(Carlos Gutiérrez Cuartango, OCSO). Una idea repetida hasta la saciedad por los primeros cistercienses y de la cual se extrae una visión y unas consecuencias sobre quién es el hombre, cómo es su realidad, cuál es el camino que le conduce a la salvación y también a la felicidad, es la siguiente: Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Por el pecado el ser humano perdió la semejanza con Dios y quedó desterrado al país de la desemejanza; pero no perdió la imagen. ¿Qué quiere decir esto? A ver si lo entendemos ilustrándolo con un ejemplo muy sencillo: es algo así como si tenemos una moneda de oro. Si la cogemos en la mano vemos que es una moneda hermosa, brillante, reluciente, de oro, y que además parece de oro porque es dorada, brilla, etc., tiene todas las cualidades del oro. Ahora imaginemos que esta moneda la perdemos, cae en tierra y se llena de barro. Si alguien la encuentra después de mucho tiempo se encontrará una moneda sucia, llena de barro, y que no parece de oro. Sigue siendo de oro, pero no lo parece. Si la lavamos y la limpiamos volverá a parecer de oro, pero esto sólo es posible porque a pesar de estar sucia sigue siendo de oro. La moneda perdió su apariencia de oro, pero nunca dejó de ser de oro.
Esto significa haber perdido la semejanza, pero no haber perdido la imagen. Es decir, que aunque por el pecado nuestra realidad no aparente que somos hijos de Dios, nuestra verdad, nuestro rostro original, es que somos y que nunca hemos dejado de ser hijos de Dios.
Porque Dios Padre nos eligió con Cristo antes de crear el mundo para que estuviéramos consagrados y sin defecto a sus ojos por el amor; destinándonos ya entonces a ser adoptados por hijos suyos por medio de Cristo –conforme a su querer y a su designio– a ser un himno a su gloriosa generosidad. (Ef 1,4-6).
Como veis, esto es increíble, somos hijos de Dios. Aunque no aparezcamos como hijos suyos, somos y siempre hemos sido hijos de Dios. Este Dios que es Padre Bueno, que nos ama con locura, que siempre nos pensó en Jesús el Cristo, hace lo imposible para que vivamos a la altura de nuestra condición de hijos de Dios. Nos ha destinado a ser dioses, a la divinización, de tal manera, que sólo podremos ser verdaderamente felices cuando regresemos del país de la desemejanza en el que nos encontramos, al país de la semejanza que se corresponde con nuestra imagen de hijos de Dios que nunca perdimos. Es decir, solamente seremos nosotros mismos, lo que tenemos que ser, en la medida en la que la semejanza coincida y se corresponda con la imagen. Dicho de otra manera: solo en la medida en que vivamos como hijos de Dios, porque nuestra verdad es que somos hijos de Dios, seremos felices de verdad. Volviendo a nuestro ejemplo: la moneda podrá ser valorada y utilizada como tal, cuando, al recobrar su semejanza, coincidan su brillo, color, etc., con las cualidades del oro. Será y parecerá lo que es y siempre ha sido: una moneda de oro. Hay un cuento, que la mayoría conoceréis, que ilustra la ceguera con la que podemos estar viviendo con respecto a nuestra verdad:
Hubo un indio guerrero que encontró un huevo de águila en la cima de una montaña y puso ese huevo de águila junto con los huevos que iban a ser empollados por una gallina. Cuando el tiempo llegó, los pollitos salieron del cascarón, y la pequeña águila también.
Después de un tiempo, ella aprendió a cacarear como las gallinas, a escarbar la tierra, a buscar lombrices, limitándose a subir a las ramas más bajas de los árboles, exactamente como todas las otras gallinas. Y su vida transcurría en la conciencia de que era una gallina.
Un día, ya vieja, el águila terminó mirando el cielo y tuvo una visión magnífica. Allá, en el azul claro, un pájaro majestuoso volaba en el cielo abierto, como si no necesitase hacer el más mínimo esfuerzo. El águila vieja quedó impresionada. Se volvió hacia la gallina más próxima y dijo:
– “¿Qué pájaro es aquél?”.
