PROPUESTA DE RETIRO PARA ENERO

0
6929

Habitar consigo mismo

Carlos Gutiérrez Cuartango). San Gregorio Magno, en el libro segundo de sus Diálogos, nos dice que “hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre Benito, dotado desde su juventud de una prudencia de anciano, quien prefiriendo sufrir las injurias del mundo a sus alabanzas… se fue a vivir en soledad”. En esa soledad vive solo con el Solo durante tres años. La expresión que utiliza es “habitare secum”, esto es: “habitar consigo mismo”.

En la vida comunitaria necesitamos guardar la distancia necesaria para no perder el contacto con nosotros mismos. El silencio preserva esta distancia. Nos allana el camino para no identificarnos con lo que acontece en nuestros contactos cotidianos; nos ayuda a mantener el respeto necesario para no sentirnos presionados ni agobiados; nos facilita la reflexión antes de actuar y también el aprendizaje de nuestras reacciones; nos permite elaborar todo lo que en nuestras relaciones vamos descubriendo día a día, para introducir en cada momento esa visión de fe tan necesaria –y tantas veces por supervivencia– que nos enseña a relativizar todo lo que vamos percibiendo y que nos pone en disposición de aprender a mirarlo con la misma mirada de Dios.

Este silencio que asegura la soledad en la comunidad permite a cada hermano habitar consigo mismo. No es fácil habitar consigo mismo. Decía Carl G. Jung que el peor enemigo está dentro de uno. Habitar consigo mismo anima a tomar contacto con lo propio –¡cuán a menudo estamos desconectados de nosotros mismos!–; habitar consigo mismo facilita familiarizarse con los propios pensamientos, sentimientos, emociones, reacciones… –¡qué poco conscientes somos con tanta frecuencia!–; habitar consigo mismo allana el camino del propio conocimiento, en el que uno va aprendiendo a poner nombre a lo que va sucediendo en la mente y en el corazón –¡qué lejos estamos de ver lo falso como falso y lo verdadero como verdadero!–.

Esta soledad es un magnífico caldo de cultivo para convertirnos en expertos cazadores de las idas y venidas de nuestro comportamiento, que tan frecuentemente es compulsivo, automático e irreflexivo; y es también una oportunidad de oro para dejar de hacer depender nuestra vida del entorno y decidirnos a tomar la vida en nuestras manos, responsabilizándonos de ella.

Pero la soledad en comunidad no es sólo tomar distancia física. Podemos permanecer solos mucho tiempo, pero dando rienda suelta a todos los ruidos que nos habitan. Incluso, si no nos parecen suficientes, con tal de huir de la soledad que puede resultar espantosa, podemos llenarnos de más ruidos mediante los medios de comunicación, el exceso de lecturas, las nuevas tecnologías… en definitiva, mediante todo aquello que satisface nuestros sentidos ávidos de sensaciones que, creemos dan sentido a la vida. La soledad en la comunidad, que nos asegura el silencio, tiene como finalidad crear espacios verdes –algo de lo que adolecemos y en cierta medida tememos por ser desconocido– para promover y favorecer la atención del corazón.

Además, el silencio, está íntimamente relacionado con el buen uso de las palabras. Lo que soñamos, sentimos y somos, lo mostramos por medio de las palabras. Las palabras no son sólo sonidos o símbolos escritos. Constituyen la capacidad que tenemos para expresar, comunicar y crear los acontecimientos de nuestra vida.

“Si algo se puede decir del silencio sin deformarlo, sin traicionarlo, es sencillamente que está más allá de la palabra, de la idea, de una imagen, más allá de un proyecto o de una norma. Está más allá de lo periférico, más allá del ego. Más allá del desierto, incluso. El silencio es un territorio íntimo, un territorio sin tornas, sin mojones. El silencio es siempre lo desconocido, lo inmaculado, lo de dentro, lo que no conoce imitaciones” (José Fernández Moratiel).

