Jesús viene a la tierra para vivir nuestra vida humana. Y la primera etapa de treinta años la gasta simplemente viviendo las bienaventuranzas. Vida humana en todo el sentido de la palabra. Solo los tres últimos años los dedica a proclamar la Palabra de Dios. A hacer obras, gestos y signos que indiquen que el Reino de Dios ya está entre los hombres.
Sobre todo, va a tener una particular dedicación al trabajo de elegir a algunas personas a quienes el Padre ya ha llamado. Las va a ir preparando de una manera especial. Y para eso les hace una invitación especial.
Les invito a escuchar la misma voz del Papa que hablaba a los jóvenes de América Latina en un determinado momento de nuestra historia:
– “¿Qué significa Cristo en tu vida? Es como un punto de llegada de las anteriores preguntas. Más de una vez os habéis hecho ese interrogante. Y otros os lo habrán hecho también. Quiero ayudaros en la respuesta, que tantos de vosotros habéis dado ya. Para un joven, y una joven, generosos, valientes, Cristo puede y debe ser la raíz del propio vivir. El eje central y punto de constante referencia en los propios pensamientos, en las decisiones, en el generoso compromiso por el bien. Buscad, pues a Cristo y acogedlo. Él es exigente. No se contenta con mediocridad. No admite la indecisión. Él es el único camino hacia el Padre. Y el que lo sigue, no camina en tinieblas. Cristo es la certeza de vuestra juventud y la fuente de vuestra alegría. En Él, eternamente joven, encontraréis la victoria de la vida sobre la muerte, la victoria de la verdad sobre la mentira y el error, la victoria del amor sobre el odio y la violencia”.
Esto es lo que nos decía Juan Pablo II cuando vino por los años ochenta a América Latina. Un momento en el que en nuestro continente muchos jóvenes idealistas, como sucedió en tiempos de Jesús, buscaban un sentido para sus vidas, expresando su apasionada gana de vivir, tal vez a través de la violencia contra los demás. Pero también existían jóvenes como Juan que amaban tanto la vida que instintivamente rechazaron ese camino, y encontraron en Cristo el sentido de su “para qué”. Y a esto es a lo que el Papa nos invitó en ese momento.
De hecho sabemos que hubo un grupo de discípulos que siguieron a Jesús desde el bautismo de Juan. Y lo van a acompañar hasta la ascensión a los cielos, luego de su pasión, muerte y resurrección. Incluso uno de ellos, Judas, va a fallar. Ese grupito llegará a ser como la semilla, el fundamento, la base sobre la cual se va a construir la Iglesia que es la comunidad de los que aceptan a Jesús como nuestro único salvador. En ellos, unidos como Iglesia, marchamos en este proyecto del “Tata” Dios. Pero, evidentemente, estos muchachos que se habían reunido alrededor de Jesús, los que nosotros llamamos los apóstoles o discípulos, tenían su propia idea respecto a lo que iría a suceder. Como le había pasado incluso al gran Juan el Bautista. Probablemente tenían las mismas tentaciones que tuvo que enfrentar Jesús. La tentación de querer tener en sus manos la solución de todos los problemas que aquejan a los humanos, y de esa manera construir el reino. O la de disponer del poder de Dios que expulsa demonios, sana a los enfermos, libera de los males, como un elemento de poder. Cuando en realidad son simplemente signos de la presencia de Dios que están exigiéndonos nuestra total adhesión y entrega en la fe.
Pero llegó un momento en que se presenta un corte en la predicación de Jesús. Desde ese momento va a comenzar a dedicarse de una manera especial a preparar a los discípulos para que cambien de mentalidad y se conviertan también ellos. En griego aparece la palabrita metanoia, que quiere decir justamente eso: cambiar la manera de ver, aceptar otro criterio de juicio. Ver las cosas de una manera nueva. Apuntar en otra dirección.
Yo los invitaría a que lean el capítulo sexto de San Marcos, y los lugares paralelos en los otros evangelios: el diez de Mateo, el cuatro de Lucas y también el sexto de Juan. En concreto allí se nos narra el fracaso de Jesús en su pueblo de Nazaret. No sólo no es aceptado por los suyos, sino que incluso hay un momento en que deciden eliminarlo. Jesús tiene que retirarse. Y en ese momento le anuncian que ha muerto Juan el Bautista, y con una muerte violenta y absurda, trágica y hasta ridícula. Estaba ya en la cárcel, cuando un gobernante borracho y sensual, cediendo a un impulso baboso, primario y elemental, sucumbió a las intrigas de una mujer vengativa y terminó dando la orden de decapitarlo.
