La cultura del «quejío»
(Fernando Millán Romeral, O. Carm.) Estando una vez en un pueblo de Andalucía muy querido para los carmelitas, me sucedió una cosa que he referido en muchas ocasiones. Estábamos tomando un café en un bar del pueblo cuando entró una señora que vendía por las calles los populares “cupones”. Al reconocer la voz del carmelita que me acompañaba, le saludó efusivamente y comenzaron a hablar de diversas cosas muy animadamente. En un determinado momento, mi amigo le dijo: “¡Hay que ver esta señora que siempre está alegre!”, a lo que ella respondió: “A ver… ¿de que yo esté ciega qué culpa tiene el personal? ¡No vamos a estar todo el día con el quejío!”
Aquel diálogo (del que he suprimido algunos elementos pintorescos para que no parezca extraído de un sainete de los Álvarez Quintero) me pareció, en su sencillez, una lección de vida extraordinaria y en más de una ocasión he recordado la espontaneidad, la positividad y el coraje de aquella mujer de la que no conozco ni su nombre. Además, eso de la “cultura del quejío”, más allá del flamenquismo, tiene su miga y creo que encierra un mensaje para la Vida Religiosa en nuestros días. Porque hay que reconocer que con demasiada frecuencia fomentamos (con motivos o sin ellos) el “quejío” continuo, la melancolía derrotista y mundana, el desánimo o -como dicen los italianos- la “lamentela”. Instalarse ahí es peligroso. Se empieza ver todo negativo, entra con facilidad el juicio y la falta de esperanza, la amargura y la agresividad… y nuestra vida deja de ser testimonio de un sentido superior.
Los que ya pintamos canas sabemos que no podemos vivir en la alegría y en la felicidad continuas. Eso sólo existe en facebook, en los anuncios de dentífricos o en las revistas del corazón. En la vida real no faltan motivos para el desánimo e incluso para la tristeza. Hay períodos difíciles que ponen a prueba nuestra confianza. Eso es humano y es lógico. Además -qué duda cabe- hay que ser realistas y no evadirnos en providencialismos ni en piedades infantiles. Hay que afrontar los problemas y reconocer las carencias. Pero el creyente -y más, si cabe, el religioso que ha consagrado su vida a la Buena Nueva- no puede quedarse ahí.
También creo (y lo digo con “temor y temblor” porque estas cosas humanas son muy delicadas) que los religiosos deberíamos tener la sabiduría y la humildad -valga el pleonasmo- de revisar nuestros tonos, de cuidar los mensajes subliminales y de evitar pesimismos contagiosos y desmoralizadores. Y ello no sólo por estrategia digamos comercial… sino por una motivación teologal. El Papa Francisco insiste mucho en esa llamada a la alegría evangélica (Evengelii Gaudium, así en latín que suena más solemne), que tiene otra motivación profunda, última, generadora de sentido, de horizontes y de esperanzas: “la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo” (EG 6). Ese debe ser el motor último de nuestras vidas, “el sentido de misterio”… (EG 279).
Más de una vez me lo aplico a mí mismo (que falta me hace) y recuerdo con admiración la conversación en aquel bar de pueblo. Dios habla por los sencillos. Me remito otra vez al Papa Francisco cuando -con un tono muy personal- afirma: “Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse” (EG 7).
Que los problemas y las limitaciones, los disgustos y los conflictos (por muchos que sean), no nos cieguen ni nos oculten los regalos maravillosos que Dios nos hace cada día. Que aunque nos esté permitido quejarnos un poco y que nos pasen la mano por el lomo… ¡no hagamos de nuestra vida un “quejío” continuo y lastimero!