El silencio precisa ser sostenido por un ambiente externo que lo ampare para no caer en la trampa de una visión dualista que solamente tiene en cuenta el silencio interior. El silencio no es un fin en sí mismo. Tampoco es, solamente, un puro ejercicio ascético. Nos valemos de él para la búsqueda del rostro del Dios vivo. El silencio es un valor. Tenemos, pues, que enfocar la vivencia del silencio desde la perspectiva correcta: desde el lado en el que se sitúa aquel que ha recibido un don por pura gracia para vivir su propio carisma. Cuando alguien se siente abocado a habitar consigo mismo es porque ha sido invitado por el Santo Espíritu de Dios. Y todo don lleva implícita una tarea; don y tarea son inseparables, van juntos siempre de la mano. Buscamos el silencio, necesitamos espacios verdes, deseamos la soledad, porque intuimos que en el silencio habita el Silencioso, el Absoluto, el Inefable.

Para sanar nuestra memoria enferma

–que oculta nuestro rostro originario– necesitamos del silencio, y expresamente lo buscamos, porque hay muchos ruidos que impiden la memoria Dei, la búsqueda de Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas, con todo el ser. Ruidos que son pensamientos de toda clase, sentimientos, emociones, imaginaciones, fantasías, recuerdos, etc. Ruidos que refuerzan los prejuicios, las comparaciones, los resentimientos de la memoria enferma. Ruidos que interfieren la comunicación verdadera con los hermanos, porque impiden reflexionar, dejándonos a merced de nuestras compulsiones. Ruidos que nos impiden vivir con atención y vigilancia, a la escucha de las mociones del Espíritu Santo.

Vivir el silencio como un valor orientado a la escucha del Silencioso, requiere empezar a construir la casa desde abajo, y no desde el tejado. Por eso es imprescindible poner unos medios, de lo más externo a lo más interno, que nos ayuden a cimentar la casa sobre roca:

 

Comenzar por lo más exterior:

callarse

Hay que empezar callándose. Es la forma más externa de abordar el problema de la verborrea, de las palabras superficiales y de tantas reacciones descontroladas y compulsivas como tenemos por falta de silencio y reflexión. Estamos  acostumbrados a ser irreflexivos, a no pararnos unos instantes antes de decir una palabra.

Pero esto no significa que hagamos del callarse un absoluto; callarse es solamente un medio. Sería una pena pensar que el silencio es solamente mutismo, cerrar la boca. Si cerramos la boca no es por misantropía, sino para dar paso a la propia escucha, a la reflexión; para ayudar a poner en orden nuestros ruidos, para expresarnos desde el Cristo interior que nos habita. Es prácticamente imposible empezar a intuir lo que es el silencio interior sin antes saber callarse.

El recogimiento de los sentidos

Los sentidos son los receptores corporales a través de los cuales percibimos el mundo que nos rodea: aquello que se puede captar por la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Los estímulos que recibimos del exterior y que son captados por los sentidos, generan unas sensaciones agradables, desagradables, placenteras, dolorosas, etc., que van a ser filtradas por el cúmulo de grabaciones que residen en la memoria. Las sensaciones no caen en una tábula rasa, sino que van a ser seleccionadas y manipuladas por el filtro de nuestra memoria enferma, desde la que vamos a repetir más de lo mismo, es decir, las interpretaciones insanas, de una manera, además, automática: juicios condenatorios, proyecciones, prejuicios, etc.

Por eso, si lo que pretendemos es modificar el filtro –sanar la memoria enferma–tendremos que comenzar por no darle combustible para que no trabaje, porque, si se lo damos, va a producir lo único que sabe, lo que ha hecho durante toda la vida. Es tal la inseguridad psicológica que tenemos, que ello nos obliga a estar continuamente pendientes del exterior, algo así como si tuviéramos un radar encendido a la búsqueda del alimento cotidiano, como si tuviéramos las antenas listas a la caza de cualquier movimiento. Somos como esponjas que lo absorben todo, pendientes, por inseguridad, de mantenerse empapadas por todo lo que ocurre en el entorno. Y lo cierto es que esta extraversión hace más mal que bien, por lo dicho acerca del filtro condicionado de la memoria enferma.