Cuando Jesús recibe la noticia de la muerte de Juan, de nuevo es como si una sacudida lo volviera a poner en conocimiento de algo. Jesús se da cuenta de que el próximo va a ser él. Que es dando la vida cómo ella se libera y llega a ganar todo el territorio donde es enterrada. Jesús quiere preparar a los discípulos para lo que se aproxima. Y antes de retirarse él solo al desierto para orar, reúne a los discípulos y les dice:
– Id de dos en dos. Os doy poder sobre los demonios para que los expulséis. No llevéis nada. Quedáos donde os reciban, y anunciad que el reino de Dios ya está cerca. Curad a los enfermos, espantad demonios… Dentro de un mes nos volvemos a encontrar.
Y Jesús se va solo a rezar. Como si tuviera que hacer también él su proceso interior. Ésta será una constante en los momentos cruciales de su vida. Siempre estarán precedidos por un intenso contacto a solas con el “Tata” Dios en la oración, como para no errarle en las decisiones.
Cuando vuelven los discípulos, lo hacen contentísimos. Sobre todo por el éxito que han tenido sobre los diablos. Pero Jesús parece estar preocupado por otra cosa, y les advierte que no está allí lo principal de lo sucedido, sino en el hecho de que sus nombres ya han sido escritos en el registro que el “Tata” Dios ha abierto en los cielos. Es difícil explicar qué les quiso decir con eso, pero lo cierto es que ellos recordaron esa frase y la comunicaron a la Iglesia como algo importante. Tal vez supieron que en esos días de oración porfiada y a solas, Jesús consiguió que el “Tata” Dios confirmara a ese grupito de aprendices, destinándolos a ser nada menos que el fundamento sobre el que Cristo iba a construir su Iglesia.
-¡Alegráos más bien de que sus nombres esten escritos en el libro de la Vida! Alegráos porque su premio va a ser la vida. Esa vida que estáis buscando desde el principio.
Y después les hace una extraña invitación:
-Venid vosotros solos conmigo a un lugar solitario para descansar un poco.
Y el evangelista Marcos, luego de contarnos esta invitación del Señor, la motiva diciendo que era tanta la gente que iba y venía, que no había tiempo ni para comer. Casi como aclarando que Jesús se proponía pasar un momento especial con sus discípulos, tal vez para escucharlos contar la experiencia vivida en su primera salida evangelizadora. O quizá lo dijo a propósito como para hacer resaltar la verdadera experiencia que los amigos de Jesús tendrían que vivir en aquel proyectado día de excursión e intimidad. Lo cierto es que los apóstoles preparan para el día siguiente cinco panes de cebada, más o menos como para una docena de personas. Le añaden unos pescados que ya habían asado previamente para ahorrarse el trabajo en el lugar donde pensaban pasar el día. Colocan todo bajo el asiento de la barca y parten para el otro lado del lago.
Juan nos aclara el momento, como suele hacerlo en los acontecimientos que le resultaron fundamentales, diciéndonos que se acercaba la fiesta de la Pascua. Fiesta que ponía en marcha desde el norte a enormes caravanas que se iban engrosando a medida que se acercaban a Jerusalén, o cuando los caminos menores desembocaban en las rutas obligadas de las ciudades más grandes. Grupos de hombres por un lado, de mujeres por el otro, y la chiquillada que se pasaba de un grupo al otro. Solo a la tarde volvían a reunirse los grupos familiares, para hacer noche en algún pueblo o caserío, donde comprar lo que se comería. Porque en general, no era posible llevarse la comida. Se venía con el dinero suficiente como para ir aprovisionándose en el camino mismo, y sobre todo en Jerusalén, donde los sacerdotes habían monopolizado lo más importante y necesario para la fiesta.
Imaginándonos la escena, pareciera que la gente reconoció a los que venían en la barca, aquellos que habían pasado por sus aldeas anunciándoles que el Reino estaba ya entre ellos. Y se fueron pasando la noticia. De tal manera que cuando Jesús y los apóstoles se disponían a atracar, ya había gente esperándolos. Y muy pronto el grupo de peregrinos se hizo multitud. Aparentemente Jesús se olvida para qué les había dicho a los apóstoles que se vinieran con él solo a un lugar solitario. De haber tomado en serio aquella motivación, lo esperable era que hubieran dirigido la barca a otro lugar, escapándole a la gente. Pero nada de eso. Por el contrario, Jesús empieza a hablarle a la gente. Y milagro va, parábola viene, comparación que se prolonga y la gente que aumenta, sin que haya esperanza de que aquello termine. Así se hace la tarde de aquel inicio de primavera, con lo que el sol ya empieza a declinar, mientras en los discípulos el hambre crece. Por eso se le acercan discretamente al Señor y le dicen:
-Maestro ¿porqué no despide a la gente para que vaya a los poblados vecinos a fin de que puedan todavía comprar algo para comer? Porque mire que la tarde ya se acerca.
