Ser creyente es ser forastero

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Según la carta a los Hebreos ser forastero es consustancial al ser creyente. El más acabado modelo de fe, Abraham, es presentado como el que sale de su tierra, viviendo como extranjero, “peregrino y forastero sobre la tierra”, porque iba en busca de otra patria, de una “ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor era Dios” (Heb 11, 8.9.13.14.10). A la vista de un texto como este, se puede ver en el extranjero un sacramento, o sea, una señal de lo que uno como creyente debería ser. Y si el extranjero me recuerda lo que soy o debo ser, ¿cómo no alegrarme de su presencia?

Los cristianos, cada vez que celebramos la Pascua (o sea, la Eucaristía dominical), recitamos el Credo. También el israelita, en cada Pascua, recitaba su profesión de fe, su Credo, confesando: “mi padre era un arameo errante”, y emigró a Egipto, viviendo allí como un trabajador extranjero, sometido a dura esclavitud. Y pasados unos años volvió a emigrar, salió de Egipto y entró en otra tierra, que ya estaba ocupada, y allí se estableció, encontrando prosperidad y paz (cf. Dt 26,5-9). No es extraño que a lo largo del Antiguo Testamento se le recuerde a Israel algo que no debe olvidar: “recuerda que tú también fuiste extranjero”. ¿La razón de este recordatorio? Tienes que tratar bien al extranjero, tienes que ser para él lo mismo que Yahvé ha sido para ti: “al forastero que reside entre vosotros, lo miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis forasteros en la tierra de Egipto” (Lv 19, 34). O sea, ama al inmigrante, porque es como tú. Y si es así ¿amarle no es amarse a sí mismo?

La emigración es un fenómeno tan antiguo como la humanidad. Es incluso el motor del progreso y de la evolución. Es posible remontarse a lo que ocurrió hace 100.000 años, cuando unos humanos dejaron Africa y se establecieron en Europa, y de estos antepasados africanos venimos nosotros. Pero no hace falta llegar ahí. La mayoría de los lectores españoles seguro que tienen parientes, quizás hermanos de sus abuelos o de sus padres, que durante la primera mitad del siglo XX emigraron a América. O que desde los años 40 a los años 70 del siglo pasado buscaron trabajo en Suiza o en Alemania. Hace unos años, en plena euforia desarrollista, los nietos de aquellos que fueron a América regresaron a España, en una situación parecida a la de sus padres cuando llegaron a América. Y se han quedado. Ahora que el trabajo es precario no caigamos en la tentación (como pretende hacer el primer ministro británico) de decirles que se vayan. ¿Cómo se van a ir si son un sacramento? Además, ¿no vemos en ellos a nuestros propios abuelos?