PROPUESTA DE RETIRO

0
2010

Dichosos los que no han visto y, sin embargo, creen (Jn 20, 29)

La experiencia sensorial no puede quedar excluida de la experiencia religiosa ya que forma parte de nuestro ser. Huir de esta mediación es un error, porque lo divino se manifiesta en lo humano. Jesús nunca olvidó esta dimensión. Miguel Tombilla, misionero claretiano, nos invita a la contemplación de un Dios hecho hombre… nos invita a desentrañar lo divino en lo cotidiano.

Del yo al nosotros
 

“Mientras no vea yo…” es la respuesta de Tomás, el “Gemelo”, ante la afirmación pos pascual de la comunidad de los discípulos.
Tomás se descuelga de la fe común y se autoafirma pidiendo el onus probandi. Según el viejo aforismo “lo normal se presume, lo anormal se prueba”.
Para él la anormalidad de la resurrección necesita ser probada groseramente, violando las llagas del suplicio máximo, que se fijan para siempre a la carne del Resucitado. “Meter mi dedo, meter mi mano”, rozar lo profundo e injusto del sufrimiento restañado por el poder del Espíritu, la muerte que es vencida por la Vida, pero que deja las marcas, ya indelebles, en el ser íntimo de Dios.
Los sentidos entran en juego y reclaman lo poco probable: oído que escucha la palabra de la comunidad, para él no fiable; vista que reclama la presencia de lo que ya fue regalado; tacto caprichoso y casi obsceno que quiere penetrar en las cicatrices siempre abiertas; gusto que quiere catar esa carne que es verdadera comida y esa sangre que es verdadera bebida (Jn 6,55); olor que hace que el olfato se debata entre salvación o perdición (2 Cor 15-17).
Sentidos que entran en competencia con la experiencia de fe y se ponen en guardia para ejercer una labor “detectivesca”, casi de disección. Y la respuesta de Jesús se alarga más allá del tú a tú y toma la forma del nosotros abierto al futuro y válido para todos los tiempos: dichosos los que no han visto y sin embargo creen.
En ese “Dichosos” nos situamos (o nos sitúa) los creyentes de todos los tiempos, que tenemos en común una distancia espacial y temporal, más o menos larga, del acontecimiento histórico de la vida y muerte de Jesús de Nazaret.
Otra cuestión es la resurrección. Ante ella, y por gracia del Espíritu, todos estamos a una misma distancia. El acontecimiento puntual se prolonga más allá de los límites espacio-temporales para llegar a todos los rincones y en todos los tiempos, sin desechar la historicidad. Sigue siendo experiencia comunitaria que se comunica a lo más hondo del corazón del ser humano y reaviva la esperanza movilizándola en clave del Reino.
Nosotros, los consagrados (como todos los cristianos), nos situamos en un contexto complejo. Por un lado, quizás más que en otros tiempos, se exige una primacía de lo sensorial que se despliega en mil formas, también dentro del ámbito de lo religioso. Y por otro lado, vivimos en un mundo cientifista que calcula, mide, elabora hipótesis, experimenta.
Los últimos buscan la prueba de lo anormal y los primeros rescatan lo anormal como prueba.
Ciencia y fe no están reñidas, la corporalidad y lo sensorial que resurgen tienen sus ventajas, pero los fundamentalismos y extremismos de uno u otro tipo son peligrosos.