La gallina miró hacia arriba y respondió: “¡Ah! Es el águila dorada, reina de los cielos. Pero no pienses en ella. Tú y yo somos de aquí abajo”.
Y el águila no miró nunca más hacia arriba y murió en la conciencia de que era una gallina. De esa manera, como todo el mundo la trataba, de esa manera creció, vivió y murió.
Cuando el águila mantiene sana su memoria vive conforme a su semejanza. Pero todos tenemos nuestra memoria enferma, y por lo tanto vivimos en la desemejanza. Por eso nuestra vida es camino que conduce de la desemejanza a la semejanza, a la humanidad nueva, en vistas a sanar nuestra memoria. Tomar conciencia de nuestra memoria enferma es el punto de partida de esta larga travesía que nos ocupará de por vida. Por eso tenemos siempre que agradecer todas las oportunidades que la existencia, tal como acontece, nos ofrece para caer en la cuenta de que no estamos bien, que nuestra memoria está enferma, que no recordamos ya que somos águilas doradas, monedas de oro. Es cierto que somos monedas sucias que no parecen de oro, pero somos de oro, aunque no lo parezcamos. El despertar a la situación de desemejanza en la que vivimos nos invita a ponernos en camino.
Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos –oráculo del Señor–. Como el cielo está encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes (Is 55, 8-9). Es importante que seamos acogedores con todo aquello que nos saca de nuestro apoltronamiento, aunque en un principio nos pueda incomodar, porque nunca sabemos por dónde puede venirnos la anchura anhelada al desvelarse nuestro rostro original.
Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenara.
Pasado unos meses, el maestro informó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente entrenado, pero que al otro no sabía que le sucedía. A pesar de su aspecto maravilloso y saludable no se había movido de la rama donde lo dejó desde el día que llegó. El rey mandó a llamar a curanderos y sanadores para que vieran al halcón, pero nadie consiguió hacerlo volar.
Al día siguiente, el monarca decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una recompensa a la persona que hiciera volar al halcón.
A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines. El rey dijo a su corte: “Traedme al autor de este milagro”.
La corte llevó ante el rey a un humilde campesino ante el cual el rey preguntó: “¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Acaso eres un mago?”.
Intimidado, el campesino le dijo al rey: “Fue fácil mi señor. Sólo corté la rama y el halcón voló. Se dio cuenta que tenía alas y salió volando”.
A veces hay que forzar a las personas para que vuelen por sí mismas, para que se den cuenta de sus capacidades reales, para que encarnen y usen el don que el Creador ha dado a cada ser humano. Es urgente que no perdamos el tiempo colgados de la rama donde nos depositaron, cuando podemos volar y posarnos en la que decidamos por nosotros mismos.
Es fundamental sentir la necesidad que tiene cada cual de sanar su memoria. Hay un refrán que dice “que para llegar muy lejos, hay que comenzar muy cerca”. Para ello podemos empezar por lo más sencillo: ¿qué es la memoria? Vamos a intentar responder a esta cuestión no de una forma teórica, intelectual o erudita, sino de una forma vital, remitiéndonos a la propia experiencia.
En nuestra vida ocurren acontecimientos que nos afectan, información que hemos recibido, y que de alguna manera ha quedado grabada y registrada en nuestra memoria. Por ejemplo, hemos aprendido que el fuego da luz, produce calor y también quema. Es muy posible que después de la primera vez que me quemé con el fuego tenga mucho cuidado de acercarme a él porque sé que puedo quemarme. Tanto es así, que ante la sola presencia del fuego, mi memoria, de forma automática, me indica: ¡cuidado!
