PROPUESTA DE RETIRO ABRIL

0
2501

21--Xavier-Quinzá-AbrilEN PRIMERA PERSONA: ACTOS DE COMPASIÓN

Volver a contemplar la Pasión del Señor

“Enséñame el Padrenuestro…”

-“Enséñame el Padrenuestro. He querido rezarlo, pero no me acuerdo…”. El que así me hablaba era Angelote, un muchachote grande con mirada de niño y el vientre hinchado que me miraba fijamente desde la cama del cuarto piso del Ramón y Cajal. Antiguo drogodependiente, con el hígado deshecho, porque se había metido de todo en el cuerpo, con algunos líos judiciales, y afectado por el VIH en cuarta fase, o sea con muy poco tiempo de vida por delante.

Me quedé un instante mirando sus ojos teñidos de amarillo, que irradiaban como otras veces una dulzura casi infantil, le tomé la mano y le dije:

-Y, ¿para qué quieres aprender ahora el Padrenuestro, Angelote?

– Porque así, cuando me muera podré rezarlo y no sufriré tanto.

Lo decía con ese candor sencillo que la mala vida no había podido arrebatarle. Y también con un poco de picardía. Sonriéndome, añadió:

– Si no, cuando llegue allá arriba, ¿qué voy a decirle?

– Tú no tendrás que decirle nada, – le contesté para tranquilizarle – Él te lo dirá a ti.

– “¡Eso! -sentenció- ¡y yo me voy a quedar callado…!”

Se lo enseñé. Lo repetimos una y otra vez como quien aprende algunas frases hechas en inglés para poderse valer al bajar del avión y no hacer el ridículo. Pero a medida en que íbamos repitiendo las mismas palabras de Jesús, me iban quemando por dentro hasta humedecerme los ojos. Y se me iba desvelando poco a poco un misterio muy hondo que ningún libro de teología había sido capaz de mostrarme.

Angelote me mostraba el rostro más escondido y tierno de Dios. El padre al que se le estremecen las entrañas cuando ve a su hijo a lo lejos, y corre a cubrirlo de besos. Me sentí tan extrañamente conmovido de que hubiera podido intuir que sólo con las mismas palabras de Jesús podemos hablarle a Dios, que ahora, cada vez que lo rezo me parece que estoy haciéndolo con su voz y su sufrimiento callado. Siento que me enseñó él el sentido de las palabras, como si hasta ese momento yo jamás lo hubiera dicho bien. Fue Angelote el que me enseñó a mí a rezar el Padrenuestro y no yo a él.

De aquella recaída se recuperó. Pero cuando murió, sin molestar a nadie, algunos meses más tarde, yo no estaba a su lado. Y pensé que el haber convivido con él algún tiempo, el último de su vida, habría sido para mí un gran regalo. Lo que los entendidos no comprenderán nunca, lo que los profesores no sabemos mostrar, se les ha desvelado a los sencillos. Y me alegré por la vida de Angelote, y por el mucho amor que Dios le dio y por la frescura de su corazón con que supo contagiarnos a todos.

 

Rasgos del encuentro compasivo: gratuidad, proximidad, hondura

El campo de la compasión es el encuentro personal. Cuando dos seres humanos deciden romper las barreras que les aíslan y salir hacia el otro. En el encuentro se establecen relaciones que cambian las posiciones de salida, unos y otros nos intercambiamos nuestros lugares vitales y las claves de la existencia quedan reforzadas. Ahí es donde se abren espacios a la compasión.

El primer rasgo del encuentro compasivo es la gratuidad. Nunca tenemos nada que ofrecer a cambio. No se genera una situación de beneficencia o de patronazgo. Se da porque sí. Muestra un “exceso” de amor, que no se mide. La compasión no brota necesariamente del desinterés, pero lleva siempre a él. No es nunca una actuación necesaria, sino libre. Siempre podemos “pasar de largo”.

Otro rasgo del encuentro compasivo es la proximidad. Tocar, ver, acercarse, dejarse afectar, son requisitos de la compasión. Superar las barreras de la indiferencia, de la falta de atención. Se trata de acercarse, de establecer relaciones de “proximidad”, de proximidad. Prójimo es el que se acerca. El contacto siempre es sanador. En los evangelios, en los que el contacto con Jesús y los enfermos es tan frecuente, es sanador. Si hay contacto, hay salvación.

