«SOLO DIOS ES BUENO» (Lc 6,36)
Ocurrió así
Hace muchos años, tal vez demasiados, la vida me consintió saborear y padecer una de las experiencias más ricas que me han tocado en suerte en esta lotería de la vida. Durante 7 años estuve al frente de un Centro para menores, entre 6 y 20 años, todos varones, como se estilaba entonces. Eran niños, adolescentes y jóvenes con graves problemas familiares, y por ende, personales. Hijos de prostitutas, abandonados al nacer sin referencia familiar alguna, procedentes de familias desestructuradas, hermanos separados de hermanas en distintas instituciones estatales o religiosas. Gentes rotas, con las almas saturadas de arañazos, desgarraduras, heridas infectadas que no se cauterizaban con planes ni proyectos sociales de inserción, ni con el equipo de psicólogos al respecto, ni con terapias al uso, ni con ungüentos religiosos que les resbalaban por las pieles excesivamente curtidas y con los poros obstruidos. Heridas que supuraban a pesar del paso del tiempo. Fueron años muy difíciles que solo desde la juventud pude más o menos afrontar, y vivir. Vivirlo a tope, hasta descubrir que solo la vida cura y que todo lo demás (intervenciones psico-sociales, terapéuticas, escolares y hasta religiosas) eran como emplastes de barro que mitigan el dolor pero no lo curan. Han pasado muchos años. Sé algo de algunos. Uno se suicidó, otros están aún en cárceles (algunos en conejeras encerrojadas fuera de España), alguno permanece en algún psiquiático, otros deambulan por las calles registrando contenedores y papeleras viejas. Otros han muerto prematuramente. Uno consiguió salir adelante y terminó una carrera universitaria. Tal vez fueron dos o tres. De la mayoría no sé nada más. Son invisibles. Siempre lo fueron ante la sociedad del momento. Y seguirán molestando y perturbando como entonces.
Por aquellas lejanas épocas, colaboraba en una parroquia de la ciudad. El párroco era un hombre mayor, un gran cura, trabajador, buena persona, afable, amigo de la gente y del arte; también de la buena mesa. Con él me desahogaba cada mañana durante el desayuno, después de la misa de 9. Yo estaba muy preocupado, asustado, perplejo; no salía de las comisarías, de los psiquiátricos, de los despachos de directores de colegio, de los médicos que ponían tiritas en heridas viejas… Y el párroco, Don José, después de escucharme atentamente, entre cruasán y cruasán, siempre terminaba diciéndome lo mismo: “¿Pero les has dicho que Dios es bueno y que les quiere?”.
A mí aquello me sacaba de quicio, era una pata de banco, los problemas eran excesivamente graves con aquellos 60 personajillos como para hablarles de Dios. Creo que pocas veces lo hice. Simplemente procuraba quererles, entenderles, estar con ellos, y valerme de esas mediaciones psico-sociales de las que hablaba antes. ¡Cómo decirles que Dios es Padre, que Dios les quiere, cuándo ninguno de ellos tenía una experiencia medianamente sana ni de su padre ni de su madre! Muchos, ni siquiera les conocían ni les conocieron nunca.
El Dios sorpresivo
¡Cuánto he recordado las lacónicas frases del viejo párroco! ¡Cuánto me he arrepentido de no haberles dicho nunca a aquellos “chapuceros”, como se autodenominaban, algo tan fundamental como que Dios era su papá y su mamá, que los quería a pesar de todo, o que los quería precisamente por todo, que les quería mucho, que eran sus favoritos, sus niños lindos, lo mejor de la vida misteriosa e íntima de Dios! ¡Qué avergonzado me he sentido con el paso de los años al erigirme en salvador, en mesías, en liberador de amarras, en curador de dolencias, en constructor de planes de futuro para cada uno de ellos sin decirles algo tan elemental: “que Dios les quería, que era su mamá y su papá”.