Libertad evangélica frente
a ideología

En nuestras vidas siempre existe la tentación de Tomás de exigir pruebas sensoriales, pero también la acomodación de un cientifismo que aísla la fe de la experiencia sensorial cotidiana. Mi fe queda aislada de la sociedad tecnológica, de los avances científicos, de la exploración de los límites del universo, de la elaboración del mapa del genoma humano… Parece que nos perdemos en esta maraña de conocimientos y nos resulta más fácil dejarlos a un lado, al margen de la experiencia de fe. Podríamos hablar de una fe acientífica o pre científica. Algunos intentan realizar la síntesis: Pierre Teilhard de Chardin, Leonardo Boff, la nueva ola de ecoteólogos estadounidenses… con el riesgo de caer en nuevos panteísmos, descuidando la historicidad de la fe y diluyendo la clave de la encarnación.
Otros movimientos o corrientes espirituales acentúan la capacidad de lo sensorial como lugar teológico de la manifestación de Dios. Influenciados por grupos carismáticos de procedencia estadounidense buscan ese “sentir de Dios” que los grandes místicos describen mediante la sutileza y lo comedido de su obra poética. Experiencias donde lo comunitario pesa mucho como cobertura emocional para lo individual y donde se logran estados alterados de conciencia que, desde fuera, parecen exagerados o excéntricos. No vamos a entrar a valorar estos dinamismos, pero pueden caer en el extremo de la primacía de lo sensorial y en un individualismo (aunque sea grupal) sin contraste con otros cauces de discernimiento.
También la fe meramente racional tiene un lugar privilegiado en nuestras vidas consagradas. Las biografías de Jesús de los liberales protestantes del siglo pasado siguen siendo tentación de difuminar, en la persona de Jesucristo y en la experiencia de fe consiguiente, todo carácter milagroso o fuera de los parámetros de la racionalidad (exorcismos, curaciones, interacción con lo cósmico…). La figura del Nazareno queda reducida a un maestro de vida o sabiduría que dicta normas de conducta válidas para todos los tiempos y culturas. Este posicionamiento se inclina por la última parte del Fides quaerens intellectum, evitando confrontaciones incómodas con el mundo científico actual. Toda la Escritura son imágenes o construcciones de la comunidad primitiva con intención catequética o experiencias individuales sin conexión con lo real o histórico. Evidentemente, la corporeidad queda excluida de esta cosmovisión meramente racional.
Desde aquí quiero propugnar una vía media o aproximación que pueda integrar ambos extremos aunque de manera imperfecta. La experiencia sensorial no puede quedar excluida de nuestra experiencia religiosa, ya que forma parte de nuestro ser. Los sentidos han de ser vistos como posibilidad de comunicación con lo divino. Bien es cierto que aunque siempre son caminos incompletos, son acercamientos que pueden dejar entrever lo diverso a nosotros.
La dinámica de la encarnación va en esta dirección. Dios hecho carne que percibe la realidad por nuestros mismos canales de comunicación con el exterior y el interior. No sentidos que reclaman pruebas obscenas como en el caso de Tomás, sino sentidos que nos descubren lo que no es evidente a una vida plana y que se aferra a lo ya dominado.
Oído, gusto, olfato, tacto y vista en busca de Jesús de Nazaret en el interior de la comunidad eclesial, pero volcados hacia fuera, hacia el Reino extenso y sin fronteras.
