«LOS QUE AL PRESENTE NOS AMAMOS EN CRISTO»
Teresa de Jesús y la mística de la vida comunitaria
Un tema ineludible al hablar de la vida consagrada es la comunidad. A nadie se le escapa la central importancia que tiene. La comunidad es la principal paradoja con la que nos encontramos: si bien no deja de ser siempre una de las mayores riquezas y tesoros, lo cierto es que también es fuente de dificultades y conflicto en la vida cotidiana de todo consagrado. Uno desearía dar con esa “fórmula mágica” para que la vida comunitaria se convirtiera sin grandes fatigas en ese ambiente ideal en el que cualquiera pudiera encontrar la fraternidad, la acogida, el apoyo y la comprensión que todo ser humano anhela. Pero casi siempre constatamos, resignados o desilusionados, que nuestra comunidad, quizás, está muy lejos de reflejar el ideal soñado.
Pero, a pesar de nuestras limitaciones y deficiencias, la comunidad no deja de ser el principal testimonio de vida de la consagración, el signo eficaz de nuestra presencia en el mundo, y el distintivo principal que Jesús nos ha encomendado: “En esto conocerán que sois mis discípulos” (Jn 13, 35).
El papa Francisco, en su Carta Apostólica con ocasión del año de la Vida Consagrada, nos invita y exhorta a ser “expertos en comunión”. Y añade: “Estoy seguro de que este Año trabajaréis con seriedad para que el ideal de fraternidad perseguido por los fundadores y fundadoras crezca en los más diversos niveles, como en círculos concéntricos… Es “la mística de vivir juntos” que hace de nuestra vida “una santa peregrinación” (II, 3).
Y Teresa de Jesús puede ser un faro y un estímulo necesario para llevar a cabo esta tarea, que nos ha de orientar en la realización de la vocación más profunda del ser humano. De hecho, no podemos olvidar que el ser humano ha sido creado como “comunidad”, a imagen del Dios Uno y Trino, y llamado a reproducir esa imagen en el transcurso de su vida. Nuestra condición comunitaria no es tanto una obligación cuanto una necesidad y un testimonio.
La dimensión del don y de la gratuidad de la comunidad
De hecho, lo que va a potenciar en Teresa de Jesús la necesidad de vivir una comunidad auténtica, es su experiencia del Dios vivo, que va a forjar en ella una capacidad diferente de amar. Teresa, aun siendo una mujer de grandes amistades, se da cuenta en un momento determinado de su camino espiritual, de que su manera y modo de amar no era el correcto, pues enfocaba su capacidad afectiva desde su configuración natural, y no desde el corazón de Dios (cf. V 24, 5-7). Su experiencia del amor de Dios y de la inhabitación trinitaria (cf. 7M 1), la lleva a tomar conciencia de su vocación a ser imagen y semejanza (cf. 1M 1, 1. 3), y de las consecuencias existenciales que ello conlleva. Posiblemente aquí se radica una de las claves fundamentales para situarnos de la manera adecuada frente a la comunidad: una realidad que no se construye en base a las simpatías naturales, sino en base a la conciencia de sabernos convocados, y de saber descubrir al otro como un don. Algo que con frecuencia olvidamos.
Dentro del mismo ámbito humano, ninguna vocación se entiende si no es en el entorno de una comunidad. Solo desde ahí adquiere y tiene sentido. Cuánto más si hablamos desde una visión cristiana del hombre. No es de extrañar que Jesús nos pida el testimonio de la fraternidad-comunidad: porque así reflejamos en nuestro vivir nuestro ser y condición como imagen de la Trinidad. Para nosotros como consagrados por el bautismo y por la profesión religiosa, la Trinidad supone el modelo constante y la referencia obligada de nuestra vida: nuestro ser y vivir reproducen su imagen. La fraternidad a la que Jesús nos invita no es otra cosa sino el reflejo mismo del ser de Dios, de la unidad entre el Padre y el Hijo, y la unidad a la que él nos llama desde el corazón de la oración misma de Jesús (cf. Jn 17).
Teresa experimenta el carisma recibido como un don del Espíritu Santo que ha de poner al servicio de la comunidad humana y eclesial. Un carisma que, sin embargo, no se agota en un solo individuo, sino que se ensancha y enriquece en la vivencia que cada uno realiza en la comunidad, donde cada uno es protagonista activo y es llamado a “ser cimiento de los que están por venir. Porque si ahora los que vivimos, no hubiésemos caído de lo que los pasados, y los que viniesen después de nosotros hiciesen otro tanto, siempre estaría firme el edificio… Porque está claro que los que vienen no se acuerdan tanto de los que ha muchos años que pasaron, como de los que ven presentes…” (F 4, 6) La comunidad, pues, se recibe como un don que ha de enriquecerse y transmitirse en cada uno de sus miembros, como sujetos responsables de su germinación y transmisión.