Aquí es interesante constatar como cada uno de los cuatro evangelistas que trae este relato, lo recuerda de una manera diferente. Y cada uno plantea de manera distinta el momento en que se constata la situación del hambre y la solución mejor para que la gente pueda tener algo qué comer. San Marcos parece traer la versión más cercana al hecho mismo. Ante la sugerencia de los discípulos, él les da sencillamente una orden
-¡Dadles vosotros de comer!
Le hacen ver la enormidad de lo que está proponiendo, y la imposibilidad económica de obedecer ese requerimiento. ¡Se necesita mucho dinero, y mucho pan para dar de comer a tanta gente! Pero Jesús insiste, y vuelve a preguntar algo mucho más sencillo:
-¿Cuántos panes tienen?
Y a renglón seguido les da la orden de compartir lo que tienen. Toma los panes, los bendice. Otro tanto hace con los pescados. Los apóstoles comienzan a repartir. Y cuanto más reparten, más sigue disponible para seguir dando. Y entonces sí, comienza a suscitarse la maravilla entre la gente, y quizá arranca también la ilusión y el entusiasmo de los discípulos:
-¡Este es el profeta que tenía que venir! Este puede saciar el hambre. Tenemos el milagro a nuestra disposición. Se acabaron los problemas. Desde ahora las piedras se convertirán en pan, y cada uno podrá dormir bajo su higuera, mirando dar la vuelta al sol. Parecía que finalmente Jesús había aceptado lo que “mandinga” le propusiera en el desierto. Aquí se veía claro que para las multitudes, está bien eso de trasmitirles enseñanza y parábolas interesantes, pero en definitiva, lo que decide su adhesión es que le den de comer.
Eran 5000 galileos camino a Jerusalén y en ambiente de Pascua. Ideal como situación para comenzar con un levantamiento general que arrastrara a las multitudes a fin de llevarlas al golpe que todos esperaban, para devolverle la autonomía, y si fuera posible, dar la supremacía al pueblo de Dios. Era la tentación del poder al alcance de la mano. Parecía que “mandinga” tenía razón. Y los relatos evangélicos dejan suponer que los apóstoles realmente estuvieron tentados por estas posibilidades. O, al menos, ilusionados con que el camino del reino comenzaría de un momento a otro y que ese sería el método, y ellos se encontrarían entre los principales protagonistas. San Juan mostrará a continuación que muchos sentirán una profunda decepción al constata que nada de eso estaba en la mente de Jesús, y que muy por el contrario, la experiencia de aquella jornada atípica, terminaría siendo una invitación para algo sumamente diferente, y muchísimo más duro que un triunfo fácil y milagrero.
Cuando ya todos hablaban de agarrarlo y empujarlo para llevárselo como rey, Jesús muy calmo ordena a los discípulos que se dediquen a recoger las sobras. Que fueron muchas. Se llenaron doce canastas, de esas que los pescadores tenían en sus barcas para recoger el fruto de su trabajo. Luego, sigue siendo señor de la situación, y ordena perentoriamente a los doce que se embarquen y vuelvan por el lago a la otra orilla. No dio ni tiempo ni oportunidad para el disenso. Parecía que contaba con absoluta autoridad para el caso, y además sabía que los discípulos no lo entenderían en ese momento. Por eso asumió la actitud que será la que tendrá también en otros acontecimientos donde simplemente embreta a una obediencia pronta y sin réplica. En otra ocasión les dirá abiertamente que ellos en ese momento no pueden comprender lo que acaba de hacer. Pero que la entenderán más adelante.
Y los apóstoles se toman el buque y se van. Mientras tanto el Señor despide serenamente a la gente y la vuelve a su peregrinar hacia Jerusalén. Sabemos que muchos de ellos se quedarán todavía, con la idea de algo más. A la mañana siguiente lo buscarán e irán incluso hasta la otra orilla, donde tendrán un diálogo más bien duro. Diálogo que terminará con una crisis en la que muchos decidirán no seguirlo más, pensando o que está loco, o que al menos es muy difícil entenderlo. Luego de haber despedido a la gente, Jesús realiza un gesto que será siempre signo de grandes decisiones: se va solo al cerro a rezar. Y se queda allí en oración ante el “Tata” Dios, toda la noche.