Y es que, –lo decía en el retiro anterior– se nos suele pasar por alto lo esencial y nos quedamos en los instrumentos, en las mediaciones, en las elaboraciones teóricas –culturales o teológicas– Don José tenía razón: siempre atinó con aquel “qué hay que hacer” que tantas reuniones nos deparó al profesional equipo de intervención psico-social de aquellos chavales con vocación en su ADN biográfico de “chapuceros”, es decir, de delincuentillos “roba casettes de los coches” (era lo que se robaba entonces). Ninguno, obviamente, soñó nunca con pertenecer a una ilustrada banda armada, ni a una trama de corrupción política de guante blanco y bufanda o corbata de seda. ¡Ni para eso servían!
El Dios inaprehensible, del que ya hablábamos algo y del que tendremos que seguir hablando y sobre todo, escudriñando, y más todavía, contemplando en el silencio obsequioso de quien se postra desnudo ante el Misterio, “hacía de las suyas”. Dios siempre “hace de las suyas”, son “las cosas de Dios”. Dios es “una cajita de sorpresas” que siempre nos deja boquiabiertas por sus preferencias y antojos (con perdón). Sí, ¿es irrespetuoso decir que Dios tiene sus “caprichos” y “salidas intempestivas y hasta impertinentes”? En cualquier caso, que me perdonen los más sesudos por este lenguaje conscientemente provocador.
El ejemplo de este mes: ¿cómo “actúa” Dios en el Antiguo Testamento –y también en el Nuevo– con “los hermanos”. A mí me sigue sorprendiendo, no digo escandalizando, sino admirando y dejándome descolocado. Lo explico un poco.
Los padres, con frecuencia, lo son de varios hijos. El amor paterno/materno es tan fértil que no suele quedarse reducido a un solo hijo. El amor de pareja, como el amor trinitario, se extiende más allá de una unidad amada. Los hermanos son hijos herederos de un mismo amor de sus padres. Pero los hermanos no se eligen entre sí, como los hijos no eligen a sus padres, son éstos los que eligen ser padres y se responsabilizan de ellos para toda la vida. O así debería de ser. El amor fraterno se convierte así no en un amor elegido sino en un amor “obligado”, impuesto. Los hermanos no se eligen, los hermanos se aceptan y se asumen. O no.
Pero no siempre el hermano acepta y asume a otro hermano. Es “el príncipe destronado”. La Biblia, y por supuesto la literatura universal, nos presentan numerosos ejemplos paradigmáticos de la dialéctica hermano/hermano. No siempre la relación fraternal entre hijos biológicos de los mismos padres es realmente “fraterna”, es decir, no siempre está basada en claves de amor. No es infrecuente encontrar relaciones entre hermanos que se desarrollan en otras claves más cercanas a la competitividad, la envidia, los celos o la lucha por la supremacía, el prestigio, el dinero, o el poder ante los mismos padres comunes.
Quizás el ejemplo más típico de unas relaciones poco fraternales lo encontramos en los personajes simbólicos de Caín y Abel. Ambos han pasado a la historia de los símbolos como la representación del bueno y del malo, de la inocencia y el pecado. Simbolizan, además, según algunos autores, la sociedad agrícola y la sociedad ganadera. No son personajes históricos, como no lo son sus “padres” Adán y Eva; forman parte, más bien, de un antiguo mito que pretende explicar los orígenes y los primeros pasos de la historia de la Humanidad. En cualquier caso, para lo que aquí nos interesa, Caín y Abel representan las relaciones difíciles y en ocasiones hostiles entre dos hijos de los mismos padres biológicos. El dualismo bueno/malo de la pareja de hermanos exacerba esta inicial lucha de rivalidad fraternal, llevada en el caso bíblico a extremos de violencia y asesinato. Aquí habría que hablar del “asesinato del hermano”, como Freud habla del “asesinato del padre”. La rivalidad entre hermanos viene dada, axialmente, por el miedo y la inseguridad que provoca la posibilidad de abandono paterno. El segundo hermano siempre supone una cierta relegación por parte de los padres. El nuevo hermano, un intruso a veces inesperado, es siempre un peligro eventual, un nuevo “elemento” ni buscado ni posiblemente deseado, en el gratificante trío padre/madre/hijo. El nuevo hermano es siempre una amenaza afectiva introducida subrepticiamente en el hasta ahora seguro, paradisíaco y feliz hogar. Se introduce la competencia de un nuevo miembro que puede tener potencialmente más y mejores recursos para granjearse el discutido amor de los padres en detrimento del primogénito. Por eso, el segundo hermano es siempre “el segundón” y suele encontrarse con el rechazo consciente o no, del primer y hasta entonces único hijo, “el heredero”: “ni siquiera en el hermano se puede confiar, pues los hermanos se engañan entre sí” (Jer 9, 4).
