Propuesta de Retiro de Enero

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«CENTINELA, ¿CUÁNTO QUEDA DE NOCHE?».

Volver a esperar la mañana…

Volver, volver, volver…

¿Adónde volver en este tiempo nuestro tan inclemente? ¿Podremos volver a empezar con algún atisbo de novedad este año (¿nuevo?) 2014? Siempre me conmueve que comencemos el año esperando algo nuevo y mejor para nuestra recortada vida.

Soñamos que no se repetirá el índice de paro juvenil que tanto nos desgarra, que tendremos un ambiente social más sereno y menos crispado, que no seguiremos desangrándonos por la política de corrupción y los coletazos de esta crisis (¿o hay que llamarla estafa?) que nos ha dejado tan desesperanzados. Soñamos…

¿Adónde volver la mirada? Cuando el horizonte de expectativas se nos deteriora tanto, cuando la esperanza languidece en nuestros corazones, cuando nadie parece desear ardientemente una vuelta a la justicia y la solidaridad, ¿adónde volver?

Volver a la vida cotidiana

¡Volver… a tus brazos otra vez! En tiempos de desconcierto y desesperanza el lenguaje de la vida cotidiana es el referente más adecuado para situar el discernimiento de las señales de Dios que se producen en nuestra alma humana. Volver a los brazos de aquellos de donde nos hemos marchado por inadvertencia o por soberbia.

Es en los contextos cotidianos en donde mejor podemos expresar las vivencias tan duras del corazón que nos lastiman tan crudamente, y esperar una caricia sanadora. Los brazos que nos acogen, que nos esperan, que nos están llamando a la reconciliación del abrazo fraterno y amante.

El saber cotidiano nos suele parecer poco apto, poco discernido en comparación con los lenguajes de los expertos. ¿Cómo comparar el saber cotidiano con los lenguajes de la economía, la política o la sociología? Y sin embargo, éstos se convierten fácilmente en ideologías y no nos dan las claves para vivir con esperanza, sino que frecuentemente nos hunden en la miseria.

Los fenómenos de ese espacio íntimo de las personas en el que se rompe el espejo de lo meramente descriptivo y aún reflexivo, y se intenta inquirir más adentro y ampliar los ámbitos desconocidos del yo, son mucho más comprensibles y aceptables en el ejercicio del saber cotidiano.

Cada una de sus características cuadra bien con una experiencia que se supone original, pero que tiene una matriz muy común; que no busca justificación porque vive de su misma obviedad inmediata, y que se caracteriza por ser propiamente del sujeto.

Cuando las gramáticas del análisis social, o incluso de la interioridad, están en crisis, precisamente por inadecuadas, es posible que el lenguaje cotidiano nos aporte otros raíles por donde hablar de la inclemencia de nuestro mundo y hasta de la doliente intimidad del ser humano con su Dios.

Los climas cotidianos de la desolación

En la ciencia del corazón es una referencia obligada recurrir a la clásica distinción de los climas espirituales de la consolación y la desolación. Es frecuente que la primera experiencia de intensificación de la interioridad nos descubra un mundo de sensibilidad bastante alterado.

El contexto de crisis provoca resistencias, y los apegos afectivos nos producen un estado interior de inestabilidad, cuando no de verdadera inquietud interior. Y ello provoca un cierto rechazo inicial a los que se quieren adentrar en esta aventura.

La desolación es un momento y un estado del espíritu. Es la percepción subjetiva de que no hay salida. En medio de tanta injusticia sólo podemos ver los obstáculos e impedimentos en la experiencia de la compasión de Dios. Es un momento de especial influencia del Enemigo, porque se nos presenta cómplice de la debilidad humana y de nuestra fragilidad emocional.

Pero, aunque no lo parece, Dios está presente en la desolación y sostiene nuestra oración y nuestra esperanza desde el silencio. Enfrentarse a ella y diagnosticarla es imprescindible de cara a poner orden y asegurar una cierta paz que, más tarde, puede ser un motivo para su discernimiento.

