el baúl de nuestros recuerdos, existen experiencias luminosas y gozosas. Experiencias de amor recibido, momentos de unidad, de felicidad. Rostros cuya fotografía despierta en nuestra alma pasajes y miradas de intensidad interminable. Encuentros con la palabra viva de Dios que ha sido tatuada en nuestra alma y no se borrará jamás: palabras de amor y de ternura, de consuelo y de esperanza. Palabras que han dado vida y han suscitado las más hondas esperanzas de la vida.

Hay fechas memorables en nuestra pequeña historia que claman por ser reactivadas ante el peligro del olvido por causa de los automatismos y rutinas; el milagro del nacimiento, la nueva vida en el bautismo, el enamoramiento vocacional, el brillo de la verdad trabajosamente buscada, la seductora filocalía… Hay músicas que han armonizado nuestra vida, que hemos aprendido y cantado con entusiasmo; libros que nos han marcado. Poemas que nos han hecho llorar de emoción. Se trata de momentos felices que pugnan por mantenerse vivos en nuestra memoria. Nos dan identidad biográfica.

Recordar es una forma de tocar la vitalidad de la vida. Es una memoria ardiente que se enciende, por ejemplo, ante un álbum de fotos, una carta, una vela. Son signos que hacen revivir el tiempo. Recordar es una forma de resucitar. Es una forma de frágil resurrección. Nada más. Y nada menos.

Memoria agradecida

Con motivo del Año de la Vida Consagrada el papa Francisco nos ha invitado a mirar al pasado con gratitud. Mirar atrás con agradecimiento es un ejercicio de unificación de la propia historia. Desde el comienzo la vida personal es un don. Y es una maravilla, digna de ser admirada y bendecida. Ciertamente está trenzada con las vidas de los padres, de los hermanos, del entorno inmediato. Vivimos conviviendo, dando y recibiendo. Entre todos construimos “un mundo de vida”. Somos lo que somos gracias a las personas que han creído en nosotros, nos han formado, acompañado, orientado en el camino de la vida. Sobre todo, nos ha querido. Gracias a todos esos influjos, nuestro barro se ha ido convirtiendo en un milagro. Hemos ido despertando lo mejor de nosotros mismos. Seguimos soñando y luchando por nuestros mejores sueños vocacionales. Convencidos de la misión que Dios nos ha confiado para esta vida.

Memoria creyente

La fe cristiana vive de la presencia y la memoria de un personaje histórico, Jesucristo. El creyente bíblico cree recordando y recuerda creyendo. En las Escrituras encuentra una especie de tutoriales para descubrir dimensiones de su memoria: el encinar de Mambré, la fuente de Meribá, la escala de Jacob, la zarza que ardía sin consumirse, el pozo de Jacob. Pertenecen a la geografía de la gracia y de la fe del pueblo de Israel. Los acontecimientos personales y sociales son entendidos como revelación de Dios. Las vicisitudes de la historia realizan y defraudan las promesas de Dios. La experiencia no agota la esperanza. Las promesas tienen plusvalía sobre las realizaciones. Por eso la historia de la salvación es una historia abierta. Constantemente se relee a sí misma. Va desvelando su sentido. Y la clave para ello se concentra en la cruz de Jesús. En ella mueren las esperas y nacen las radicales esperanzas de la vida sobre la muerte.

Al fin y al cabo está en nuestras manos qué clase de memoria queremos reactivar. Y qué queremos olvidar. Es una decisión. Podemos reforzar las grabaciones positivas en el disco de nuestro cuerpo. Es una tarea personal. Y espiritual.