Muchos de estos aprendizajes, grabados y registrados en la memoria son necesarios, para poder sobrevivir física y biológicamente, pues sin ellos, haría ya mucho tiempo que habríamos muerto. Pero además de estos aprendizajes vitales, necesarios e imprescindibles, hay otros muchos grabados en nuestra memoria, que son más bien de orden psicológico, y que registrados fundamentalmente durante los primeros años de la vida, cuyos responsables han sido la familia, la educación, el propio perfil psicológico, la cultura social y religiosa, han ido condicionando la visión que se tiene de las cosas, del mundo, los comportamientos…, de tal manera que mi conducta es a menudo la de un autómata, como una máquina que reacciona condicionadamente, sin reflexión, sin libertad de juicio y, por supuesto, sin ningún discernimiento ante muchos estímulos.
Vamos a poner algunos ejemplos para que se entienda mejor lo que intentamos señalar:
– Si he tenido un padre autoritario, es muy posible que a lo largo de mi vida tenga miedo a todas aquellas personas que representen una figura parental, y a toda figura de autoridad. Se podrá prever, con muchas posibilidades de acierto, que tendré conflicto con la autoridad.
– Si he sido educado en un ambiente competitivo, repetiré con mucha probabilidad patrones de competición; me asomaré a la vida como un lugar en el que es necesario luchar para sobrevivir, para destacar y para estar por encima de los demás.
– Si mis educadores me repetían una y otra vez que hacía las cosas mal, entonces desarrollaré un complejo de inferioridad y, haga lo que haga, sentiré que todo lo hago mal y que valgo menos que los demás.
– Si he recibido una formación muy rígida y estricta, será muy posible que yo sea también una persona rígida y estricta, con una enorme inclinación a sentirme culpable cuando cometa un error o una falta.
– Si siempre me han enseñado que los africanos son inferiores, entonces cuando me encuentre con un africano le consideraré de una raza inferior, y seré proclive a desarrollar una xenofobia.
Es preciso indicar que los patrones que se desarrollan en muchas ocasiones son de signo contrario, como una manera de defenderse del patrón condicionado. A este mecanismo de defensa se le denomina formación reactiva. Un ejemplo, en el caso comentado anteriormente acerca de una formación rígida y estricta, uno puede desarrollar un patrón de laxismo y dejadez como reacción al patrón recibido. Pero ocurre que, tanto en un caso como en el otro, el sentimiento de culpabilidad no desaparece. Respondiendo reactivamente pretendo evitar la culpabilidad, pero aún así no lo consigo. En este caso, la rigidez o la dejadez son como las dos caras de la misma moneda.
Y así podríamos ir señalando multitud de ejemplos con los que comprobaríamos lo condicionados que estamos. En el fondo se trata de que hemos recibido una herencia, que tenemos una historia personal en la que nos encontramos prejuicios, exigencias, miedos, traumas, creencias irracionales, ideologías, concepciones de la vida, comparaciones, competitividades, necesidades creadas, deseos buenos, deseos malos, juicios condenatorios, juicios absolutorios, identificaciones tribales, identificaciones nacionalistas, identificaciones religiosas, políticas, raciales, etc. Y con este patrón abordamos la vida, nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás, con Dios, con la naturaleza, con todo lo creado. Lo hacemos a través de nuestra historia personal marcada por la formación que hemos recibido. Desgraciadamente, a menos que purifiquemos y sanemos la memoria, podríamos seguir aplicando, una vez tras otra, los mismos patrones a lo largo de nuestra vida. Somos como máquinas que están programadas para repetir indefinidamente, y sin variación, lo mismo.
Y cuando nos estamos refiriendo a la memoria no nos referimos solamente a la cabeza, a los pensamientos, sino también a todo lo que tiene que ver con los sentimientos, las emociones y los afectos. Dicho de otra manera, es como si estuviéramos programados como los ordenadores, determinados por la herencia recibida, con lo cual nuestra vida es de segunda mano, es decir, que aunque pensemos que somos nosotros mismos quienes actuamos, sentimos y pensamos, en realidad hay una enorme dosis de automatismo y programación ya determinada en todo ello.
Mientras permanezcamos ciegos al programa que dirige nuestras vidas, es muy difícil que comencemos a tomar decisiones desde la libertad, que podamos iniciar un camino de conversión, que podamos peregrinar del país de la desemejanza al país de la semejanza. Mientras no despertemos a nuestra situación de falta de autonomía, será bastante improbable que podamos ser responsables, hacernos cargo de nuestra vida, con la libertad propia de los hijos de Dios.