Por lo tanto, es conveniente no dar trabajo a nuestro reproductor enfermo. Es necesario el ayuno de los sentidos: no ver, no oír, no oler, no gustar y no tocar. No buscar ocasiones de provocar un agravamiento y una postración de la memoria enferma. Es imprescindible, en algún momento de nuestra biografía, un ayuno radical de los sentidos; es una terapia de choque irrenunciable. Recogimiento de los sentidos que se hace desde la perspectiva de lo que buscamos, de nuestro deseo fundamental, y esto es esencial no perderlo nunca de vista; ayuno de los sentidos como medio que ayude a conseguir el fin que anhelamos: el silencio interior como alimento necesario para la sanación de la memoria, para ser menos dependientes, para curar los prejuicios, las adicciones, los juicios, etc.

Decía Sta. Teresa de Jesús que el molino muele aquello que le echas. Si a mi molino, a mi cabeza, a mi memoria le doy a comer demasiadas sensaciones externas, entonces lo que va a moler es disipación, distracción y dependencia externa. Como además la memoria está enferma, va a producir negatividad y mentalidad vieja, repitiendo incansablemente los mismos patrones. Por otra parte, éste sería el momento adecuado para discernir si qué lecturas, relaciones, ocupaciones, tareas, etc., le convienen a cada uno en su proceso de sanación.

Es importante recordar una vez más, que no se debería entender esto como una norma externa, sino como un medio ascético para disciplinarse desde la opción fundamental, desde la sed de libertad, desde la decisión de conseguir lo que realmente se quiere y desea, que es la sanación de la memoria para poder habitar consigo mismo.

 

Atención a lo interior

Cuando pongamos por obra el callar y el recogimiento de los sentidos, facilitaremos entonces el estar atentos a lo interior y seremos más conscientes de los ruidos que nos habitan. Es muy probable que al estar volcados hacia el exterior, ignoremos qué es lo que nos ocurre por dentro.

Contrariamente a lo que pudiéramos suponer, cuando prestamos atención a lo interior, nos encontramos con la desagradable sorpresa de que hay muchos más ruidos de los que esperábamos. Vamos a ver lo que tenemos dentro de casa, y vamos a descubrir muchísimas cosas que no van a gustarnos absolutamente nada. Da la impresión de que éstas se multiplican, pudiendo, incluso, provocarnos un enorme rechazo por lo insoportable que puede llegar a ser tanta sorpresa desagradable. Es la hora de poner nueva verdad a nuestra vida. Se nos ofrece la oportunidad para tomar conciencia de lo que hay en nosotros, ver y padecer sin defensas cómo salen del armario nuestros dueños y señores, esos sentimientos hondos de vergüenza, vacío, miedo, desamor… que nos ahogan y condicionan, y que tienen hambre y sed de ser sanados, amados y aceptados incondicionalmente.

En definitiva, el silencio nos pone en una disposición de escucha para saber qué ruidos nos habitan y qué es lo que hay en nuestro interior. Nos ayuda a dar un giro fundamental en la orientación de nuestra mirada que ahora se dirige hacia uno mismo, lo cual, por una parte, predispone a no depender del exterior y, por la otra, motiva una fuerte pasión por lo interior.

Con la atención a lo interior, nos adentramos en un mundo nuevo y desconocido, un mundo verdaderamente apasionante; pero nos metemos de lleno en la misma boca del lobo. Con la memoria Dei y con la atención a lo interior hacemos la peregrinación al corazón, al rostro originario, al lugar íntimo donde reside la verdad más auténtica, donde habita el Espíritu Santo. Habitar consigo mismo, habitar en la casa de Dios. Es una senda áspera y dura, como el camino por el desierto. Se apoya en la escucha y en la rumia de la Palabra de Dios como en dos muletas que conducen al encuentro con el Maestro interior, el Crucificado-Resucitado.

Una historieta: Cierto día, Dios estaba cansado de las personas. Ellas estaban siempre molestándolo, pidiéndole cosas. Entonces dijo: “Voy a irme y a esconderme por un tiempo”. Entonces reunió a sus consejeros y dijo: ¿Dónde debo esconderme?