Descubrir un estilo de vida más digno

En el ambiente más bien frío, desde el lugar incómodo de nuestra cultura excluyente e insolidaria, el rastro de Dios se hace más borroso e indefinido. No es del todo una tierra yerma para las experiencias interiores, pero sí poco fértil, lo que lleva consigo una mayor necesidad de atención y discernimiento.

Es en estos contextos donde el cristiano posmoderno debe encontrar un estilo capaz de adaptarse a una cultura ambigua y ambivalente. Y donde debe asumir su vocación y redefinirla en un nuevo lenguaje del amor y del perdón, en el corazón de la vida, en el camino privilegiado de la experiencia humana.

Debemos saber acoger las nuevas formas de espiritualidad mundana, que no son impermeables al misterio, pero que nos abocan a caminar sin demasiados mapas, a tener que hacernos nosotros mismos el camino marcando con muchas dudas los pasos sucesivos, a descubrir los signos de la presencia del Indecible y a inventar las palabras nuevas que nos lo hagan próximo sin perder la fuerza de lo numinoso.

Descubrir un estilo de vida más digno, para poder volver a mirar los ojos de los que nos esperan, sin temor ni vergüenza, porque aquellos a los que hemos despojado y hasta violentado, son nuestros jueces y su sentencia es la vuelta a la casa, al banquete familiar y la nueva alegría de la fraternidad recobrada.

Del desierto sólo se sale entrando más adentro

No hay salida del desierto sin entrar dentro de él. Aquel que no mantiene el rumbo se desorienta y se pierde. Fijando la mirada en el mismo punto y no temiendo a la aparente sequedad aprendemos a penetrar en el conflicto, tanto personal como social y comunitariamente, y hacerlo con el respeto y la paciencia necesarios para que la impotencia ante lo inevitable no desmorone la energía del compromiso que se nos solicita y también se nos exige.

No podemos olvidar que la exclusión que generamos con nuestros silencios, y nuestra complicidad con la injusticia y el mal, es un lugar que se nos va instalando en el corazón. Excluimos de nuestro mundo a los que hemos desahuciado primero de nuestro cálido ámbito interior.

Para leer con fe los signos cotidianos en medio del conflicto es necesario volver a ese lugar con la certeza de que el encuentro con Dios es descubrir una huella en los entresijos del alma humana, una herida que se nos hace a la vez insoportable pero también deseada, en lo íntimo del corazón.

Es desde ahí como podemos rehacer los signos del reinado de Dios. Con otra práctica, mucho más alternativa, Dios irá siendo para nosotros un nuevo lenguaje. Y los signos no son sólo señales que la realidad nos hace, sino también marcas que vamos dejando con nuestras buenas prácticas cotidianas.

Prestar atención a la fe como una forma de vida

Demandar otras prácticas entre los cristianos (buenas prácticas) nos hace comprender que lo que cuentan no son solamente los contenidos con los que intentamos llenar de significado el nombre de nuestro Dios, ni siquiera su modo más adecuado de presentarlos, sino el hecho mismo de que es padre.

Es necesario sobre todo dar una atención mayor a la fe como filiación a un hogar común de todos. Deberemos volver a su gramática interna, a la forma de vida que, adherida a ella, la proveen de un nuevo sentido para las personas que compartimos cada situación que vivimos.

En los modos de decir la experiencia inefable de Dios, en medio de la crisis de confianza en la que vivimos, se debe distinguir entre el contenido de la fe creída y el mismo hecho de la fe comunicada. Dios actúa por su palabra y sólo se puede experimentar allí donde su palabra es reconocida. La revelación de Dios no comunica fundamentalmente cosas, sino que se comunica a sí mismo y nos pide con urgencia una respuesta. Al tú a tú de este encuentro entre ambos.

