PROPUESTA DE RETIRO PARA MAYO

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21--Javier-Sancho-mayo_25-1«OH PRECIOSO AMOR, QUE VA IMITANDO AL CAPITÁN DEL AMOR, JESÚS NUESTRO BIEN» (C 6, 9)

(Francisco Javier Sancho Fermín, ocd /VR)

Nuestra vida consagrada tiene un único valor absoluto: Cristo. Seguirle, imitarle, configurarse con su estilo de vida, constituye el contenido central de la consagración religiosa. En retiros anteriores hemos visto cómo Teresa llega a descubrir, en el transcurso de su vida, que lo verdaderamente importante era vivir los consejos evangélicos como la respuesta adecuada a la llamada y al don del Señor.

Hoy queremos acercarnos al consejo evangélico de la castidad tal como lo vive y enseña Teresa. Ella sabe muy bien la importancia que tiene, si bien es cierto que ella prácticamente no usa en sus escritos el término como tal. Pero sí hace un uso extensivo de lo que es su contenido: el amor.

Mirando al amor de Cristo

La vida de Cristo, tal como siempre insistirá Teresa de Jesús, es término de referencia obligado para comprender nuestro estilo de vida. Ella nos invita a que no prescindamos de tan buen amigo y maestro: “cómo sois vos el amigo verdadero” (V 25, 17); “Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano” (V 22, 9).

Comenzamos por preguntarnos sobre el significado auténtico de la virginidad de Cristo, si queremos poner en luz los fundamentos de lo que significa en nuestra vivencia espiritual. La raíz de su virginidad hay que encontrarla en su propio ser. Él pertenece al Padre desde la eternidad: y hace de su vida y misión una entrega absoluta a Dios. En Cristo la castidad no es un medio para alcanzar un fin, sino que expresa el fin mismo de su misión: el absoluto de Dios, la unión y entrega total a Él. Y así lo explica Teresa: “Y así, orando una vez Jesucristo nuestro Señor por sus apóstoles dijo, que fuesen una cosa con el Padre y con Él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en Él. ¡No sé qué mayor amor puede ser que éste! Y no dejamos de entrar aquí todos, porque así dijo Su Majestad: No solo ruego por ellos, sino por todos aquellos que han de creer en mí también, y dice: Yo estoy en ellos” (7M 2, 7). La virginidad de Cristo no es renuncia, sino realización de la plenitud del amor. Abarca todo su ser realizado en la permanente comunión de amor con el Padre y el Espíritu Santo. Valor que Teresa siempre subraya como central y que se expresa en el mandamiento del amor. En este sentido, por ejemplo, se comprende la insistencia que manifiesta Teresa en orientar la vida a favorecer el crecimiento en la amistad con Dios (cf. C. 4, 9).

El amor casto de Cristo, expresa también su ser-para-todos: expresión universal de un amor entregado a todos y por todos sin ninguna distinción. Al igual que el consagrado, que entrega su corazón indiviso a Dios. Para Teresa termina siendo esto el principio y fin de la vida del consagrado, “para lo que aquí nos juntó el Señor”, “la gran empresa que tenemos que ganar” (C 4, 1).

En Cristo la virginidad encuentra la expresión perfecta del amor a Dios y al prójimo: es el resumen vital del único y principal de los mandamientos. Es la plenitud de su modo de amar a todos. Un amor que en la muerte de cruz es expresión sublime de la castidad, que pone todo el ser a disposición de los otros por amor, es la realización de la redención de toda la humanidad. Una castidad-virginidad que no ha renunciado a nada de lo esencial, y mucho menos al sentido primero de la vocación del hombre. Cristo siendo Virgen ha manifestado al mundo la auténtica paternidad-maternidad: engendrar vida eterna. Es el gesto más alto de la fecundidad, ciertamente comprendida en una dimensión que va mucho más allá de lo simplemente biológico. Jesucristo es el signo más claro de la fecundidad espiritual, de la virginidad apostólica. Así lo entiende Teresa: “Mirad que importa esto mucho más que yo os sabré encarecer. Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco. Si su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con solo palabras? ¿Sabéis que es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios” (7M 4, 8).