Algunos dijeron: “Escóndase en la cima de la montaña más alta de la tierra”. Otros: “No, escóndase en el fondo del mar. No van a hallarlo nunca allí”. Otros: “No, escóndase en el otro lado de la Luna, ése es el mejor lugar. ¿Cómo lo hallarían allí?”.

Entonces Dios se volvió hacia el más inteligente de sus ángeles y le inquirió: “¿Dónde me aconsejas que me esconda?”.

El ángel inteligente, sonriendo, respondió: “¡Escóndase en el corazón humano! ¡Es el único lugar adonde ellos no van nunca!”.

¡Bella historia! Sencilla, sabia y muy actual.

Puede ser francamente duro y doloroso tomar contacto con los ruidos que nos aturden: pensamientos, sentimientos, actitudes, miedos, adicciones, juicios, complejos… todo lo que constituye nuestra sombra, todo lo que no nos gusta de nosotros mismos y que rechazamos de plano. No podríamos adentrarnos por el desierto, si no es porque somos llevados por el Espíritu Santo. Los signos que certifican que es Él quien nos conduce y guía son la necesidad y el anhelo de purificar la memoria, esta memoria que tanto nos hace sufrir por estar enferma y, que, de una vez por todas, queremos sanar.

La atención a lo interior requiere unas condiciones sin las cuales la empresa en la que nos introducimos estaría abocada al fracaso:

  1. a) Para empezar, la atención a lo interior requiere una actitud básica por la que se está totalmente dispuesto y abierto para ver y observar todo lo que acontezca. Para lo cual, necesariamente la atención debe estar marcada por la cruz, en el sentido de estar disponible a encontrarse con muchísimas cosas que no me gustan y que me provocan rechazo. Solo puede comprenderse semejante actitud como un don de la gracia de Dios. Si no, ¿por qué habría de estar dispuesto a contemplar cosas tan feas y desagradables?

Si con el ejercicio de la atención pretendo solamente buscar consuelo, entonces la sombra se hará aún más insoportable. Sin embargo, si estoy dispuesto a ver lo feo, lo desagradable, lo que me produce rechazo, posiblemente descubriré en mí una capacidad desconocida: que la sombra tiene menos fuerza de lo que a primera vista pensaba. Habitualmente sufrimos porque no queremos sufrir, de tal manera, que cuando nos organizamos para no sufrir, sufrimos por el miedo a sufrir. O sea, que hay que abrazarse a la cruz de Cristo, vencedora del mal y de la muerte. Como decía Tony de Mello: “Si te gustan, las cosas son como son; y si no te gustan, las cosas son como son”.

  1. b) Son necesarios también tiempos y lugares exclusivamente dedicados a la escucha y a la observación de los ruidos. Es preciso prestar atención en todo momento: conocerse en el silencio, en el trabajo, en la oración, en la misión, en las relaciones fraternas, familiares y sociales, etc. Pero será muy difícil adquirir esta destreza en todos los momentos a lo largo de la jornada, si antes no cultivamos la atención en momentos concretos en los que solamente nos ocupemos de esto.

Ese tiempo dedicado expresamente al ejercicio de la atención, nos ayudará a ser conscientes de que los ruidos que tenemos pertenecen al pasado o al futuro. Veremos cómo nunca o casi nunca vivimos lo que tenemos que vivir, el aquí y el ahora, porque los pensamientos pertenecen siempre al pasado o al futuro. Los recuerdos y la imaginación nos apartan del momento presente, del discurrir de la vida, de la manifestación de Dios que es de instante a instante.

El pasado y el futuro nos atascan, nos paralizan, nos impiden caminar ligeros de equipaje, volar, atender al Señor que hace nuevas todas las cosas. Se trata de estar presentes a lo que, en cada momento, pensamos, sentimos o hacemos. Una breve historia:

Un famoso gurú se iluminó. Sus discípulos le preguntaban: “maestro, ¿qué consiguió como resultado de su iluminación? ¿Qué le dio la iluminación?”.