Entre los grupos de hermanos que aparecen en la Biblia, Caín es el primogénito y Abel el “segundón”. El motivo del asesinato de Caín fue la envidia: su ofrenda a Dios no fue agradable mientras que la de su hermano Abel sí lo fue, algo que no pudo soportar el orgullo herido del hermano mayor: había nacido una sociedad cainita basada en la competencia y el triunfo, en la violencia del más fuerte (el mayor) sobre el más débil (el menor). La lucha fratricida, siempre inconclusa, se había iniciado. Y Caín fue castigado por Dios a abandonar aquella tierra, la tierra paterna: “quedarás maldito y expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre de tu hermano, a quien tú mataste… Andarás vagando por el mundo, sin poder descansar jamás” (Gn 4,11-12). Caín se queja ante Dios de un castigo tan terrible: “Hoy me has echado fuera de esta tierra, y tendré que vagar por el mundo lejos de tu presencia” (Gn 4,13). Pero Dios, padre dolorido del Abel asesinado y padre dolorido del Caín asesino, perdona al fratricida aliviando la sanción: “Entonces el Señor le puso una señal a Caín para que el que lo encontrara no lo matara” (Gn 4,15).
En la pareja de los primeros hijos de Abrahán, también su hijo primogénito, Ismael, es desposeído de la herencia propia de la primogenitura: es un hijo bastardo, hijo de Abram (aún no ha recibido el nombre de “Abrahán” [Gn17] y de su esclava Agar). También aquí, Isaac, el segundo hijo, es el depositario de las bendiciones y preferencias de su padre, que termina despidiendo de casa a su hijo primogénito, hijo natural, Ismael, que se burlaba de su hermano pequeño, Isaac, así como a su concubina Agar, a instancias de su esposa legítima, Sara, que reclama a su esposo: “que se vayan esa esclava y su hijo. Mi hijo Isaac no tiene por qué compartir su herencia con el hijo de esa esclava” (Gn 21,10). Pero también Ismael, el hijo proscrito, es hijo de Abrahán, por eso éste se llena de dolor ante las exigencias de su esposa Sara que temía la competencia y la repartición de bienes y afectos entrambos hijos, y es de nuevo el Dios paternal quien consuela a Abrahán: “no te preocupes por el muchacho (Ismael) ni por tu esclava… yo haré que también de él salga una gran nación, porque es hijo tuyo (también)” (Gn 21, 12-13). El esquema es semejante al de Caín/Abel: el hijo primogénito es desheredado, en este caso por ilegítimo, pero Dios “comprende” a ambos hijos, y aunque sean expulsados de su tierra y de su casa, les da también a ellos parte de su herencia.
Nuevamente encontramos un “esquema de hermanos” similar en los dos primeros hijos de Isaac: los gemelos Esaú y Jacob. Pero en este caso, la lucha fratricida se inicia incluso en el seno materno de Rebeca, la esposa de Isaac: “… y Rebeca quedó embarazada. Pero como los mellizos se peleaban dentro de su vientre, ella pensó: ‘si esto va a ser así, ¿para qué seguir viviendo?’. Entonces fue a consultar el caso con el Señor y él le contesto: ‘en tu vientre hay dos naciones, dos pueblos que están en lucha desde antes de nacer. Uno será más fuerte que el otro, y el mayor estará sujeto al menor’” (Gn 25, 21- 23). Conocemos la historia ya anunciada desde el mismo embarazo: el segundo en nacer, aunque se tratara de mellizos, el más débil, iba a sortear todas las dificultades para convertirse en el heredero de su padre, es decir, en quien iba a detentar la línea sucesoria de predilección y salvación por parte de Dios. Jacob, el pequeño, compra los derechos de primogenitura a su hermano Esaú, por un simple plato de lentejas. Años más tarde, a través de la astucia, y ayudado por su padre que lo prefería, Jacob recibe la bendición paterna reservada al hermano mayor. Esaú, a pesar de ser inocente, debe