El intelecto o la racionalidad también juegan un papel imprescindible en todo lo anterior, ya que es criterio para no quedarse en lo meramente espectacular de lo sensorial. Racionalidad y sensitividad han de ir dadas de la mano para recorrer el camino de la búsqueda de Dios.

El camino suave del silencio

Es necesario estar abierto a las sutilezas de la manifestación de lo divino en lo cotidiano. Lugares teológicos clásicos como los pobres, la experiencia estética, los sacramentos que median entre lo material tangible y lo material intangible, lo celebrativo-oracional que pone en juego todo nuestro ser.
Pero todo ello es comunicación sutil, sin estridencias, sin la necesidad de lo espectacular o de un saciar lo insaciable de lo sensorial.
La preparación para este tipo de percepciones también se educa.
El silencio es piedra angular desde la que desplegar la búsqueda del Dios de la vida en lo cotidiano. Silencio que centra y que abre espacios para poder quedarnos con lo importante.
Los ruidos de nuestras vidas nos llevan a lo exterior, a lo superficial. Miles de impactos sensoriales diarios en forma de publicidad o información. Sabiduría confundida que no saborea sino que acumula para después olvidar al cabo de muy poco tiempo. Tecnología que llega a tecnificar a los humanos reduciendo los espacios de comunicación cara a cara. Tiempo que es más valioso que el oro, tasado minuto a minuto y no negociable. Búsqueda de experiencias impactantes que despliegan adrenalina, también en el estrato religioso. Círculos de interés reducidos y acomodaticios. Ruidos y más ruidos que nos embotan los canales de comunicación. Ruidos exteriores que se convierten en ruido interior.
Hay un silencio que capacita y pone en sintonía los sentidos que saborean la voz tenue de Dios: «Préstame atención, Job, escúchame; guarda silencio, que quiero hablar» (Job 33,31). «¡Guarda silencio, Israel, y escucha! Hoy te has convertido en el pueblo del Señor tu Dios» (Dt 27,9). «Desde el cielo diste a conocer tu veredicto; la tierra, temerosa, guardó silencio» (Sal 76,8). « ¡Que todo el mundo guarde silencio ante el Señor, que ya avanza desde su santa morada!» (Zac 2,13). «Cuando el Cordero rompió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora »(Ap 8,1).
El silencio se logra a base de dedicación de tiempo y de búsqueda de espacios. Imágenes como el desierto tienen una fuerza inusitada y provocadora. Lugares donde habitan las tentaciones pero también caminos del Espíritu. Fuerzas encontradas que luchan y en las que nunca se acaba de vencer. Noche oscura, activa y pasiva, que acalla y libera.
Estos espacios habitados por el silencio se pueden hallar en distintos lugares: una capilla, una iglesia, la habitación, la naturaleza…
Se acallan los gritos interiores, los deseos de poder, de figurar, de tener. Pero nunca pueden llegar a ahogar las voces de los débiles que claman justicia, esas voces casi inaudibles, como la de Dios, que nos reclaman implicación, valentía, ruptura con lo establecido. Por ello el silencio no puede significar aislamiento, encerramiento en el propio bienestar egoísta (Mc 9,5). Quizás ésta sea la tentación más poderosa para quienes saborean el silencio intensamente, el construir tres tiendas bajo el disfraz de una generosidad sin límites: “Yo no las construyo para mí, sino para los otros”. Y siempre, da la casualidad, de que esos otros son como yo, con mis mismos intereses, maneras de pensar, apetencias.