El hombre respondió: “bien, voy a contarles lo que ella me dio: cuando como, como; cuando miro, miro; cuando escucho, escucho. Eso fue lo que ella me dio”.

Los discípulos replicaron: “¡pero todo el mundo hace eso!”.

Y el maestro se rió a carcajadas: “¿todo el mundo hace eso? ¡Entonces todo el mundo debe estar iluminado!”.

La cuestión es que casi nadie hace eso, casi nadie está aquí, vivo.

  1. c) Escuchar y observar los ruidos. Inquirir sobre el origen de los pensamientos, de los sentimientos, de las emociones, de los celos, de los miedos, de los prejuicios, etc. Ver cómo se generan y cómo van tomando consistencia. Observar: sin rechazarlos, sin enjuiciarlos, sin condenarlos, sin seleccionarlos, porque, de no hacerlo así, estamos manifestando que no deseamos saber lo que nos habita, la enfermedad que tanto nos duele y que no nos permite fluir con la libertad de los hijos de Dios.

Atrevernos a ver que la enfermedad está ahí, ponerle nombre con valentía, e invocar el nombre redentor de Jesús implorando su misericordia, para que Él acuda en ayuda de nuestra debilidad. Confiar absolutamente en aquel pasaje tan bello de la carta a los Romanos: ¿quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Dificultades, angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada? Dice la Escritura: “Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza” (Sal 43,23). Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8,35-39).

Jesús es el que vino a sanar a los enfermos; el Señor de la gloria que descendió a los infiernos: dice la escritura: “Subió a lo alto llevando cautivos, dio dones a los hombres” (Sal 67,19) ¿Qué significa ese ‘subió’ sino que también ha bajado a esa tierra inferior? (Ef 4,8-9). Pero el Señor solamente puede curar aquello que le presentemos para ser curado.

  1. d) Atención en todo momento, especialmente en las relaciones interpersonales. Aprender a conocernos en la relación con los demás es un privilegio de la vida comunitaria. Los otros son como espejos en los cuales puedo verme reflejado. Aprender por qué reacciono de esta o aquella manera, cómo surge este problema, de dónde arranca este ataque de cólera, por qué estoy contristado, por qué siento celos, etc. Es principio de sabiduría conocerse a uno mismo. Conocerse a sí mismo en la presencia del amor incondicional de Dios; por eso es tan importante el gemido del nombre del Señor en todo momento y circunstancia.

El objeto de la atención es uno mismo. No interesan los demás, sus defectos o faltas. Lo importante es conocernos a nosotros mismos en relación con los demás. En este sentido, sí que me interesa saber por qué “yo hago problema” de que esta o aquella persona tenga esta reacción, o esa actitud, o aquel comportamiento. Por qué fulanito tiene tanto poder sobre mí; a qué se debe que permita a menganito entrar dentro de mí, hasta “colarse en la cocina”.

Me entusiasma esa sentencia que reza: Es más fácil calzarse unas zapatillas, que alfombrar toda la tierra. Para una oración profunda, para una atención productiva, para pasar por la vida siendo testigos de un amor mayor, servicial y realista, es imprescindible cultivar esta actitud de calzarse las zapatillas. Es demasiado pretencioso y además frustrante querer alfombrar toda la tierra. Pero cuando somos capaces de calzarnos unas zapatillas, vamos alfombrando lo que pisamos. Cuando aprendo a habitar conmigo mismo, aprendo también a habitar con los demás, siendo, sin ni siquiera pretenderlo, un agente evangelizador y trasformador de la realidad, un “místico de ojos abiertos”.

 

Preguntas para la oración y reflexión:

1.- ¿Anhelo los espacios verdes que me permiten habitar conmigo mismo?

2.- En mi comunidad,  ¿tenemos conciencia de esta necesidad fundamental?

3.- ¿Qué lugar ocupa en la estructuración de mi horario?

4.- ¿Cuál es mi práctica diaria?

5.- ¿He comprobado que habitar conmigo mismo me capacita para habitar con los demás?