El evangelio sólo lo es tal, es decir palabra de gozo, en la fe, cuando la Escritura se vuelve Palabra, según pensaban los antiguos Padres orientales. Allí donde es reconocida y creída. La fuerza de la revelación es Dios mismo operando creyentes. Es el hecho mismo de dar a luz a sus fieles, de suscitar un ejército de vivientes de aquel montón de huesos secos sobre el que profetizó Ezequiel.

Descubrir a Dios en el reverso de la historia

En los tiempos que nos ha tocado vivir, en el seno de contextos desolados de nuestra cultura, tenemos que acostumbrarnos a descubrir a Dios en el reverso de la historia. Porque esta historia nuestra no es la tierra esperada que mana leche y miel, sino el barro en el que la sangre del hermano clama a Dios desde sus terrones agrietados.

Los tiempos que vivimos nos están mostrando no solamente los ingentes esfuerzos de racionalidad y moralidad de la historia humana en los últimos siglos, sino también la alienación del mismo proyecto de progreso, y la explotación y marginación de muchos intentos emancipadores seguramente bienintencionados.

Como nos decía ya hace algunos años Alfonso Álvarez Bolado (maestro de muchos, que nos ha dejado este verano a más de uno huérfano) a la modernidad “se le ha visto el trasero”. Y detrás de la opulencia que nos mostraba cuando se nos acercaba prometedora, como una oronda matrona, hemos podido descubrir también el rastro de porquería humana y de miseria moral que ha ido dejando tras de sí.

La imagen me impresionó cuando la escuché como una voz profética por primera vez y he debido recordarla muchas veces desgraciadamente a lo largo de estos años. Descubrir a Dios en todos aquellos que van quedando en las otras orillas de nuestros mares, en las cuchillas afiladas de las alambradas de nuestras fronteras.

Leer sabiduría en la necedad: mostrar lo impresentable

Entonces la elocuencia del cristianismo pasa por mostrar lo impresentable de la modernidad. No temer presentar lo impresentable: presencia ausente de Dios, en el grito y el lamento, en la manifestación pública de narraciones límites: las del pecado personal, las de la injusticia perpetrada contra los inocentes, las del desamor doliente de las traiciones amorosas, las de la exclusión de los que, por desgracia, son apartados porque están de más, porque sobran: relatos privilegiados del reverso de la historia.

La teología de todos los tiempos ha estado llamada a dar cuenta de la sabiduría de la Cruz. En estos contextos desolados que estamos viviendo, esta sabiduría nos previene sobre la pretensión de la razón de explicarlo todo, de poner la promesa en la eficacia humana, de construirnos nuevos ídolos o guiarnos por actitudes pesimistas y desesperanzadas.

Optar por la gloria de este mundo o por la gloria de Dios: esta es la disyuntiva. Todos los creyentes de hoy somos deudores de una theologia crucis, no sólo como memoria del atroz suplicio del inocente Jesús, sino, sobre todo como un modo de mostrar lo impresentable del mundo que hemos construido entre todos.

Es este compromiso con la elocuencia de la cruz lo que nos obliga a narrar la memoria del oprimido, a recordar que el sujeto de ese reverso de la historia es el otro, los otros no reconocidos, silenciados, anulados… No tener miedo en expresar la vergüenza que sentimos ante episodios como los vividos en el mar de Lampedusa, o en las vallas de Melilla…

La consolación en un contexto de exilio

“¡Consolad, consolad a mi pueblo!” (Is 40,1). También en los contextos cotidianos del exilio la consolación tiene sus propios lenguajes para expresar la densidad de la experiencia que mal vivimos. Como necesita el niño ser consolado por su madre, cuando lo acoge en su regazo y le protege de los terrores nocturnos.

Sus caricias, su voz, son los lenguajes del afecto, de la compasión, del amor y el deseo. En el contexto de la crisis los lenguajes de la consolación configuran un nuevo paradigma para la experiencia de la fe: vivimos en el exilio, como el pueblo antiguo estamos deportados a Babilonia. Pero no estamos solos, nuestra Madre Dios nos acompaña.