La memoria agradecida o el reencuentro con la comunidad

En cambio ese otro tipo de silencio, una vez creado y mimado, rescata la memoria. Memoria que es siempre relacional. Memoria de los acontecimientos salvíficos de nuestra historia personal y comunitaria. Memoria agradecida que se sumerge en los orígenes de la fe y que está construida por millones de vidas individualidades que tejen colectividad.
Desde el credo inicial, primitivo: “Mi padre era un arameo errante…” (Dt 26,4-10), hasta la confesión de fe de la comunidad postpascual que no puede creer Tomás: “Hemos visto al Señor” (Jn 20,24).
Esta memoria, muchas veces casi visual, compromete y hace brotar torrentes de agradecimiento. Pone en juego los sentidos para catar el Reino en toda su extensión y profundidad.
Redime la historia personal desde el actuar gratuito y sanador de Dios que toma la iniciativa, no como causa primera y debida, sino como amor sin límites que nos amó primero.
No es una redención simplista o cuasi mágica de mi individualidad desencarnada, sino que esta memoria hace que encaremos nuestro propio mundo relacional, con lo positivo y lo negativo, con la gracia y el pecado, sin evitarnos sufrimientos. Lee la historia como camino que es acompañado por el Amor sin límites que amó primero. Pero no como cuadro idílico, sino como tejido de luces y sombras, desde las que he de aprender a dejarme recrear y reconciliar, como algo regalado y no debido (Col 1,20).
Y más aun, amplía el horizonte hasta el todo de la comunidad creyente pasada, presente y futura. De algún modo, mirando hacia atrás, también encuentro al padre arameo errante a quien se le hizo la gran promesa de una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar (Gn15,5). Y echando la vista hacia delante descubro la casa del Padre en la que hay muchas moradas, que están preparadas en el cielo (Jn 14, 1-6) y de las que ya están disfrutando muchos, y que también son promesa actualizada en el ahora temporal.
Este hoy es el que rescata los sentidos desde Dios. Como en el ritual pascual judío todo el ser se pone en juego para hacer memoria de la historia salvífica. No memoria individual atemporal, sino memoria colectiva e intergeneracional que saborea lo ya vivido y lo que queda por vivir. El paso de Dios por las vidas del pueblo que aconteció, acontece y acontecerá.
El Dios de los hechos prodigiosos que nacen de lo pequeño y que libera de las esclavitudes, una y otra vez repetidas por la comunidad creyente bajo diversas realidades. La memoria profética acude en su auxilio y repite tercamente: “Cuídate de no olvidarte del Señor, que te sacó de Egipto, la tierra donde viviste en esclavitud” (Dt 6,12).
El hecho primigenio, que hace que el pueblo sea Pueblo de Dios, actualizado con todos los sentidos: la luz del candelabro que regala la vista con la claridad de la columna de fuego que guiaba al pueblo (Ex 13,21), las hierbas amargas que rescatan el sabor amargo de los días de aflicción, de abandono y soledad (Ex 12,8), el cordero sabroso que salva y se ha de compartir (Nm 9,11), el oído que escucha las preguntas del más pequeño de la casa y la narración del mayor que rememora la redención, tacto que siente las copas pasándose por todas las manos, olfato que recoge las fragancias de los días especiales, de los baños rituales.
Es cierto que muchas veces para el pueblo elegido los sentidos se volvieron una nueva esclavitud. La ley se hizo férrea en torno a ellos, se ritualizó excesivamente la percepción sensorial y se pretendió cuantificarla. Las disposiciones legales (ley de Dios) se extendieron en los tiempos postexílicos y llegaron a encorsetar de tal manera la apertura sensorial de los creyentes que se fue convirtiendo en una gran losa. La distinción entre sagrado y profano, puro e impuro, se hizo casi milimétrica: los alimentos (Lv 3,17), las abluciones (Ex 30,20; Lv 11,25), los rituales de purificación (Lv 12,4. 13,15, Nm 6,9. 19,21), las relaciones personales (flujos de sangre, contacto con personas impuras, el parto (Lv 13,3. 44. Nm 19,20), las ofrendas… Muchas de estas normas recogen elementos de protección e higiene básicas, pero con el paso del tiempo reducen la experiencia salvífica a una caricatura, a un mero tasamiento y control de las realidades físicas. Y, lo que es más grave, asocian el pecado o la impureza a lo que proviene de la corporalidad, animal o humana.
Jesús reacciona, siguiendo la tradición profética, en contra de esta distinción entre puro e impuro llevada a extremos. Lo importante son las personas, el ser humano, y la capacidad de regeneración del Reino. Las relaciones ya no se miden por criterios de contaminación ritual, sino que la propia contaminación por contacto (del que redime) adquiere carácter de redención para aquellos que eran excluidos de la esfera religioso-social y los reintegran en ella.
La comensalidad abierta, el trato con leprosos, con la mujeres, con los samaritanos, con los pecadores públicos, con el ejército invasor, con el Sábado, con los alimentos, con los endemoniados… Todo ello va conduciendo a Jesús hacia su condena por impureza, por blasfemo. Pero por medio de Él y desde Él nos conduce hacia la liberación de las esclavitudes personales y comunitarias.
La descripción malintencionada de Jesús, por parte de sus adversarios, como “comilón y borracho” (Mt 11,19) es buen ejemplo de la fama ganada a pulso por romper todas estas prescripciones rituales. La austeridad sensitiva de Juan el Bautista también es utilizada para poner en cuestión el ministerio y la acción salvífica de Jesús (Lc 5,33).
Pero a pesar de todo ello Jesús sigue apostando por el ser humano y por la experiencia gratificante de un Reino que ya comienza ahora y se despliega en toda su hondura en un futuro, rompiendo con los clichés impuestos desde una pretendida divinidad.
El dicho de Mc 7, 18-20: “¿Tampoco podéis entenderlo? —les dijo—. ¿No os dais cuenta de que nada de lo que entra en una persona puede contaminarla? Porque no entra en su corazón sino en su estómago, y después va a dar a la letrina.
Con esto Jesús declaraba puros todos los alimentos. Luego añadió: “Lo que sale de la persona es lo que la contamina”. La percepción sensorial es rescatada como positiva. Lo que hace impuro al ser humano no puede ser la materialidad que procede de lo externo, del cosmos. Y no sólo en referencia a un determinado régimen alimenticio, sino en la amplitud del apresamiento de la realidad por parte de los sentidos y de la ruptura de las categorías de impureza/pecado contaminantes en las relaciones personales y comunitarias.