contentarse con abandonar la tierra; las palabras de su padre son definitivas, aunque cargadas de comprensión hacia su hijo mayor: “Vivirás lejos de las tierras fértiles y de la lluvia que cae del cielo… y serás siervo de tu hermano, pero cuando te hagas fuerte te librarás de él” (Gn 27,39-40). Nuevamente encontramos aquí los mismos elementos de las narraciones anteriores. Pero hay un aspecto novedoso: el “malo” no es tanto el hijo mayor cuanto el hijo pequeño, y sin embargo, éste es privilegiado y justificado por su padre, el ya viejo y ciego Isaac, que a pesar de descubrir la trampa astuta que le tendió Jacob, engañándolo al hacerse pasar por Esaú, acepta la evidencia de los hechos y se niega a bendecir al heredero burlado a pesar del llanto y las súplicas justas de éste. Da la impresión de que, una vez más, Dios –representado aquí de algún modo en el anciano y moribundo Isaac– “fuerza las cosas”, incluso el derecho y la justicia, en favor del segundo para que prevalezca el modelo del Dios que privilegia al débil, aunque en este caso, el segundo (Jacob) no aparece precisamente maltratado por el primogénito (Esaú). Es ese “capricho” de Dios por “los segundos”, los desheredados, los desfavorecidos por las leyes humanas, los que “no tuvieron la suerte” de nacer primero. Es la “debilidad” de Dios: los hijos más vulnerables por cualquier causa, se convierten en los primeros en su corazón… incluso a pesar de sus errores, trampas y mentiras, como en el caso de Jacob.
Y por Jacob y su descendencia discurren “esquemas de hermanos” similares. Lo recordamos brevemente: Jacob tuvo 12 hijos, pero el predilecto no fue Rubén, el hijo mayor, el heredero según la ley, sino José: “Isarel (o sea, Jacob) quería a José más que a sus otros hijos, porque había nacido cuando él ya era viejo” (Gn 37,3): es decir, cuando menos podía ocuparse de su hijo y menos atención y ayuda podía brindarle. Las disputas, envidias y celos que hemos visto en los ejemplos anteriores se reproducen aquí hasta la saciedad: “Al darse cuenta sus hermanos de que su padre lo quería (a José) más que a todos ellos, llegaron a odiarlo y ni siquiera lo saludaban” (Gn 37,4). Conocemos el desenlace de esta historia: José es abandonado a su suerte en un pozo y vendido a unos mercaderes que le llevaron esclavo a Egipto. Aquí es el elegido quien tiene que abandonar su tierra y marchar al exilio, finalmente se reencuentra con su padre Jacob que bendice a los hijos de José, Efraín y Manasés, prefiriendo también al menor, Efraín, sobre quien puso su mano derecha simbolizando, una vez más, su predilección (cf. Gn 48, 14) por el más débil e indefenso ante la Ley.
Algo parecido ocurre con la historia del rey David: Dios elige al más pequeño de los ocho hijos de Jesé, un simple muchacho destinado a ser rey del pueblo hebreo, ungido como tal por el profeta Samuel. Dios va rechazando a todos los candidatos, “pues el hombre se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón” (1 Sam. 16, 7). Asimismo, el hijo mayor de David muere prematuramente, y le sucede en el trono su segundo hijo, Salomón: “el Señor amó a este niño y así se lo hizo saber a David” (2 Sam 12, 24-25). David entroniza a Salomón como rey a pesar de que la ley sucesoria recaía sobre Adonías, mayor que Salomón (cf. 1 Re 2, 22).
A modo de síntesis, podríamos decir:
1° Es significativa la coincidencia en la casi totalidad de estos relatos referidos a hermanos en la Biblia, bien si se trata de personajes simbólicos (Caín/Abel, los hermanos de Lucas 15) bien si se trata de personajes más o menos “reales” (Ismael/Isaac, Esaú/Jacob, José/hermanos, Efraín/Manasés, David/hermanos, Salomón/Adonías, etc.) independientemente de su mayor o menor historicidad.