Hacer nuestro el sufrimiento ajeno comunica energía liberadora. No se está a la espera del otro, se corre hacia él, se acerca uno al caído, lo venda, lo monta, lo lleva a la posada, lo vela… y vuelve a por él, como el buen samaritano. La distancia los ha hecho extraños, la cercanía, el abrazo les devuelve a su puesto: hijos, amigos, amados, festejados…

Y el tercer rasgo del encuentro compasivo es la hondura. Entramos a compartir la herida más profunda de la otra persona. Nos hacemos capaces de asomarnos al abismo esencial de lo que el otro es. Sólo se puede amar lo que tiene misterio, y donde hay misterio hay hondura. No podemos disponer de la otra persona, pero podemos pedirle que nos deje entrar adentro.

Como Jesús, que llega hasta el fondo del dolor de aquella viuda y toca su herida abierta: la muerte de su hijo único. O como va llevando a la samaritana en un proceso de profundización de su sed más honda, no la que le lleva a pedir del agua material, sino del agua viva. Jesús establece el diálogo con las personas heridas, él mismo despojado, limpio.

 

Dejar que se nos estremezcan las entrañas

Las historias de compasión son historias que hacen temblar el alma; quiero decir temblar no de frío, ni de miedo, sino que algo en lo más interno se mueve, levemente, pero se mueve. Pero esto nada más ocurre cuando las vives en propia carne, porque si eres mero espectador resultan sin más una breve alteración emocional que, a veces, se traduce incluso en algún escupitajo verbal.

Las historias de compasión son heridas sin restañar y tienen esa extraña capacidad de nostalgia propia de la pasión, que cuando se ha experimentado, se añora. La compasión es una especie de dolencia que se torna necesaria porque se adentra y te reclama desde dentro. Es entonces cuando te tiembla el alma. Y ese temblor del alma es como una revelación íntima de la pasión de Dios.

La oración y la compasión son como hermanas, nacen del mismo vientre. Cubiertos por la sombra del Compasivo, como María, sacudidos por su irrupción irresistible, abrimos los labios y pronunciamos un gemido de súplica, un grito de rabia, un clamor de redención, un canto por la salvación que se anuncia. Y entonces sí, entonces oramos.

En mi contacto con los enfermos y sobre todo marginados, he descubierto que la oración no es una actividad para hacer cuando me levanto por las mañanas, ni una práctica ascética que se puede aprender con ejercicios, ni mucho menos aún es un saber, un disponer de algunas palabras conocidas para dirigirlas a la divinidad.

Orar es una conmoción interior, un estremecimiento, un éxtasis de las entrañas. Si no hay sobrecogimiento no puede haber acceso al misterio de la vida, no se nos abren las orejas del corazón. Orar es dejar que la vida nos despierte el deseo, nos altere la sensibilidad, nos introduzca en un estado diferente, nos cambie. Orar es dejar que se nos estremezcan las entrañas.

 

Contemplar la Pasión de Jesús: verle, oírle, tocarle

“Yo no digo mi canción, sino al que conmigo va”. Es un consejo sabio del romancero. Cuando nos acercamos a los otros de forma compasiva se nos regala una nueva situación de diálogo. No podemos seguir leyendo la Pasión sin escucharla con él. Escuchar las historias del marginado y excluido es escuchar una voz profética que nos denuncia la insensibilidad y nos anuncia una nueva comunidad, la de los pobres del Reino.

En la contemplación atenta de la Pasión, la compasión sostiene el diálogo. Si la historia consiste, ante todo, en hablar y ser respondido, en gritar y ser escuchado, no puede haber historia allí donde los gritos nunca son escuchados ni las palabras son respondidas.

Escuchar y contemplar al Señor en su Pasión sin adueñarnos de la historia del otro, afinar el oído para acoger sus llamadas. La voz y sus modalidades: el gemido (que es un leve susurro de sufrimiento, un lamento sordo, avergonzado, casi imperceptible), el grito (de auxilio ante una gran necesidad, de protesta íntima ante la injusticia, de liberación…) el clamor (es una voz coral, de muchedumbres hambrientas y sin hogar, huyendo de la violencia…) el canto (como salmo, como voz de ánimo, como “vientos del pueblo”) que nos alientan en el camino, en la marcha colectiva, en la celebración…

En medio de nuestras ocupaciones y negocios nos aparece el hermano Jesús despojado, desnudo y maltratado al borde del camino. Se nos hace presente desde su despojo y su soledad mortal. Podemos seguir nuestro camino o detenernos. Podemos seguir meditando o detenernos a socorrerle: a vendar sus heridas, a cargar con él, a velarlo en la noche…

Entonces, debemos examinar nuestros rodeos de la compasión: como los otros personajes del relato tenemos siempre buenas razones para no acercarnos al que está al borde del camino. Se trata de acercarnos, caminar hacia los márgenes, superar los miedos, la insensibilidad.