Por eso la castidad nunca significa un amor de exclusión, sino de inclusión de todos. Y es en esta perspectiva que debemos entender la insistencia de Teresa en invitarnos a un amor comunitario sin fisuras, que exprese con claridad el amor de Cristo a la humanidad y el deseo del corazón de Dios: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar…” (C 4, 7).

La gran mayoría de los textos de llamada al seguimiento, manifiestan de un modo implícito la invitación a la castidad, entendida ésta como invitación a optar por el amor absoluto e incluyente de Dios. Por eso el dejarlo todo no admite excepciones y es contundente: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. “ (Lc 14, 26; cfr. Mt 10, 37-39). Este mismo espíritu subraya Teresa cuando recomienda el cultivo de la libertad frente a los afectos, y fomentar la actitud interior de que “no se les da más ser queridas que no” (C 6, 7).

La enseñanza de Cristo al igual que la de Teresa, insiste en que la dedicación al Reino implica a la persona en su totalidad, y que su corazón no ha de estar dividido, si realmente quiere darse por entero a la predicación del Reino: “no se puede servir a dos señores”(Mt 6, 24; Lc 16, 13). Frase que también recuerda la Santa y que ella traduce como “regalo y oración no se compadece” (C 4, 2). Para Teresa la razón de estar en el convento solo debe ser la de “servir a Cristo”, en una entrega radical y generosa. Por eso no tiene pudor en cuestionar otros intereses: “¿qué provecho les puede venir de ser amados?” (C 6, 6).

Otra de las características del modo de amar de Cristo es que centra la mirada en la persona. Su único interés es que la persona alcance su plenitud. Y eso lo observamos a cada paso en el evangelio. Jesús con su vida testimonia lo que implica ese verdadero amor al prójimo, al buscarle por lo que la persona misma es. Teresa concibe igualmente ese amor en esa perspectiva: “éstos, si aman, pasan por los cuerpos y ponen los ojos en las almas y miran si hay qué amar; y si no la hay y ven algún principio o disposición para que, si cavan, hallarán oro en esta mina, si la tienen amor, no les duele el trabajo; ninguna cosa se les pone por delante que de buena gana no la hiciesen por el bien de aquel alma… Perderían mil vidas por un pequeño bien suyo” (C 6, 8.9).

La realización de la persona en el amor

El gran deseo de Dios es que el hombre alcance su plenitud. Todos los caminos de seguimiento son vías para que el ser humano pueda realizar en sí mismo y en los demás el gran proyecto de la salvación. La llamada a vivir la unión de amor con Dios es el fin hacia el cual Dios invita a su criatura.

Curiosamente en Teresa de Jesús no encontramos nunca una exaltación del modo de vida del consagrado por encima de otros estados de vida, ni del matrimonio. Más bien le sirve éste para subrayar la dinámica de vida a la que se compromete quién se entrega en exclusiva al amor de Cristo-Esposo.

La castidad entendida como camino de seguimiento viene a significar que el proceso en el que Dios nos introduce, es un proceso de sanación y maduración de la afectividad humana. Teresa de Jesús, por ejemplo, centra la mirada en los valores que implica en sí mismo el consejo de castidad. Y así, en relación con su propia afectividad, ella reconoce su “inmadurez y debilidad” durante más de 20 años de vida religiosa, y cómo tuvo que ser la gracia de Dios quién de veras la liberase de su manera de amar, para aprender a amar en Dios y desde Dios. Es lo que se denomina su conversión afectiva, proceso en el cual todos hemos de entrar para aprender a vivir la auténtica dimensión del amor, de la castidad consagrada. Así lo relata ella misma: “Decíame que para del todo contentar a Dios no había de dejar nada por hacer; también con harta maña y blandura, porque no estaba aún mi alma nada fuerte, sino muy tierna, en especial en dejar algunas amistades que tenía. Aunque no ofendía a Dios con ellas, era mucha afición…”. Pero una vez llevado a la oración el Señor le muestra a Teresa cómo ha de ser su amor a los otros y en qué se ha de fundamentar: “nunca más yo he podido asentar en amistad ni tener consolación ni amor particular sino a personas que entiendo le tienen a Dios… Desde aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios… ya aquí me dio el Señor libertad y fuerza para ponerlo por obra” (V 24, 5-7).