Cuidar los sentidos para creer

El olfato, el gusto, el tacto, la vista, el oído son canales de comprensión y disfrute profundo de lo creado. Y vías de comunicación con lo divino que en Jesús es profundamente humano. La espiritualidad no queda contrapuesta a la materialidad, sino que se construye desde esta última, aunque no se queda en ella de manera simplista. No se trata de buscar esas pruebas de disección, como ya quedó dicho en el caso de Tomás del que partimos, sino que los sentidos nos abren, desde el silencio, a la intuición de lo divino no evidente pero que, de algún modo, es palpable.
Incluso en los relatos de las apariciones del Resucitado del capítulo 20 y 21 de Juan o en el episodio de Emaús (Lc 24,13-49) Jesús se presenta a los suyos como corporalidad resucitada. No es evidente: no se conoce a primera vista o a primer oído o a primer gusto o a primer tacto o al primer olor. Pero se percibe en la esfera de lo sutil que capacita la fe y, de este modo, se despliega la memoria agradecida (liberada ya del miedo o de la frustración del fracaso, de la cruz), que rescata lo que ya fue y sigue siendo en clave comunitaria-celebrativa.
Por ello, el “Dichosos los que creen sin haber visto” no es el premio para los que cierran los ojos o los sentidos en la búsqueda de Dios. O lo que dice la definición clásica de Santo Tomás de Aquino: “La fe se refiere a cosas que no se ven, y la esperanza, a cosas que no están al alcance de la mano”.
La fe también amplía la capacidad de percibir. Grandes místicos lo denominaron “ojos del alma” y se acercaron a su descripción mediante metáforas e imágenes. Quizás sea el lenguaje poético-artístico el más capacitado para internarse por los caminos de la comunicación de lo sutil-corpóreo. Es una forma de desentrañar sin estridencias lo divino humanado en la cotidianidad histórica.
Como dice Miguel de Cervantes: “Fe es la virtud que nos hace sentir el calor del hogar mientras cortamos la leña.”. Es regalo que nos hace traspasar los velos que despliega el vivir de manera superficial o la saturación sensorial a la que estamos sometidos. Es anticipación que rememora en nosotros lo que otros ya vieron y oyeron, aunque sea en figura y tengamos que aguardar al “tal cual es” definitivo. Es ese fiarse (de mi, de los otros, de la Palabra) sintiendo y sabiendo (saboreando) que la realidad aparece abierta más allá de la fría objetividad o de la subjetividad ensimismada y caprichosa.
La sutileza silente que brota del Amor que amó primero, y que traspasa la historia con los clamores del tacto redentor que se contamina en los lodos y los rehabilita. Contaminación a los ojos de muchos, re-creación misericordiosa a los sentidos de algunos que genera libertad y memoria agradecida.
Un resumen de todo lo dicho, en la clave de la redención y asunción sensorial de la historia desde el amor, es el poema de Mario Benedetti “Mucho más grave”. Hace un recorrido por todas sus etapas vitales, desde la madurez alcanzada, a la luz del amor de su mujer. Se retrotrae a su infancia en el viaje poético y desde allí la descubre, aunque no la conociese, dando forma y capacitándolo para releer lo ya vivido desde ella y con ella, en un estar no físico pero sí real.

MUCHO MÁS GRAVE

Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo
Y eso en verdad no es nada extraordinario
Vos lo sabes tan objetivamente como yo.
Sin embargo hay algo que quisiera aclararte,
Cuando digo todas las parcelas,
No me refiero solo a esto de ahora,
A esto de esperarte y aleluya encontrarte,
Y carajo perderte,
Y volverte a encontrar,
Y ojalá nada más.
No me refiero a que de pronto digas,
Voy a llorar
Y yo con un discreto nudo en la garganta,
Bueno llora.
Y que un lindo aguacero invisible nos ampare
Y quizás por eso salga enseguida el sol.
Ni me refiero a solo a que día tras día,
Aumente el stock de nuestras pequeñas
Y decisivas complicidades,
o que yo pueda creerme que puedo convertir mis reveses en victorias,
o me hagas el tierno regalo de tu
más reciente desesperación.
No.
La cosa es muchísimo más grave.
Cuando digo todas las parcelas
quiero decir que además
de ese dulce cataclismo,
también estás reescribiendo mi infancia,
esa edad en que uno dice cosas adultas
y solemnes
y los solemnes adultos las celebran,
y vos en cambio sabes que eso no sirve.
Quiero decir que estás rearmando
mi adolescencia,
ese tiempo en que fui un viejo
cargado de recelos,
y vos sabes en cambio extraer de ese páramo,
mi germen de alegría y regarlo mirándolo.
Quiero decir que estás sacudiendo
mi juventud,
ese cántaro que nadie tomó
nunca en sus manos,
esa sombra que nadie arrimo a su sombra,
y vos en cambio sabes estremecerla
hasta que empiecen a caer las hojas secas,
y quede la armazón de mi verdad sin proezas.
Quiero decir que estás abrazando mi madurez
esta mezcla de estupor y experiencia,
este extraño confín de angustia y nieve,
esta bujía que ilumina la muerte,
este precipicio de la pobre vida.
Como ves es más grave,
muchísimo más grave,
porque con éstas o con otras palabras,
quiero decir que no sos tan solo,
la querida muchacha que sos,
sino también las espléndidas
o cautelosas mujeres
que quise o quiero.
Por que gracias a vos he descubierto,
(dirás que ya era hora y con razón),
que el amor es una bahía linda y generosa,
que se ilumina y se oscurece,
según venga la vida,
una bahía donde los barcos llegan y se van,
llegan con pájaros y augurios,
y se van con sirenas y nubarrones.
Una bahía linda y generosa,
donde los barcos llegan y se van.
Pero vos,
por favor,
no te vayas.

MARIO BENEDETTI, “El amor, las mujeres y la vida. Poemas de amor”, Visor libros, 14ª edición, pp. 79-81.