La llamada a la fraternidad tiene su propia urgencia, moverse a compasión, caminar hacia donde están los que nos necesitan. El nuevo estilo al que somos llamados: reemplazar la insensibilidad por la compasión. Y de este modo descubrir la fuerza curativa del acompañamiento.

Es el desafío último que pueden recibir muchos excluidos como Jesús para recuperar su energía personal y crear otra práctica. Entender la propia vocación como un ejercicio de compañía. La historia de aquel que se mueve a compasión es la narración de un desarraigado que huye de los lugares normales y apropiados mientras sepa que aún hay hermanos que lloran.

 

Ver en la Pasión la preferencia del amor

Pero, además, contemplar la Pasión nos abre al Reino no como tarea, sino como oportunidad. Porque ahí comprendemos que lo extraordinario puede acaecer en nuestra vida. La fuerza compasiva de la contemplación, que no es arrolladora, necesita la colaboración humana, y se desarrolla en prácticas concretas, pero las desborda. Es vivir la ocasión de nuestra vida, abrirnos al otro y resucitar.

Por eso la mirada compasiva tiene siempre algo de escándalo, porque nos pone en evidencia. A nuestro corazón se le señala un lugar de ensanchamiento, una nueva oportunidad de respirar el aliento del amor. Es una voluntad decidida de cambiar la inercia, de revolucionar la vida, de volver al revés el cuenco del corazón, que siempre espera encontrar correspondencia, llenarse del amor del otro y es invitado a salir de sí y derramarse compasivamente sobre el sufrimiento sentido.

Pero, sobre todo, la compasión nos hace vivir la preferencia del amor. El amor es siempre una cuestión de preferencia. Y la invitación de Jesús a ser compasivos “como vuestro Padre es compasivo”, nos señala un lugar de la preferencia del amor de Dios. Por eso la compasión cristiana es siempre una experiencia mística. Amamos desde el mismo hontanar de Dios que se compadece de toda criatura. El ideal del yo se irrita cuando descubre el amor carente, débil, imperfecto.

Pero la compasión nos cambia la mirada y nos fuerza a ir de ellos a nosotros. “¡Ámame, como puedas amarme!”, es decir, desde la misma pobreza amada, reconocida, no como nos gustaría ser amados. El amor se despliega entonces como una fuerza intransitiva (¡hasta a los enemigos!). Porque ese amor compasivo es del Padre y no nuestro. Su amor es el agua que mueve la noria (que somos nosotros) y es, a la vez, la misma agua, con la que podemos amar al otro. Por eso la compasión nos muestra siempre la Compasión de Dios.

 

Reconocerle es ver su sufrimiento con el corazón

Reconocer es ver con el corazón: es una calidad del amor. Es ver lo mismo, pero con otros ojos, los de una fe iluminada. Es comprender, caer en la cuenta que los signos nos hablan con su ausencia: la tumba, las vendas, el alba.

En la mañana, aún está oscuro: también en el corazón de los que buscan: las mujeres, Magdalena, Pedro. Todos ellos parecen desconcertados porque no encuentran el cuerpo del Señor. “Nos han asustado diciendo que han tenido visiones…” (Lc 24) Todo son lágrimas, corridas de Jerusalén al sepulcro, agitación.

Pero a Él no lo encuentran, porque están buscando un cadáver y Jesús no lo es. María de Magdala se queda llorando a la entrada de una tumba que ya no acoge sino el silencio. Y los ángeles traen una noticia sorprendente: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”(Lc 24, 6).

Pedro también se queda extrañado ante lo sucedido. Sólo Juan al ver las vendas por el suelo, creyó. Porque, como María, su fe había estado vigilante y solidaria acompañando a Jesús hasta el final. Si no nos hemos identificado con el camino de la cruz no podemos reconocer al crucificado… ¡que está vivo! Para reconocerle hace falta caer en la cuenta que “era necesario que el Mesías sufriera para entrar en la Gloria” (Lc 24, 26).