Y todo esto de lo que venimos hablando, no se queda sólo en el plano psicológico sino que afecta también a nuestro cuerpo. Porque el cuerpo es muy sabio, y cuando lo psicológico no funciona bien, el cuerpo se resiente. Y así ocurren las somatizaciones: dolores de cabeza, dolores de estómago, dolores de espalda, estreñimiento, diarrea…, que son como pilotos rojos, alarmas que están indicando que algo no va bien, que no funciona por dentro, que así no se puede seguir viviendo, que es necesario vivir de una manera distinta a la que conocemos. Lo que ocurre es que tantos condicionamientos nos obligan a vivir muy limitadamente y eso nos hace sufrir. Nos mantienen en el país de la desemejanza, y la desemejanza nos hace sufrir, y esto se refleja y se manifiesta en el cuerpo.
Pero no solo se manifiesta en el cuerpo sino también en el alma, en el espíritu. Muchas veces nuestra vida espiritual es raquítica, rígida, estrecha, no liberadora, sino, más bien, todo lo contrario; en lugar de dilatarnos y ensancharnos, nos encoge y empequeñece. Eso es debido a que nuestro horizonte es muy reducido; y también lo es Dios. Con este programa que tenemos incrustado en propia carne se entiende perfectamente que nos resulte difícil descubrir al Dios de Jesús como Padre, misericordioso, benevolente, que nos ama incondicionalmente, que nos libera de todas nuestras ataduras y condicionamientos invitándonos a vivir con anchura. Es el Dios de la vida y no de la muerte.
Pero al tener esquemas tan estrechos, al tener un patrón tan condicionado, al guiarnos por un programa que nos determina anulando la propia autonomía, eso nos impide ver al Dios vivo y verdadero, y entonces nos hacemos una imagen de Dios pequeña, a nuestra medida; un Dios juez que castiga y condena, que nos mira con severidad, que está a la caza del más mínimo error para echárnoslo en cara culpabilizándonos. O si no, es el Dios que premia a los buenos, castiga a los malos y –como decía un amigo– a los buenos si se descuidan, que recompensa a los míos y destruye a los de enfrente. O bien, es el Dios que justifica las desigualdades, o la inquisición, o la guerra de religiones. O puede ser ese Dios exigente, que impone una ley mucho más dura que la ley del Antiguo Testamento.
Fijémonos que lo que sucede en todos estos casos es que Dios es una proyección de mis condicionamientos. Está hecho a mi medida. Es un ídolo. Con otras palabras: es como si yo pusiera en Dios o en aquél que yo llamo Dios lo que hay dentro de mí, mi programa. Ahora sí que podemos comprobar que no se puede separar lo que llevo dentro de mí del Dios a quien adoro y, por lo tanto, la sanación de la memoria conlleva también una purificación de las imágenes de Dios. Quien está en proceso de sanación se convierte en un iconoclasta que no cede a la tentación de querer domesticar a Dios.
“No busquéis a Dios”, dijo el Maestro, “limitaos a mirar… y todo os será revelado”.
“Pero, ¿cómo hay que mirar?”
“Siempre que miréis algo, tratad de ver lo que hay en ello, nada más”.
Los discípulos quedaron perplejos, de modo que el Maestro lo puso más fácil: “Por ejemplo, cuando miréis a la luna, tratad de ver la luna y nada más”.
“¿Y qué otra cosa que no sea la luna puede un ver cuando mira a la luna?”.
“Una persona hambrienta podría ver una bola de queso. Un enamorado, el rostro de su amada”.
No hay nada que buscar. Sólo tienes que estar tranquilo, abrir tus ojos y mirar. No puedes dejar de verlo.