Con el lenguaje del deseo lo que anhelamos es alcanzar lo inalcanzable de Dios. Es soñar entre sus brazos con un regreso a la otra tierra, a la nuestra: justa y feliz. Incluso en el exilio el deseo es siempre lo insobornable, lo que nos urge frente a todo lo imposible, lo que palpita y ahonda las preguntas hasta hacer saltar por los aires las certezas que consideramos más estables en nuestra vida.

Si nos aprestamos a dejar un hueco al deseo, entonces nos referimos al hecho de que el corazón es capaz de alcanzar a Dios, pero como lo incognoscible amado, lo inalcanzable deseado. Y decir esto es algo muy distinto de decir que no lo alcanza de ninguna manera.

Esto es así porque el conocimiento de Dios es un asunto de relación amorosa, y por tanto de desmesura. Conocemos cuando en realidad reconocemos. Conocemos al que previamente nos conoce. No podemos conocer a Dios como conocemos la realidad mundana, sino como conocemos a las otras personas, es decir, cuando nos sentimos invitados y seducidos por ellas.

Palabras de consuelo desde una nueva realidad

Sus palabras de consuelo son una invitación a soltarnos y a construir de nuevo la esperanza. Es desde ahí como saboreamos afectivamente la salvación y la gratuidad de Dios en la inclemencia de nuestros días. A Dios lo conocemos como lo desconocido al que invocamos, la marca a la que pertenecemos, la divisa de nuestra entrega a la vida.

La relación con Dios y la experiencia de su amor desbordante se nos aparece a partir de una presencia que nos invade y nos posee y que, de una manera paradójica, poseemos interiormente; que ilumina nuestro modo de estar presente a nosotros mismos, a los demás y al mundo: ¡que nos consuela!

No sólo no nos hace perdernos en una identidad prestada, sino que nos hace ser lo que somos en una plenitud inusitada que se nos regala en su presencia amorosa. Somos lo que somos ante Él, ante su favor, y por eso nos sabemos sus hijas e hijos, sus predilectos, sus herederos, casi casi… sus dioses.

Esto significa que vivimos una realidad nueva, llamados a experimentar una transformación de nuestro ser de carne, que creará también una nueva relación con el mundo y con los hermanos y nos proporcionará un nuevo lenguaje: el de la compasión de Dios.

Esta manera nueva de ser nos irá prestando una serie de prácticas, un estilo de vida en el que nos reconocemos ante cualquiera marcados por la novedad, diferentes en cierto modo a otras maneras de ser, llamados a la felicidad y al favor de Dios entre sus criaturas.

Reformular la salvación en el lenguaje de la espera

Estamos comenzando a elaborar un nuevo lenguaje para decir la salvación en nuestra época desencantada y falta de futuro: la consolación desde el exilio. Como el Pueblo de la Biblia, también nosotros estamos en Babilonia, fuera de casa, inmigrantes, pero a la vez, con fuerza en las manos y esperanza en la mirada como para saber que podemos ayudar a recuperarla en los hermanos e intentar curar las dolencias del pueblo. Y como los profetas de Israel, sentimos que nos quema dentro una palabra de ánimo, de vuelta al Señor, de consolación y solidaridad.

También nosotros, que con actitud vigilante escrutamos las primeras luces del alba, nos preguntamos unos a otros como el profeta a los que vigilan en la muralla:”Centinela, ¿cuánto queda de noche?”. Y la respuesta repetida es un estímulo: “Vendrá la mañana y otra vez la noche. Si queréis preguntar, preguntad, ¡venid otra vez!” (Is 21,11-12).

Estamos siempre vigilantes, a la espera del día del Señor. Y, en este tiempo de noche, el primer imperativo de la esperanza consiste en no dejarse derrotar por la enorme fuerza de negatividad acumulada en el destierro y la sensación de impotencia junto a los ríos de Babilonia. La nostalgia se puede hacer canción y la tristeza negarse al hacerla salmo.