Comunidad y corresponsabilidad
Para Teresa de Jesús es algo evidente: hemos sido llamados, escogidos, a vivir con Cristo y como Cristo. Cristo crea comunidad en torno a sí, porque él mismo es comunidad y nos hace partícipes de su ser. Teresa intuye plásticamente esta dimensión, incluso al pensar en el número de miembros de la comunidad. Ella pensó inicialmente solo en trece. Número simbólico inspirado en la comunidad apostólica entorno a Jesús, pero que para Teresa tiene otra serie de incidencias fundamentales: “En esta casa, que no son más de trece ni lo han de ser, aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (C 4, 7).
Ella había vivido por casi 27 años en el contexto de una comunidad excesivamente grande en la Encarnación, donde llegaron a ser 180 monjas. Teresa es muy consciente de que la fraternidad para poder ser vivida en su plenitud, exige de un número reducido, donde pueda haber un contacto humano y cercano entre sus miembros. Donde se pueda dar el compartir en todos sus sentidos. Aquí encontramos, además, uno de los valores más genuinos de la innovación comunitaria teresiana. No se trata simplemente de vivir bajo un mismo techo, sino de relacionarse en autenticidad. Por eso, entre otras razones, Teresa introduce en el horario comunitario conventual los momentos de recreación, que tienen el mismo peso y tiempo que la oración silenciosa: dos horas.
Teresa también rompe con toda distinción de clases o diferencias en el ámbito comunitario. Incluso el papel mismo de la priora es visto en clave de amor, de servicio a la comunidad y de ejemplo, participando también de las tareas más humildes: “La tabla del barrer se comience desde la madre priora, para que en todo dé buen ejemplo” (Cs 22, 4).
Decíamos que la verdadera dimensión comunitaria de Teresa surge de su experiencia de Dios, de la necesidad de propagar el círculo de los “amigos de Dios”. De hecho Teresa percibe la necesidad de la comunidad en el contexto de la oración, cuando decide entregarse del todo a Cristo a partir de su conversión (cf. V 9, 1). Hasta entonces convocaba muchas personas laicas y religiosas, pero posiblemente más motivada por su simpatía y recreación personal. Al “convertirse”, su sentido de comunidad cambia: es una necesidad del espíritu y, al mismo tiempo una exigencia, pero en otra perspectiva: su conversión afectiva será el marco de un modo nuevo de relacionarse: en Dios y en quienes buscan los intereses de Dios. Ahí surgen “los cinco que al presente nos amamos en Cristo” y la finalidad de este hacer comunidad: “Procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos a otros, y decir en lo que podríamos enmendarnos y contentar más a Dios; que no hay quien tan bien se conozca a sí como los que nos miran, si es con amor y cuidado de aprovecharnos” (V 16, 7). Una comunidad llamada a ser apoyo y sostén: “andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas, que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante” (V 7, 22); pero también espacio de conocimiento de sí y de servicio al Señor.
La capacidad de comunión se va ampliando a medida que se vive más auténticamente la unión con Dios, tanto fuera como dentro del convento. Y es en estos encuentros con los otros donde en Teresa surge y se alimenta el proyecto de favorecer “algo nuevo” (V 32, 10), de un espacio donde vivir la auténtica fraternidad evangélica al servicio de Cristo.
Para Teresa el contacto directo con los otros, en cuanto ocasión para el conocimiento mutuo, es fundamental. Aquí se puede vivir la dimensión horizontal del mandamiento del amor, no como un sentimiento ideal, sino en lo concreto de la vida, en la diferencia y pluralidad de los miembros de la comunidad. La comunidad es el espacio donde se pone a prueba la autenticidad del amor a Dios, algo que para Teresa tiene un peso fundamental, porque sabe de la incidencia que la vivencia del amor tiene en el resto de la vida: “Y si este mandamiento se guardase en el mundo como se ha de guardar, creo aprovecharía mucho para guardar los demás; mas, más o menos, nunca acabamos de guardarle con perfección” (C 4, 5).
Es más, ella intuye con claridad que los grandes males de la vida religiosa acontecen cuando la comunidad comienza a desmoronarse. De ello advierte con gran seriedad a sus monjas, haciendo alusión a la peste de la murmuración y la crítica, y otros males: “Y en cualquiera de estas cosas que dure, o bandillos, o deseo de ser más, o puntito de honra (que parece se me hiela la sangre cuando esto escribo, de pensar que puede en algún tiempo venir a ser, porque veo es el principal mal de los monasterios), cuando esto hubiese, dense por perdidas. Piensen y crean han echado a su Esposo de casa y que le necesitan a ir a buscar otra posada, pues le echan de su casa propia” (C 7, 10).