2° En todos los casos llama la atención una preferencia manifiesta del padre (Dios) por el segundo hijo o el hijo menor, incluso en detrimento de la justicia y la legalidad y costumbres de la época. Resalta en el caso de Jacob y en el hijo menor de la parábola de San Lucas. Es decir, la preferencia del padre-Dios por el más débil, no está en consonancia con la eticidad de los actos de los hijos sino con el hecho, fortuito en sí, de ser el menor, el más débil o el menos privilegiado por la ley de los hombres.
3° El castigo por el maltrato al más pequeño siempre consiste en el exilio, el abandono de la tierra y del hogar paterno (casos de Caín e Ismael), si bien esa expatriación se da en casos del hijo menor inocente (José) o por voluntad propia en el hijo menor de la conocida parábola del Nuevo Testamento, lo que muestra que el castigo no está directamente relacionado con la moralidad negativa del acto, ni al hecho de ser hijo mayor o menor, sino más bien, al desorden en sí producido en el seno de las relaciones fraternales “cainitas”.
4° En todos los “esquemas de hermanos” aparece con mayor o menor claridad el amor, la misericordia y el perdón del padre, incluso en la narración mítica y primigenia de Caín/Abel. Dios perdona a sus “predilectos” cuando su comportamiento es pecaminoso (casos de Jacob y el menor de Lucas 15), pero perdona también a los hijos mayores, herederos por la ley pero destronados por las “razones del corazón” de Dios, porque ellos “también son sus hijos” y “siempre has estado conmigo” (cf. Lc 15,31), incluso cuando han asesinado al hermano menor (Caín) o lo han intentado (los hermanos mayores de José).
El amor del padre supera con creces todas las contradicciones del hijo; el padre comprende, acoge y perdona al hijo proscrito, al pródigo. Perdona y “se conmueve” ante delitos tan graves como el fratricidio. En el relato bíblico de Caín y Abel, sorprende el corazón conmovido de Dios ante un Caín que no se arrepiente sinceramente de su envidia y su asesinato sino que se defiende y ruega interesadamente y con desfachatez a su padre, que le salve la vida; Dios se compadece de Caín y “lo señala”, es decir, lo signa, para evitar que lo maten. Porque Caín “también es hijo de Dios”, Dios también es padre de Caín y está más allá y por encima de la justicia humana y del mismo pecado que solo Él puede perdonar de verdad.
Una última palabra en el tema de “los hermanos” y su relación con el padre en referencia a las predilecciones. Siempre he pensado que el padre, los padres, favorecen más a un hijo que a otros, aunque todos sean igualmente queridos. Pero existe una especie de pudor, o un miedo a parecer injustos si se declara públicamente este favoritismo y llega a conocimiento de los menos favorecidos afectivamente. Por eso llama la atención la libertad y la “falta de pudor” con que Dios se inclina por un hijo determinado, casi siempre el más desatendido por la ley humana o por las leyes del azar y la casualidad a la hora de ser engendrados. Llama la atención, por ejemplo en el caso de Esaú y Jacob, cómo Dios (o Isaac) se empecina en favorecer al pequeño a pesar de conocer sus argucias y mentiras para sustraerle el sitio a su hermano legítimo Esaú, trabajador y “buen hijo”. La predilección paterna por uno de sus hijos es algo “normal” en la conducta afectiva del padre. Al mismo tiempo, y con frecuencia, el padre (los padres) privilegian al hijo más desvalido, por ejemplo, si es discapacitado físico o psíquico, algo que no se da en el reino animal donde las crías más endebles y recesivas son corrientemente abandonadas o rechazadas por las leyes de la selección natural a favor de los individuos genéticamente dominantes, que nacen más fuertes y con más probabilidades de supervivencia.
¿“Así” es Dios?
Un Dios que da que pensar.
Imprevisible, inesperado, inopinado, desconcertante.
Un Dios que nos supera infinitamente en nuestra concepción de la bondad y el amor.
El Dios de los chicos abandonados, segundones en todos los sentidos, que tenían “vocación de chapuceros” para cuando fueran mayores.
Pero un Dios que nos desinstala solo puede ser un Dios que nos interese.
Un Dios que nos deja boquiabiertos solo puede ser un Dios que merezca la pena.
Un Dios que rompe nuestros esquemas más elementales solo puede ser el único Dios.
El Dios gratuito del perdón y la misericordia.
Decididamente, “solo Dios es bueno”.