Pero desde allí sigue viendo a sus discípulos. ¡Pobres! No entienden nada. Y para peor, se ha levantado el viento, que en aquel lago encerrado entre colinas, hace que las olas se encrespen en pocos minutos. No se avanza nada. Ya tendrían que haber llegado. Pasó la medianoche, y aún están en medio del lago, poniendo todas las fuerzas contra un viento que les hace perder lo poco ganado a remo. Jesús los ve en plena noche, en medio del lago, con tormenta en contra. Y esto, luego de un día por demás rico en ilusiones y sorpresas desconcertantes. Los apóstoles están hartos de todo, y para peor, Jesús no está con ellos, lo que al menos les hubiera dado una seguridad, que no sabrían explicar, pero que tantas veces habían sentido. Ellos no sabían que él los estaba acompañando con la mirada atenta desde el cerro, mientras hablaba con su “Tata” Dios. No entienden nada: están asustados, están con miedo, están cansados, con hambre y mucha bronca.
Cuando Jesús considera que la cosa está suficientemente difícil camina soberanamente sobre las aguas y se acerca. Y ahí los apóstoles, al ver esta figura blanca caminando sobre las aguas encrespadas del lago, piensan que es un fantasma, una aparición, y empiezan a gritar. Y el maestro, como quien calma a un grupo de chicos asustados les dirige la palabra diciéndoles:
-¡No tengáis miedo! Soy yo.
Aquí también, cada uno de los que nos relata el suceso, lo cuenta de una manera diferente. Pedro pareciera que tuvo un papel especial. Arriesgó reconocer al Señor en aquel personaje, pero le falló la fe sobre el final. Y el Señor lo salvó. Cuando lo recibieron de nuevo en la barca, sorpresivamente todo terminó y se dieron cuenta de que ya habían llegado. Y al desembarcar, Jesús continúa como si nada hubiera pasado.
Si nos fijamos bien, aquí se repiten de una manera particular, pero para los discípulos, las tres tentaciones que Jesús tuviera en el desierto. Allá era cuestión de convertir las piedras en pan. Aquí falta el pan, y Jesús pide que se dé lo que se tiene y él se encarga de que alcance y sobre. Allá se sugiere un milagro espectacular que lo haga caer sin daño, y aquí camina sobre las aguas, y hasta salva a Pedro de que se hunda. Allá se le propone ser rey y que agarre la manija, aquí se evita con firmeza y suavidad a la vez que se dé esa interpretación al milagro que acaba de hacer. Las mismas tres tentaciones y experiencias que Jesús tuvo que superar en su primer encuentro con “mandinga”, ahora es Jesús mismo quien se las hace vivir a su modo a este primer grupito sobre el cual va a construir su Iglesia. Y si somos sinceros, pareciera que continúan siendo las tres grandes tentaciones de nuestra Iglesia de todos los tiempos (y tal vez de una manera especial la de nuestra América Latina) en este tercer milenio que empezamos:
Ser la institución que soluciona en forma paternalista el problema del hambre, de la ignorancia y de las enfermedades. ¿Será ese el Reino? Y no es que en todo ello no tenga que intervenir la Iglesia. Si es Jesús mismo quien nos ordena que les demos nosotros de comer. Él que nunca se mostró insensible ante cualquier sufrimiento humano, y quién juzgará como hecho a él mismo lo que hagamos con cualquiera de esos pequeños. Pero la invita a actuar desde la solidaridad, dando lo poco que se tiene para compartirlo de esta manera, enfrentando los graves problemas que siempre acompañarán a la vida de la Iglesia. Porque a los pobres siempre los tendremos con nosotros. Pero no es eso lo esencial del reino: es la consecuencia de haberlo aceptado en nuestra vida.
Jesús es Rey y está destinado a reinar. Para eso ha venido, afirmará en un momento supremo del interrogatorio ante Pilatos. Pero no de la manera en que tanto los apóstoles, como todo el pueblo de Dios esperaban entonces, y el poder civil temía. Ni siquiera de la forma en que nosotros creemos, como cristianos y occidentales, que tiene que mediar, dominar o presidir.
