¿QUÉ HICIMOS MAL?

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(Jesús Garmilla, pbro.). Los curas, religiosos/as, agentes laicos comprometidos en la Pastoral, que ya no sólo vamos peinando canas, sino perdiendo pelo, o coloreando el poco que va quedando, como para no enterarnos del todo que la vida va pasando, que es breve y precaria, y que estamos a punto de dar la última vuelta a la última esquina, miramos hacia atrás. Seguramente lo hacemos “sin ira”, pero sí con nostalgia, con cierta melancolía, quizás con sentimientos poco purificados de culpabilidad o responsabilidad… es algo inevitable, pienso yo, cuando nos recuerdan que estamos en los primeros rangos de la vacuna contra el coronavirus porque pertenecemos al  “grupo de alto riesgo” por razones de edad.

Mirar hacia atrás, recorrer la vida, puede ser saludable pero también profundamente traumático. Aquí también, “depende del cristal con que se mire”, y a veces nuestros cristales (casi todos llevamos gafas) están opacos, rayados, sucios. Es verdad que un amigo cura que falleció muy joven, decía a la buena monjita que lo atendía en el hospital, cuando ésta intentaba limpiarle las gafas: “Pero, ¿qué hace, hermana?,  lo importante es ver limpio a través de la porquería”. El utilizó otra palabra similar, más vulgar.

Cuando, ya con más paz e inactividad, intentando cultivar aquellas pasividades de las que habla Teilhard, un tanto arrinconados, o sin tareas pastorales concretas, o tal vez más triste:  olvidados o abandonados como el hollejo del limón ya exprimido, miramos hacia atrás sin mira, a veces, además de la melancolía, o la tristeza, o la perplejidad, hacemos balance, examen de conciencia, revisión de vida y de hechos y palabras del ayer, y no es difícil que nos preguntemos: “¿Qué hicimos mal?” Porque -quizá por la edad o por una visión panorámica más amplia- tenemos la impresión de que fallamos mucho, de que nos equivocamos bastante, de que no atinamos… y entonces vienen esas preguntas molestas y hasta sancionadoras. Y podemos sentirnos, simplemente, “fracasados”. Y el fracaso no nos gusta, claro. Pueden ser sentimientos de viejo, ya sabemos que de jóvenes somos incendiarios y de viejos bomberos. Todo cambia mucho cuando el reloj ya acumula muchas horas en nuestras vidas. Porque nos asomamos a la realidad -al menos a una parte de ella- y nos preguntamos: ¿dónde están aquellos jóvenes con los que tanto “trabajamos”, con los que tanto tiempo pasamos, con quienes hicimos tantas reuniones, tantos campamentos de verano, tantas pascuas juveniles, tantos retiros y convivencias, tantas marchas y escaladas a las montañas, tantas comidas, meriendas y fiestas? ¿dónde quedan los diálogos sinceros, profundos, en los matrimonios con quienes compartimos nuestra vida en tantos grupos, en tantas parroquias, colegios, movimientos apostólicos? ¿qué se hicieron tantos chavales/as que asistieron a colegios de monjas y religiosos, en un número muy elevado en este país que salía lentamente de la cristiandad allá por los 60, los 70, los 80, y quizás hasta los 90. ¿Por qué se fueron, por qué se vaciaron nuestros templos, nuestras parroquias, por qué se alejaron del mundo eclesial? ¿Tan mal lo hicimos? ¿No empleamos métodos “modernos”, audiovisuales, disco-forum, catequesis liberadoras y antropológicas, dinámicas de grupo de todos los tipos…? ¿Fuimos malos pedagogos, malos psicólogos, malos compañeros de caminos, no supimos transmitir el Evangelio? ¿Nos faltó transmitir una experiencia de fe más explícita y radical? ¿Cuántos de aquellos muchachos/as optaron por el sacerdocio o la vida consagrada? ¿Cuántos se comprometieron en la vida política, o cultural, o social, desde una vivencia cristiana…? Uno mira hacia atrás y constata una lamentable y preocupante desproporción entre la labor realizada y los resultados. Ya sé que esto no es general, que hay otras respuestas, que mucha gente de  aquella ya lejana época de optimismo y utopías conserva “un buen recuerdo” de aquellos años, incluso agradecimiento al colegio  donde estudió o a la parroquia a la que perteneció de un modo comprometido y auténtico. Siempre, obviamente, con los errores que inevitablemente todos cometemos.

Las respuestas son muy complejas, más o menos las intuyo, pero no llegan a ser “suficientes” para “explicar” qué pasó. Qué nos pasó. No es éste lugar ni momento ni el lugar para analizar esta situación y sacar unas conclusiones mínimamente satisfactorias. Supongo que “la Iglesia” ha hecho ya ese balance, ese análisis de los «por qués» de tanta gente “post cristiana”.

¿Y qué piensa la nueva generación de curas postmodernos, los que no conocieron “aquello” y andan por los 30-40 años en adelante? Sería interesante conocer sus “explicaciones” a esta especie de “fracaso pastoral generalizado” en el primer post-Concilio. Porque tienen sus razones.