Amanece el domingo del amor más grande… el amor que tiene “el que da la vida por sus amigos”… el amor del Padre que nos ha dado a su Hijo único, para que tengamos vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él… el amor de la Palabra que ha puesto su tienda entre nosotros para hacernos partícipes de su gloria… el amor del buen Pastor que da la vida por las ovejas de su rebaño… el amor del Hijo de Dios que, “siendo rico, se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza”… el amor que ha hecho hombre a Dios, y ha hecho Dios al hombre…
El apóstol lo dijo así: “Dios es amor”; y ya no hay posibilidad alguna de honrar a Dios si no se es siendo del amor, si no es imitando lo que Dios es, si no es amando como Dios ama, si no es “siendo amor”.
¿Y cómo puedo yo conocer el amor que es Dios? ¿Dónde podré aprender el amor con que Dios me ama? ¿Dónde podré preguntar cómo ama Dios? La escuela a la que he de ir se llama Evangelio. El maestro que he de buscar se llama Jesús.
Entra en la escuela, mira a Jesús, aprende lo que él es, apréndelo como aprende un niño lo que ve en su madre o en su padre: Jesús es el sacramento del amor que el Padre nos tiene, él es la imagen del amor que es Dios, él es el rostro del cielo, él es la carne de Dios.
Fíjate en él: ha nacido para la compasión, ha venido para servir, para curar, para dar vida, para perdonar, para salvar…
Con él ha llegado el evangelio; ya no quedan mandamientos; queda sólo el mandamiento: “que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Hoy, mi amiga en la frontera sur, me hace llegar la noticia: “51 desaparecidos y nueve supervivientes en un cayuco hundido al sur de El Hierro”.
Hoy, mi amiga en la frontera sur me acerca a lo que ella guarda en su corazón: «Realmente no sé, padre Santiago, no sé cómo asimilar ese dolor sin que se transforme en ira. Y ellos, los pobres, los que sobreviven, ¿cómo pueden superar ese horror? Rece por ellos y por mí y, sobre todo, por los verdugos. Por los culpables de lo que llaman tragedias, que no son otra cosa que crímenes.»
No, ya no quedan mandamientos. Queda sólo el mandamiento. Y ese mandamiento, que nos llama a ser como Jesús, deja en los pliegues del amor a víctimas y verdugos, a inocentes y culpables, a buenos y malos… Es ese amor han de encontrar cobijo los que mueren, los que sobreviven, los que los explotan, los que los ignoran, los cínicos, los hipócritas, los violadores de Jesús… Nos tocará hacer sitio a Caín en nuestro corazón, porque Abel ya no nos necesita…
Padre del cielo, Padre de todos, nos tocará hacer sitio para todos en el corazón, también para los verdugos de tu Hijo, para los verdugos de tus hijos, porque hoy como ayer, los verdugos continúan “sin saber lo que hacen”.
Han llenado el mundo de calvarios, de crucificados, y continúan aplaudiéndose a sí mismos: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
Necesitamos recordar tu amor, Cristo de todos los naufragios, para que no nos devore la tristeza de este infierno: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”. “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Necesitamos tu amor para mantenernos en pie, para acudirte en tu desvalimiento, para recoger a tus ángeles profanados.
¡Quédate con nosotros, Jesús, porque anochece, y se oscurece la fe! ¡Quédate con nosotros! ¡Que amanezca para todos el día de tu amor!