La prohibición de hacernos imágenes de lo que esperamos nos obliga a caminar entre la certeza de la promesa y la perplejidad de los medios que están a nuestro alcance. Además hemos descubierto, no sin costos, que hay una íntima conexión entre los esfuerzos por hacer brotar la esperanza y la solidaridad con los sufrientes. La solidaridad es el alfabeto mismo de la esperanza, su gramática. Y por eso nos hemos convencido de que debemos adecuar nuestra tarea liberadora al ritmo de las víctimas de la historia.

Dejémonos tocar por la mano que nos cura!

La pobreza se ha generalizado en nuestro tiempo y la dolorosa experiencia de una época perdida ha dejado muchas heridas. Heridas muy profundas del corazón. Pero no hacemos un juicio negativo del presente. Hay en él una carga profética de denuncia: el desarrollo y el progreso no nos han hecho más felices y el compromiso con el cambio no puede dejarnos sin valorar el presente.

Necesitamos dejarnos tocar por la mano que nos cura, que nos enseña a gustar el gozo de vivir de nuevo. En los contextos cotidianos en los que vivimos se nos está invitando a ayudar a salvar a las personas como tarea fundamental. A lo que se nos convoca en los albores del nuevo milenio es a resanar a los sujetos desde dentro, desde sus heridas más íntimas y a posibilitar de este modo su futuro.

Más que la sensibilidad de la denuncia, que es muy necesaria y a la que estamos muy afectados, necesitamos desarrollar una sensibilidad samaritana que, como Jesús, se acerque a vendar las heridas y curar las enfermedades y dolencias del pueblo (Mt 4, 23 y 10 ,1).

Nuestra generación, por el descubrimiento del corazón, tiene buena base para conectar con este Evangelio sanador. Nos falta sensibilidad profética, y sobre todo sapiencial, para conectar con este mundo desolado que también tiene derecho a experimentar un nuevo susurro de salvación.

¿Sabremos reavivar la esperanza en tantas hermanas y hermanos nuestros con el cuerpo y el corazón herido? ¿Tenemos una palabra de aliento y de consuelo para tanta gente?

PARA ORAR EN LA INCLEMENCIA

“Centinela, ¿cuánto queda de noche? ¿Vendrá la mañana y otra vez la noche. Si queréis preguntar, preguntad, ¡venid otra vez!”.

En negra noche, se nos acaba la luz de la esperanza.

Huérfanos a la espera de una mano tendida, de un beso en la frente del corazón.

Se nos urge a salir, pero sólo un halo de luz despunta por el nuevo horizonte desolado y frío.

Queremos volver a encender la hoguera de nuestra fe, aunque sea a costa de quemar las ramas viejas del desencanto.

¿Adónde volver nuestra mirada? ¿A qué abrazos volver que no sean los tuyos?

Deseamos volver a tus brazos, espíritu maternal, a tus caricias que nos serenan el hondón del alma, que nos llaman a abrazar otra vez siempre y de nuevo a nuestro hermano.

Volver a las palabras que nos aquieten y nos desestabilicen, que nos protejan el corazón y nos lleven a descubrir los signos del Indecible.

Es un estilo más digno de vida el que anhelamos.

Despojo de lo inútil que nos presente, en medio del conflicto en que vivimos, una tarea nueva, un grito palpitante de gozo en la garganta: tierra reseca y agostada.

Al desierto nos vamos con el canto doliente de los que son expulsados de nuestra tierra, pero con ellos dispuestos a ir más allá, a deshacernos de la codicia estéril, del hipócrita llanto.

Nos echarán en cara que presentamos lo que no se quiere ver, lo que molesta, los jirones de la sabiduría necia, para narrar historia que no nos avergüence.

La elocuencia del mar de Lampedusa, los huecos del deseo de nuestras vallas de miseria y de miedo, que nada nos protegen.

Nos dejaremos curar, sí, dejaremos que tu mano nos toque y que la piel se renueve a tu caricia, que se abran nuestros ojos muertos.

Y aquí estamos: temblando y clamando a ti mientras queremos, como Adán, tapar inútilmente nuestras vergüenzas…