Pero no se trata simplemente de una maduración de la persona en su afectividad. La castidad busca realizar en la persona su ser más auténtico, para que alcance la plenitud, la perfección. Y ello lo entendemos como un amor que libera porque nos ayuda y enseña a amar a los otros con autenticidad y no en virtud de afinidades personales o simpatías. Es un amor que se fundamenta en una voluntad libre: “No consintamos, oh hermanas, que sea esclava de nadie nuestra voluntad, sino del que la compró por su sangre. Miren que, sin entender cómo, se hallarán asidas que no se pueden valer” (C 4, 8).

Para Terea el gran don que nos define es que hemos sido creados a “imagen y semejanza de Dios”. En el Génesis, donde se habla de la vocación originaria del ser humano, hay dos dimensiones que ponen en evidencia el valor de la vida del ser humano: llamado a colaborar con Dios en la creación, y a vivir la plenitud del amor y ser promotores de nueva vida.

Una vocación no puede prescindir de esta dimensión vocacional para ser auténtica y favorecer el proceso de humanización y realización de toda persona humana. Teresa entendió muy bien ambas dimensiones. Es más, es en el dinamismo de la mística teresiana donde emerge con grandísima fuerza esa perspectiva vocacional del ser humano: llamado a vivir la plenitud del amor en el desarrollo de esa imagen que lo define. Y aquí adquiere un valor primordial la experiencia esponsal de la consagración, hecho que queda acentuado de manera eficaz en la experiencia espiritual teresiana. La castidad comprendida y vivida desde ahí, se convierte en valor humanizador por excelencia.

Dentro de la concepción “bíblica” del hombre adquiere un sentido especial la vivencia auténtica de la castidad consagrada. No como renuncia a un estado de vida, cuanto como afirmación para vivir la dimensión de la unión de amor. Solo así la vida consagrada entraría con plenitud de sentido en el dinamismo de la creación originaria del ser humano: “Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: sed fecundos y multiplicaos” (Gn 1, 28; cfr. también Gn 2, 24). “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 24). Una castidad que implica, como valor, una unión de amor tan profunda que llega a realizar la unión de dos en uno.

No habría vocación humana auténtica que no realizase la plenitud de esta llamada: como unión de amor y como fecundidad, aun cuando esta venga entendida en clave espiritual: engendrar hijos para Dios, “salvar almas” diría Teresa de Jesús.

La castidad implicaría, además, una mirada limpia, capaz de descubrir la belleza originaria del ser humano: “Estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro” (Gen 2, 25). Castidad como pureza de mirada, como contemplación del otro y de sí mismo, no como objeto simplemente de deseo, sino desde su realidad, grande y hermosa, positiva, llena de valor. Es otro de los valores fundamentales para Teresa en el camino de amistad con Dios: aprender a descubrir esa perla preciosa, esa gran dignidad que somos (castillo de diamante) y que nos ayuda a mirar con esos mismos ojos al otro, por quién somos capaces de dar la vida: “No deja de poner todo lo que puede porque se aproveche. Perdería mil vidas por un pequeño bien suyo” (C 7, 9).

