Lo primero que podemos considerar es el significado de la palabra “recibir”. Recuerdo que, al menos en los tiempos de mi infancia, por mi tierra gallega, para decir que se iba a comulgar, decíamos que íbamos « a recibir». Era una expresión muy hermosa que, de forma sencilla y sugerente, indicaba que «acogíamos al Señor en nosotros, en nuestra vida, en nuestra casa, en nuestra comunidad».
Para la conveniencia social, “acoger” puede ser sinónimo de “admitir uno en su casa a otras personas”; pero todos sabíamos que recibir al Señor, acogerlo, significaba mucho más que admitirlo en nuestra compañía.
En realidad, aquel gesto de “ir a recibir”, implicaba una variedad tan grande de sentimientos que no podríamos en modo alguno enumerarlos. Recibiendo al Señor, se acogía al amigo, al maestro, al esposo, al consejero, al médico, al rey, al sacerdote. Si recibías al Señor, recibías la luz, la resurrección y la vida; recibías paz y perdón; recibías gracia y justicia. “Recibir” implicaba mente y corazón, razón y afectos, alma y cuerpo, y no te sería posible hacerlo con verdad si, además de abrir al huésped las puertas de tu casa, no le abrieses las puertas de tu vida.
También nos damos cuenta de que en nuestra asamblea no estamos hablando hoy de las ventajas que puede tener socialmente la capacidad de recibir a alguien en nuestra casa. Estamos hablando de una hospitalidad que es a un tiempo humana y divina, de la tierra y del cielo, que implica siempre al hombre y a Dios. Tú recibes al profeta, y es Dios quien te visita; tú recibes al justo, y es Dios quien te justifica; tú das un vaso de agua fresca al discípulo pobrecillo, y es el Señor quien te recompensa.
Si es verdad que cada uno de nosotros puede ser quien recibe a los discípulos de Cristo, también es verdad que podemos ser nosotros los discípulos que otros reciben, y que estamos llamados a ser para ellos una “visita de Dios”, una “recompensa celeste”.
No ignoráis, sin embargo, que la deseada visita de Dios a nuestra vida no llega sólo cuando recibimos a sus profetas, a sus discípulos pobrecillos, o a los justos que cumplen su ley. Dios nos visita cuando, como Abrahán, ofrecemos pan, agua y descanso al que va de camino. Dios se me hace tan cercano en sus pobres que puedo darle de comer y de beber, puedo vestirlo, puedo aliviar su enfermedad y mitigar su soledad.
Ahora, queridos, nos damos cuenta de que es necesario ampliar el significado de la palabra “recibir”, pues tenemos la certeza de que, en realidad, siempre significa “dar”. En efecto, empiezas por fijarte en el otro, por darle tu atención, tu interés, y luego le darás de tu pan y de tu agua, le darás afecto y compañía, bondad y misericordia.
Comulgamos con Cristo en el sacramento de la eucaristía y comulgamos con Cristo en el sacramento de sus pobres. En la eucaristía y en los pobres le recibimos a él, y él nos recibe a nosotros. Nuestro corazón sabe que, en esta misteriosa comunión, damos de nuestro tiempo y recibimos eternidad, damos de nuestro pan y recibimos un alimento celeste, damos de nuestra agua y recibimos Espíritu Santo, damos de nuestros vestidos y recibimos gloria de Dios. Por eso, porque damos de lo nuestro y recibimos de Dios, decimos con el salmista: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades”. La misericordia que has ofrecido a los pobres, es pura misericordia de Dios para ti. Feliz domingo.