Cuando era universitario circulaba una anécdota curiosa ocurrida décadas antes en una diócesis de España. Parece que un cura en su proceso de «abandono» del ministerio, escribió dos cartas pero equivocó el destinatario de sus misivas, así a su obispo le envió una que decía: «Querida Luisa, por fin voy a dar el paso…», mientras que a Luisa le llegó un mensaje enigmático que arrancaba con… «Perdóneme su Ilustrísima…».
El suceso formaba parte del humor con que nos movíamos los entonces universitarios de teología, ya en último tramo del siglo XX. Seguramente nos hacía gracia que, en el pasado, las cosas importantes no se abordaran directa y personalmente. Como personas normales, vamos. Ya el final de siglo auguraba que la humanización de los procesos exigía una verdad en los mismos y así ser cada quien propietario de sus opiniones, ofrecerlas y, en su caso, contrastarlas.
Llevamos hoy, veinte años de un nuevo siglo, ¡que se dice pronto! Y sin embargo, aquella anécdota caduca y vieja ha vuelto a ocurrir. Es un virus que reaparece. Quizá no se ha erradicado o no se erradicará jamás. No ha sido una carta postal, ha sido un email que sí es un medio de nuestro tiempo. De nuevo la torpeza de un «superior mediano» (lo siento pero no encaja con su estilo el adjetivo «Mayor»), creyendo dirigirse a su General, equivocó el destinatario y se lo envió a Andrés… El correo, lacónicamente, comenzaba diciendo: «Andrés, como nos temíamos, ya está dando problemas… Su forma de ser y bla, bla, bla…». Dejando, «en buen lugar» también a su General.
Lo mejor del suceso es que Andrés le preguntó a su «superior mediano» cómo pensaba así si jamás se había acercado a él para interesarse cómo estaba. El mediano, en su medianía o mediocridad, lo que le pidió a Andrés es que siga adelante y se deje de tonterías… Aparece así otra secuela del virus que tiende a reiterarse: el voluntarismo y el llegar a pensar que todo vale para salvar a la institución, aunque te lleves a las personas y su dignidad de calle.
Uno tiende a pensar que hemos aprendido a convivir y hacer posible que un don vocacional tan especial no esté a merced de pequeñeces, pero no es tan real. No es una cuestión moral: buenos o malos. Es una «enfermedad vírica» y se hace presente cuando se vive en proximidad sin amor. Cuando hay cercanía física de familia pero estilos de conocidos, vecinos o, rivales.
Todavía hay quien piensa que necesitamos recetas o visiones estratégicas. Desde mi punto de vista éstas alargan peligrosamente la pandemia reduciendo un estilo de vida nacido para iluminar, a vidas encogidas que se han olvidado de respirar, admirar, compartir y esperar. La solución es un itinerario lento y personal de integración afectiva. Se han de encontrar vocación y corazón, porque cuando solo se ha encontrado el cargo o el trabajo, el virus se extiende, convierte a las comunidades en residuos híbridos de «infantes/ancianos» que no viven, interpretan; no analizan, se disgustan; no acogen, juzgan; no disfrutan, envidian… Por eso algunos nunca pueden ser felices porque alguien se ha llevado su queso, ha cambiado una cosa de sitio o ha llegado tarde o pronto a un acto… No lo duden, la secuela más grave del virus es que deja a algunos sin corazón… Y por más sal que se quiera echar, sin corazón no hay vocación ni posibilidad de salir del contagio.