Circulaba por entonces la anécdota del novicio jesuita que miraba con desesperación el moscardón que se debatía en su taza sin que sus vecinos se dieran cuenta. Como quería ser fiel a la regla de no pedir nada para sí mismo (solo se podía pedir aquello que les faltaba a los demás), avisó al que servía: “Hermano, a los otros de esta mesa les falta la mosca”.
Para dar un poco de seriedad al tema, aporto dos notas eruditas: la primera, que el nombre de Belzebú, antes de designar al demonio o de dar nombre a un comic manga, significa en hebreo “dios de las moscas”. La segunda, esta desconocida sentencia sapiencial: “Una mosca muerta echa a perder un perfume, una pizca de necedad cuenta más que mucha sabiduría” (Qo 10,1).
Y ahora, más allá de las moscas y las anécdotas, exploremos el fondo de un asunto que tiene que ver, nada menos, que con el carisma, las constituciones, las reglas, los escritos de los fundado-res/as, los capítulos, las asambleas, los planes de formación, los proyectos de gobierno, los documentos que publicamos y las reestructuraciones que planeamos. Y es que no hay vida consagrada “en salida” si cada uno no mira más allá de sus propios asuntos, de sus propios intereses, de su propia “mosca”. Porque en ese mirar el “tazón” de los otros (su vida, su salud, su trabajo, sus problemas, sus alegrías…) más que al propio, nos lo jugamos todo. La mesa compartida es una estupenda ocasión para darnos cuenta de qué le pasa a mi vecino de mesa: por qué hace tanto tiempo que no cuenta nada de lo que vive, por qué come más o menos de lo normal, qué le estará agobiando, por qué se nutre más de lo que encuentra en las pantallas que de lo que le ofrecemos en la comunidad… En esa atención fraterna que trasciende lo propio y teje entre nosotros relaciones de comunicación cercana y cálida están “la Ley y los Profetas”. O al menos eso es lo que dicen que decía Jesús.