Las primeras palabras que necesitamos escuchar para sorprender la vida en la muerte son éstas: “No temáis…”. Temer a la muerte es concederle un poder excesivo sobre nuestras vidas. Mirar el sufrimiento como un camino, como un pasaje, no como un obstáculo. Así es como podemos reconocer la vida que brota de la entrega, del amor hasta el extremo. Y donde amanece la resurrección, el temor se vacía, se aparta del corazón y de los ojos. La paz del corazón es el gran regalo del resucitado.

También escuchamos una indicación severa sobre nuestra manía de buscar lo importante donde no está: de buscar el amor donde no está, la verdad donde no está, la vida donde no está. Es un modo de hacernos reflexionar sobre lo inútil de muchas búsquedas que se obsesionan con la meta sin preguntarse por el camino. Jesús es la vida, entregada, agradecida, regalada desde el amor de los hermanos, desde el apoyo fraterno, desde la mirada de consuelo y de ánimo.

El reconocimiento sólo se hace posible si el mismo Espíritu de Jesús nos limpia la mirada, nos devuelve la identidad perdida. María Magdalena busca a quien le está buscando a ella. A quien pone en su corazón el mismo deseo del encuentro y el abrazo. Por eso el nombre dicho “María” es la señal definitiva, la única que nos puede abrir las puertas del amor y la vida.

 

El Espíritu es quien nos mueve a compasión

Jesús aparece en el Evangelio conmovido interiormente siempre que ora a su Padre. Delante de aquellos niños que le provocan una revelación misteriosa del saber de Dios, o ante la tumba de su amigo Lázaro, o aún más fuertemente, en la oración del Huerto, Jesús ora cuando se siente afectado internamente, cuando los sentimientos se le alteran, cuando el sufrimiento de los demás le hace estremecerse profundamente.

La súplica, o la acción de gracias vienen provocadas por ese estremecimiento, es una respuesta a esa conmoción interior de las entrañas.

La acción del Espíritu, que es el único que puede orar en nosotros, nos alcanza desde dentro de nosotros mismos al hilo de la historia de nuestros deseos y en el corazón de nuestras capacidades.

Él es quien nos mueve a compasión y quien hace resonar esa oración callada, que no se puede decir. Son sus gemidos los que escuchamos nacer en nuestro interior, en el hondón de nuestra alma, porque la creación entera está de parto, siempre a punto para alumbrar de nuevo la Compasión de Dios.

Sentir la compasión es dejar que se nos estremezcan las entrañas. Es un proceso largo que tiene sus momentos: en primer lugar se trata de ver, de tomar contacto por medio de los sentidos corporales con la realidad del sufrimiento o indefensión del otro con quien queremos encontrarnos.

Entonces es cuando experimentamos la conmoción interior, la sacudida, el movimiento oracional que nos señala que es el mismo amor compasivo del Abbá lo que sentimos. Y desde ahí nos movemos a actuar: acogemos esa herida abierta, nos ponemos en marcha, abrimos un proceso que el otro asume y prosigue. Si no, no podemos hablar de una verdadera compasión. La compasión no queda infecunda, mueve a actuar.

 

“¿No ardía nuestro corazón por el camino?”

Dos amigos, que abandonaban decepcionados Jerusalén, hicieron una vez la in- creíble experiencia de que alguien escuchara atentamente la historia de sus perdidas ilusiones, la historia de su fracaso.

Lo que hizo Jesús, al que reconocieron al final en el desconocido, fue ayudarles a recordar todo lo que les había sucedido, a reconocer su torpeza y frialdad de corazón, a volver los ojos de una manera nueva a los lugares transitados de su historia, a las fuentes de reconocimiento de su comunidad de memoria.

Dejarnos afectar por las historias de los demás, sobre todo de los marginados de nuestra sociedad, puede ser un modo muy actual y sanador de dejarnos transformar por ellas y de descubrir, al fin que, quizá sin pretenderlo, nos están prestando su mirada.

Al desaparecer la distancia entre ellos y nosotros se produce una metamorfosis real: se cambia la situación para ambos. Para los marginados y excluidos, porque son reintegrados a una comunidad de escucha y acogida. Para nosotros, porque se nos devuelve un corazón en ascuas y se nos revelan los lugares del reconocimiento: lo dañado, olvidado, frustrado y excluido como ocasión de salvación con los otros, desde el Reino, que es una vinculación nueva con los más pobres.