La castidad apunta, como valor primordial, a la vivencia del amor. Teresa intuye que de ahí emerge la autenticidad de vida, al pensar su vida y seguimiento como vivencia del mandamiento del amor. De la fusión íntima con el Dios Amor, emerge la fuerza apostólica de la consagración, es decir, la práctica del amor al prójimo: “ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana” (V 32, 6). Amor que comienza por ejercitarse en el ámbito de la vida comunitaria: “Oh, qué bueno y verdadero amor será el de la hermana que puede aprovechar a todas, dejado su provecho por las otras…” (C 7, 8).

Cristo en su virginidad recupera y reafirma el valor absoluto de la vocación original del hombre. Solo Él podía hacerlo y solo Él puede pedir a los suyos, con el don de su gracia, que sigan realizando en el mundo la más auténtica vocación del hombre: su ser original y su destino final. Es en el amor de Dios y en el amor al prójimo que se vive el auténtico dinamismo de la castidad cristiana. Para Teresa es evidente la dimensión fecunda y apostólica del amor, vivido en las circunstancias concretas de la vida y no como simple ideal: “Torno otra vez a decir, que se parece y va imitando este amor al que nos tuvo el buen amador Jesús; y así aprovechan tanto, porque no querrían ellos sino abrazar todos los trabajos y que los otros sin trabajar se aprovechasen de ellos…” (C 7, 4).

Amor y configuración con Cristo

El camino de la humanización-divinización del hombre es el mismo para todos: el seguimiento de Cristo, porque Él es el único que nos conduce al Padre y porque Él es el modelo de la perfección humana. En Él tenemos nuestro origen, Él es nuestra meta y, finalmente, Él es nuestro camino. Ahí radica la comprensión y realización de la espiritualidad cristiana, y también de la espiritualidad del consagrado.

Teniendo siempre presente que la vocación a la vida consagrada es un don, la misma vivencia de los votos como ideal, como meta, como proyecto de vida, son también resultado de un actuarse de la salvación de Dios en el llamado. Es la transformación progresiva, fruto de la interacción de la gracia y de la colaboración humana, en un signo vivo de los valores del Reino. Esa es la esencia de todo consagrado, tal como lo vive la misma Teresa: saberse salvada, amada, redimida. Y es desde la experiencia de ese amor totalitario que la persona aprende a amar “castamente”, es decir, en Dios y desde Dios.

Quien opta por seguir al Cristo-virgen, está poniendo toda su vida al servicio de Cristo, buscando imitarle en su vida y configurarse plenamente con Él. En Cristo la castidad significa amor y entrega total a Dios, su disponibilidad y ser-para-todos, y fecundidad espiritual. Valores que en la medida en que se realizan, plenifican al ser humano: el amor a Dios, amor al prójimo y entrega fecunda. En este sentido la castidad consagrada no puede no entenderse sino como camino de realización del propio ser.

El Cristo virgen realiza en su estado celibatario el absoluto de su entrega y amor a Dios. Esto significa que la castidad consagrada es en primer lugar, la opción amorosa por solo Dios. La auténtica castidad se realiza, no como renuncia, sino como don total a aquel que llama: es algo que Teresa nos ha dejado de manifiesto. El amor de Dios es algo más que un simple mandamiento, es la llamada a vivir la plenitud del amor en un diálogo ininterrumpido que es vida. Un hombre que se descubre amado por Dios y que ama a Dios. Un amor que abarca todo el ser y da sentido en sí mismo, a toda la vida, y que no deja de invitarnos a ser “amigos” de Dios. Aquí podríamos prolongar el discurso sobre la importancia y el papel central que ocuparía la oración en la vida consagrada. Una oración en el sentido teresiano, no entendida como culto, sino esencialmente como encuentro amoroso. Por eso toda persona consagrada que prescinda de este elemento, está prescindiendo de su ser más esencial: ser de Dios para Dios.