Y en tercer lugar, Jesús seguirá siendo soberano y podrá caminar sobre las aguas, pero no podemos disponer del milagro como un argumento para demostrar que Dios existe. Nuestra fe en que Dios existe y obra, es la que puede predisponer a Dios para que obre el milagro, si Él lo quiere y corresponde a su plan de salvación para nosotros. Pero no al revés.
Pero Juan, de quien venimos hablando, y al que hemos visto seguir al Señor desde su entusiasta juventud, y que ahora nos cuenta todo esto ya en su ancianidad, nos narra luego de este suceso, todo el capítulo sexto con un largo discurso. Jesús les echa en cara que no han entendido el milagro. Y comienza a hablar de que él es el verdadero pan de vida. Va a hablar de la Eucaristía. Nos hablará de ese cuerpo y esa sangre que nos va a dar, y que tenemos que comer y beber, si queremos tener vida verdadera.
Y el relato nos trasmite que en ese momento hubo una ruptura entre los discípulos. Juan nos comentará casi con tristeza que muchos de los seguidores dirán que ese lenguaje es demasiado duro y que no están dispuestos a aceptarlo. Y a partir de ese momento ya no lo seguirán más. Jesús, en lugar de bajar las exigencias y entrar en explicaciones sobre la futura manera de celebrar litúrgicamente este misterio, muy por el contrario, los enfrenta a los pocos que le han quedado fieles y les dice casi como provocándolos:
-Y vosotros ¿no pensáis también en irse?
Jesús arriesga quedarse solo, si fuera necesario. Es en ese momento que el Espíritu del “Tata” Dios se posa sobre Pedro, quien desde su pobreza y su fe testaruda que lo mantiene adherido al Señor le contesta:
-¿Y a quién iremos? Si sólo tú tienes palabras de vida eterna.
Y Jesús comenta, tal vez revelándonos lo que habrá sucedido en aquella noche de oración silenciosa que mantuvo con el “Tata” Dios allá en el cerro mientras los miraba asustados y desconcertados en medio de la tormenta del lago:
-No sois vosotros los que me elegísteis a mi. Fui yo el que los elegí a vosotros.
Esta experiencia que les toca vivir a los discípulos, curiosamente la cuentan los cuatro evangelistas. Muy pocos relatos, fuera de los de la Pasión, Muerte y Resurrección, han dejado una marca tan fuerte como para ser tan recordados en la Iglesia primitiva, de la que son testigos estos escritos. Incluso Juan no nos traerá el relato de la Eucaristía en la última Cena. En su lugar nos cuenta el lavatorio de los pies y el mandato de hacer lo mismo que él hizo. Cierto que la Eucaristía se dio en ese momento. Pero Juan considera que ya ha hablado suficientemente de ello en este lugar. Y tomemos en cuenta que es el último de los relatores que escribe su evangelio.
Quizá, en la Iglesia primitiva, cuando le preguntaban a los apóstoles cómo y cuándo habían empezado a comprender verdaderamente el camino del Señor, aceptándolo como el Hijo de Dios, ellos hayan contado este suceso entre aquellos que tuvieron un peso fundamental en su experiencia. También ellos habían tenido que realizar un laborioso reconocimiento del Mesías en aquel maestro que comía con ellos, que dormía, se cansaba y caminaba por los polvorientos caminos de nuestra tierra.
Este acontecimiento fue uno de esos goznes en la enseñanza mediante la cual Jesús se fue revelando al grupo de sus discípulos, acompañándolos en el laborioso reconocimiento de los caminos del Mesías, que no sería el del triunfo, ni del poder, ni de la gloria humana. Ellos también tendrían que cambiar la imagen triunfalista que quizá los había animado a ponerse en su seguimiento. Tendrían que aceptar un camino de disponibilidad, de compartir lo poco que se tenía, de no dar abasto, ni mucho menos. De estar en medio de la tormenta hasta llegar a confundir al Señor con un fantasma.
También en nuestro camino de fe puede llegar el momento en que realmente lleguemos a decir: ¿No estaré siguiendo un fantasma, una ilusión, un espejismo?
Y aunque la tormenta nos esté sacudiendo y no entendamos nada, tal vez escuchemos en medio del ruido a Jesús que en ese momento nos dirá:
-No tengáis miedo. SOY YO.
Sugerencia:
Ponernos en silencio ante Jesús sacramentado y leer en forma rumiada el cap. 6 de Juan.
Y aceptar que nos pregunte de verdad:
Y tú ¿no piensas también en irte?
Preguntémonos en serio:
– ¿Tengo fe en el Señor Jesús? O estoy cayendo en alguna de las tres tentaciones de “mandinga”.