 

A la luz de la mañana: “¡Id a Galilea: allí le veréis!”

La mañana es el fin de la oscuridad de la noche, es el alba del reconocimiento de las cosas: en la primera creación la luz fue la criatura nueva en un mundo de caos. Lo primero fue la luz: el esclarecimiento de lo confuso y caótico, la iluminación del perfil de todo lo bueno creado por Dios para los hombres. Y en el día de la liberación, a la salida de Egipto, la luz del día mostró la formidable victoria del poder de Dios sobre los opresores del pueblo hundidos en el mar revuelto.

En la noche fue la huída, el desconcierto, el combate con las fuerzas del mal, y la mañana trajo la seguridad de la victoria, la alegría del canto y de las danzas de victoria. Por eso el caer de las vendas es un signo de liberación, es el desatarse de las ligaduras de la opresión y de la muerte.

La Pascua es liberación, y el primero sacado de la fosa es Jesús el Justo, el Siervo, el Profeta. El que era Maestro y Señor se despierta desligado de su cuerpo mortal para acceder a la glorificación de un cuerpo transformado. Y, junto a él, todos nosotros somos pueblo liberado para siempre.

Pero, con todo, Jesús conserva en su cuerpo glorioso las huellas de la tortura. Sus manos y sus pies, su costado siguen marcados por el suplicio de la cruz. El resucitado es el crucificado Vivo. No hay renovación sin que se queden impresas las marcas de la entrega. No se puede olvidar lo vivido, querer dejar atrás la cruz, como si solamente hubiera sido obstáculo y no camino de glorificación definitiva.

Esas heridas abiertas en el cuerpo de Jesús son también las huellas de la pasión del mundo, de lo que aún le falta al cuerpo de la Iglesia para recorrer el camino de su Señor. Una piedra de sepulcro no ha podido retener aquella fuerza infinita de amor. Jesús ha resucitado. Y le encontraremos cada uno en nuestra “Galilea”: en nuestro lugar de trabajo, de comunidad fraterna, de vida testimonial y compartida.

 

EN LAS ENTRAÑAS DEL CORAZÓN DE DIOS

¡Dios que rompes las ataduras de la muerte! Amor de Dios y amor de hombre, eres el amor oculto, porque eres el amor herido.

Tu corazón tiene una grieta como la peña del monte Horeb, donde se esconde Moisés para contemplar tu gloria, donde Elías reposa exhausto antes de salir de la gruta y reconocerte en el susurro de una brisa tenue.

En el amor de tu triple Ternura hay un misterio oculto: el de la humanidad doliente que espera ser devuelta a la Vida.

Te contemplo con pasmo, como en un bajorrelieve que hace años se me presentó ante los ojos del corazón, al ver tu rostro luminoso.

Ternura como Padre que te deshaces de amor y te curvas compasivo para mantener al ser humano caído y sujetarlo por los costados.

Ternura como Hijo que te arrodillas ante su cuerpo deforme, y le tomas de los pies en un gesto que nos recuerda el beso después del lavatorio.

Y esos dos vértices de ternura compasiva se cierran por un incendio de amor ardiente en el que te haces presencia descendente del fuego de tu Espíritu.

Tu vuelo raudo viene a infundir la llama de la vida al que tendido entre tus brazos, y casi exangüe, está a punto de perderla.

De este milagro admirable, el ser humano, en su último aliento, recibe tu beso como Padre en la sien, como Hijo en los pies, como Espíritu vivificador en su corazón. Tu herida, Dios mío, es tu mismo corazón que se esconde en la humanidad doliente.

Desde ahora no te podremos contemplar como dulzura del Triple Amor, sin ver los efectos redentores de la encarnación: porque al asumir nuestra débil condición, y hacerte como hermano nuestro carne de pecado, nos has revelado el misterio de tu corazón, escondido desde antes de los siglos: el amor oculto es un amor herido.

Gracias porque eres un Dios que se esconde en el Amor Frágil, el amor herido, el desarmado para siempre en comunión con nuestra humanidad derrotada, que espera y sueña una salida hacia la anchura del corazón, la única comunión verdadera que nos puede abrir a la esperanza. ¡Amén, Aleluya!