Aquí radica también, la comprensión del carácter esponsal de toda vida consagrada. No se anula la entrega hacia la unidad que surge de la vocación natural del hombre, sino que se supera y realiza en su contenido más esencial: la comunión trinitaria. Un ejemplo de esta caridad esponsal así lo expresa Teresa: “¿No habéis oído… de la Esposa, que la metió Dios a la bodega del vino y ordenó en ella la caridad? Pues esto es; que como aquel alma ya se entrega en sus manos y el gran amor la tiene tan rendida que no sabe ni quiere más de que haga Dios lo que quisiere de ella…, quiere que, sin ella entienda cómo, salga de allí sellada con su sello” (5M 2, 12).

Por lo mismo, la vida consagrada es signo visible de la esencia más íntima de la Iglesia que ha de vivir entregada totalmente a Dios. Simboliza también la unión de Cristo con su Iglesia. Una unidad que se manifiesta en la continuación de su estilo de vida en algunos de sus miembros, que reproducen y proclaman los valores del Reino.

El Cristo Pascual es el signo más claro de lo que en sí significa el don total de sí a Dios: entrega incondicional a la humanidad completa: “se parece y va imitando este amor al que nos tuvo el buen amador Jesús; y así aprovechan tanto, porque no querrían ellos sino abrazar todos los trabajos, y que los otros sin trabajar se aprovechasen de ellos” (C 7, 4). La castidad consagrada se entiende desde esta misma perspectiva: una permanente disponibilidad hacia toda la humanidad. Un amor que está allí por todos y para todos, dispuesto a la donación de la propia vida: “ninguna cosa se les pone delante que de buena gana no la hiciesen por el bien de aquel alma” (C 7, 8). Un amor que libera a la persona para dejarla abierta a todos. Un amor que, como subraya Teresa, es la confirmación más clara de que amamos a Dios: “Y estad ciertas que mientras más en éste (amor al prójimo) os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios…” (5M 3, 8).

El amor de Dios, con quien se configura la vida del religioso, es un amor que se abre continuamente: es un amor fecundo. Cristo y su redención son el ejemplo más absoluto de lo que significa este amor. Y de ese amor participa el religioso. Por eso tampoco renuncia a su vocación paternal o maternal. Antes bien, tiene la oportunidad de realizarla de un modo siempre nuevo y universal. Aquí, y no en las actividades, radica la eficacia apostólica del religioso. Desde la vivencia de ese Amor, Teresa experimenta la gran fecundidad que suscita en ella: “siempre está bullendo el amor y pensando qué hará. No cabe en sí, como en la tierra parece no cabe aquel agua, sino que la echa de sí. Así está el alma muy ordinario, que no sosiega ni cabe en sí con el amor que tiene; ya la tiene a ella empapada en sí. Querría bebiesen los otros, pues a ella no le hace falta…” (V 30, 19).

La consagración es llamada a realizar la paternidad o maternidad espiritual: el amor de Dios manifestado en la muerte y resurrección de Cristo. La virginidad consagrada tiene, por eso, un carácter pascual insustituible. La comunión con Dios es comunión con su obra de redención. Solo será redentor el amor que nazca de esa comunión con el Crucificado: “Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco” (7 M 4, 8).

Amor que revierte siempre en favor del prójimo como su meta y señal de autenticidad: “Acá solas estas dos nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar…. La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo, sí… porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad de mil maneras” (5M 3, 8-9).

Un amor que se convierte en testimonio, sin el cual toda vida religiosa carece de sentido. La falta de amor es sinónimo del mayor de los desastres: “cuando esto hubiese, dense por perdidas. Piensen y crean han echado a su esposo de casa” (C 7, 10); “que si hubiese en ello quiebra vamos perdidas” (5M 3, 12).

PARA MEDITAR

“Pues quiero concluir con esto: que siempre que piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar, porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle su Majestad –pues sabe lo mucho que nos conviene– por el que Él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró, amén” (V 22, 14).