Convocados por Cristo
Pero esta dimensión humana que hay que cuidar y proteger, no sustituye el auténtico sentido de la comunidad de consagrados, donde Cristo es el verdadero y único centro (C 2, 1). En Cristo, culmen de toda revelación y de la historia de la salvación, se observa todavía de un modo más patente la centralidad de la dimensión comunitaria. Su presencia, su vida, su misión se comprenden solo desde el fin de la salvación de todos: él se hace presente para que todos los hombres se salven, para que recuperemos el estado de hijos de Dios. Es otro de los grandes valores que Teresa concede a la comunidad consagrada: “Ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío” (C 1, 3), “que para eso os juntó aquí” (C 1, 5). Emerge aquí el sentido apostólico comunitario, centrado en un mismo fin, no cómo obras individuales, sino como emanaciones de un único proyecto de vida: el de Cristo (cf. C 1, 5; 3, 1. 10; 8, 3). Desde esta perspectiva Teresa nos invita a no perder de vista que la misión no es cosa de individuos, sino realidad comunitaria, que forja y hace crecer la comunidad, orientada por Aquel que convoca y envía.
La comunidad de amor se convierte, así, en el signo distintivo de sus auténticos discípulos y seguidores (Jn 13, 35). Aquí radica el testimonio de los suyos: en vivir unidos, más que en el realizar grandes obras. En este sentido la misma comprensión de los consejos evangélicos en Teresa tienen un importante matiz comunitario: la opción por la pobreza que valora la comunión de bienes; la dimensión del servicio, que privilegia a los más necesitados de la comunidad, que siempre son los otros y no uno mismo: “¡Oh, qué bueno y verdadero amor será el de la hermana que puede aprovechar a todas, dejado su provecho por los de las otras…” (C 7, 8). Pues la caridad es la plenitud de la ley (cf. Rom 13, 10) y vínculo de la perfección (cf. Col 3, 14), y por ella sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida (cf. 1 Jn 3, 14).
Cultivar el verdadero amor espiritual
Posiblemente sea este uno de los consejos más sabios y comprometidos que nos da Teresa. Consejo que no deja de cuestionarnos y de provocar una cierta oposición. Pero si un valor emerge en la obra llevada a cabo por Teresa, ese es el valor de la verdadera amistad, de la realización en la relación. De hecho en el vocabulario teresiano una de las palabras que más se repiten es “amor” y todos su derivados. La misma oración la entiende y comprende en clave relacional, de amistad. Bien podemos decir que Teresa refunda la vida comunitaria, concediendo un lugar privilegiado a la amistad, el diálogo, el encuentro, el valor de la persona. Pero todo ello fundamentado en las fuentes del amor verdadero.
Teresa, como buena conocedora de la psicología humana y mujer experimentada en los entresijos y problemas de la vida comunitaria, está siempre alerta frente a los problemas que pueden originarse en el contexto comunitario. Sabe que si nos dejamos llevar por nuestra condición natural, fácilmente caemos en la trampa de los afectos, de las divisiones, de la crítica, de la búsqueda egoísta de sí mismo. Por eso ella aterriza en cuestiones y situaciones prácticas de la vida, que pueden ayudarnos a vivir con mayor plenitud el don de la comunidad.
Son muchos los consejos que ella nos da para tratar de forjar una vida comunitaria fundamentada en el amor espiritual, y que podemos aplicar a nuestra propia vida y examinarnos a la luz de ello. Teresa se cuestiona y nos cuestiona a todos: “¿Qué gente hay tan bruta que tratándose siempre y estando en compañía y no habiendo de tener otras conversaciones no otros tratos ni otras recreaciones con personas fuera de casa, y creyendo nos ama Dios y ellas a él pues por su Majestad lo dejan todo, que no cobre amor?” (C 4, 10).