Una vez que hemos sido espabilados, abriéndonos a nuestra realidad, podemos encontrarnos con varias maneras equivocadas de afrontar la memoria enferma:
a) La primera consiste en negarme a cambiar la memoria condicionada y programada. Uno no quiere correr el riesgo de salir de la propia situación de desemejanza. Resulta más cómodo seguir viviendo como uno sabe, con lo conocido, que adentrarse en un camino sin explorar, en el que se van a caer muchos esquemas e ídolos. Uno prefiere seguir dormido y no despertar, por el riesgo, la aventura, la inseguridad, la desubicación que supone ponerse en camino, lanzarse a la conquista de la propia libertad. Es necesario recordar que el camino que conduce a la libertad es una senda árida, de desierto y, aunque uno reconozca que está esclavo, es más seguro y fácil tener la comida asegurada. Algo así como lo que le ocurría a Israel en su trayecto por el desierto que, ante las dificultades, añoraba la esclavitud de Egipto donde, a pesar de todo, tenía asegurado el sustento y la vida.
b) La segunda forma equivocada es cuando ignoro que tengo una memoria condicionada. No reconocer que me encuentro en una situación de desemejanza. “Yo tengo las cosas claras, los criterios bien formados; yo estoy en la verdad. Siempre hago todo con rectitud y desde Dios, guiado por su Espíritu”. El problema es siempre de los demás. Nadie me comprende y soy víctima de la incomprensión de los otros. Siempre existen razones y argumentos para justificar mis comportamientos y actitudes. Toda corrección se interpreta como incomprensión. Curiosamente ocurre, además, que suelen ser personas lúcidas para con las demás, pero ciegas para sí mismas. Se les podría aplicar aquello del Evangelio: “se fijan en la mota ajena y no se dan cuenta de la viga que tienen en el suyo” (Mt 7,3).
c) La tercera forma incorrecta de afrontar la memoria enferma es la de la reacción. Algo así como actuar al contrario del programa. Uno piensa que puede liberarse de sus condicionamientos y grabaciones reaccionando en contra. Son las personalidades reactivas que tienen que llevar siempre la contraria. Manifiestan su carencia, haciendo alarde de demostraciones. Un ejemplo muy claro es el de aquellas personas fanfarronas que con su vanidad están demostrando su complejo de inferioridad. Otro ejemplo que podría valernos es el de aquellas personas sistemáticamente rebeldes con la autoridad; lo que en realidad les pasa es que dependen de las figuras de autoridad y tienen conflicto con ellas. El conflicto con la autoridad puede manifestarse de dos formas, como las dos caras de la misma moneda: como sumisión que es la expresión de la dependencia, o como rebeldía, que es expresión de la anti-dependencia. Cuando se tiene tan presente a la autoridad y no se puede prescindir en absoluto de ella, para bien o para mal, eso revela que se depende de ella, y que por lo tanto existe problema con ella.
En próximos retiros seguiremos ahondando en nuestra memoria enferma y en su sanación.
Un hombre, muy sencillo y analfabeto, llamó a las puertas de un monasterio.Tenía deseos verdaderos de purificarse, de hallar un sentido a la existencia. Pidió que lo aceptasen como novicio, pero los monjes pensaron que el hombre era tan simple e iletrado que no podría entender las más básicas escrituras ni efectuar los más elementales estudios. Como le vieron muy interesado en permanecer en el monasterio, le proporcionaron una escoba y le dijeron que se ocupara diariamente de barrer el jardín.
Así, durante años, el hombre barría muy minuciosamente el jardín sin faltar ni un solo día a su deber. Paulatinamente, los monjes empezaron a ver cambios en la actitud del hombre. Se le veía tan tranquilo, gozoso y equilibrado que emanaba de él una atmósfera de paz sublime. Y tanto llamaba la atención su inspiradora presencia, que los monjes, al hablar con él, se dieron cuenta de que había obtenido un considerable grado de evolución espiritual y una excepcional pureza de corazón.
Extrañados, le preguntaron si había seguido alguna práctica o método especial, pero el hombre, muy sencillamente, repuso:
–No. No he hecho nada, creedme. Me he dedicado diariamente y con amor, a limpiar el jardín. Cada vez que barro la basura, pienso que estoy también barriendo mi corazón y limpiándome de todo veneno.