Aquí ya da la pauta para forjar este amor: abrirnos a descubrir que Dios nos ama. Un amor que se forja en nosotros cuando nos abrimos al verdadero conocimiento de lo que es el mundo, de su valor, y de lo que es Dios, de lo que es uno mismo, y de lo que merece verdaderamente la pena (cf. C 6, 3). Un amor que pone la mirada en el valor de las personas y no en las apariencias o en sus actos o apariencias superficiales (cf. C 6, 4)
Un primer consejo que nos da Teresa es plantearse cómo me sitúo yo frente a la comunidad. El auténtico amor espiritual nos hace ser personas que no buscan en la comunidad satisfacer sus carencias, o buscar regalos, contentos, o agradecimientos: “¿qué provecho les puede venir de ser amados?”(C 6, 6); “Yo pienso algunas veces cuán gran ceguedad se trae en este querer que nos quieran” (C 6, 5). Teresa nos advierte del engaño de nuestro ego, que fácilmente cae en la trampa de entregarse para encontrar su propia satisfacción, y favorece actitudes que falsean el sentido de la vida comunitaria, olvidando que la entrega es directamente a Dios. La invitación de Teresa es a convertirnos en esas personas “siempre aficionadas a dar, mucha más que no a recibir” (C 6, 7). Y a aprender a amar al otro por el tesoro que en sí mismo encierra (cf. C 7, 8: “Y si no la hay y ven algún principio o disposición para que, si cavan, hallarán oro en esta mina, si la tienen amor, no les duele el trabajo”), aunque tantas veces no sea visible a los ojos. Es decir, un amor que nace cuando uno se descubre “rico” y amado, y percibe que el otro también es un diamante en el cual habita Dios… (cf 1M 1, 1). Un amor “que se parece y va imitando este amor al que nos tuvo el buen amador Jesús” (C 7, 4). Una vida comunitaria deficiente sería el síntoma más evidente de que la persona aún no ha descubierto hasta qué punto es amada por Dios.
Otro consejo teresiano es el aprender a ser comprensivos con las debilidades y faltas de los otros: “Y aquí se muestra y ejercita bien el amor en sabérsela sufrir y no se espantar de ella, que así harán las otras las que vos tuviereis, que aun de las que no entendéis deben ser muchas más” (C 7, 7).
Y en esa misma dinámica nos invita a dar contento a los otros, renunciando a los propios gustos: “Procurar también holgaros con las hermanas cuando tienen recreación con necesidad de ella y el rato que es de costumbre, aunque no sea a vuestro gusto, que yendo con consideración todo es amor perfecto” (C 7, 7).
Si bien Teresa no es conocedora del término, ella descubre que la empatía es fundamental en la construcción de la comunidad: “Es bueno y necesario algunas veces mostrar ternura en la voluntad, y aun tenerla y sentir algunos trabajos y enfermedades de las hermanas…” (C 7, 5) y “sabernos condoler de los trabajos de los prójimos” (C 7, 6).
Una palabra especialmente sabia es la de enseñar con el ejemplo más que con la palabra y el reproche: “Procurar hacer vos con gran perfección la virtud contraria de la falta que le parece en la otra. Esforzarse a esto, para que enseñe a aquella por obra lo que por palabra por ventura no lo entenderá… Este es buen aviso; no se os olvide” (C 7, 7).
Desde su experiencia personal Teresa nos advierte de lo peligroso que puede ser el formar bandos y grupos cerrados en el ámbito comunitario, o encerrarse en amores particulares: “Guárdense de estas particularidades, por amor del Señor, por santas que sean, que aun entre hermanos suele ser ponzoña y ningún provecho veo yo en ello… en él está gran perfección y gran paz…si la voluntad se inclinare más a una que a otra…que nos vayamos mucho de la mano a no nos dejar enseñorear de aquella afección. No consintamos, oh hermanas, que sea esclava de nadie nuestra voluntad…” (C 4, 7). Y la razón no es otra sino vivir lo fundamental de la consagración: la unión más profunda con la voluntad del Padre.
Al fin y al cabo, la fraternidad pone a prueba la autenticidad de la oración y de la entrega a Dios, y aquella ayuda a ésta: “Así que, hermanas, todo lo que pudiereis sin ofensa de Dios procurad ser afables y entender de manera con todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar y no se atemoricen y amedrenten de la virtud. A religiosas importa mucho esto: mientras más santas, más conversables con sus hermanas, y que aunque sintáis mucha pena si no van sus pláticas todas como vos las querríais hablar, nunca os extrañéis de ellas, si queréis aprovechar y ser amada. Que es lo que mucho hemos de procurar: ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos, en especial a nuestras hermanas” (C 41, 7).
PARA MEDITAR:
“¡Oh hermanas mías, qué olvidado debe tener su descanso, y qué poco se le debe de dar de honra, y qué fuera debe estar de querer ser tenida en nada el alma adonde está el Señor tan particularmente! Porque si ella está mucho con Él, como es razón, poco se debe de acordar de sí; toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde mostrará el amor que le tiene.” (7M 4, 6)
“Mirad que importa esto mucho más que yo os sabré encarecer. Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco. Si Su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con sólo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio –como he dicho– es su cimiento humildad; y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo. Así que, hermanas, para que lleve buenos cimientos, procurad ser la menor de todas y esclava suya, mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir; pues lo que hiciereis en este caso, hacéis más por vos que por ellas, poniendo piedras tan firmes, que no se os caiga el castillo” (7M 4, 8).