Es primer viernes. Nuestra parroquia de San Miguel Arcángel, la más antigua de los dehonianos en Venezuela, ofrece en el atrio de la iglesia –como todos los viernes desde hace meses– una comida caliente a un grupo creciente de personas. En su mayoría son hombres que viven en la calle, mujeres con niños que no aumentan de tamaño ni de peso, trabajadores informales que deambulan intentando vender cualquier mercancía, ancianos que han quedado solos, y así muchos más. Todos tienen algo en común: hambre. Tienen hambre. Al mismo tiempo, el Santísimo Sacramento está expuesto en el interior del templo. Quien llega al atardecer para la hora santa no puede entrar o salir sin encontrarse con estos rostros, espejos dolientes de un presente lleno de sufrimiento. En el interior de la iglesia no resulta eficaz ningún método de oración. No hay silencio ni quietud. Las voces y el ruido de los que esperan afuera por la comida no cesan. El correr inquieto y divertido de los niños no lo bloquean ni el hambre ni quienes intentan aquietarlos. Y, de frente, Jesús sacramentado contemplándolo todo. Parece decir algo: a los de adentro, un incómodo ¡dadles vosotros mismos de comer!” (Mt 14,16); a los de afuera, un desconcertante “yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre” (Jn 6,35). ¡No hay escapatoria! Sea que se entre o se salga, el escenario descrito lo enreda todo: el camino a Jesús pasa por el más necesitado; el encuentro con Él, hecho pan, remite a los que tienen hambre.
Todas las entidades que configuran la congregación han sufrido tiempos difíciles: guerras, epidemias, hambrunas, persecuciones y tantísimas crisis. Una y otra vez se ha visto el festín de las ambiciones desmedidas, la cita mortífera de las intolerancias y los egoísmos, la arrogancia de ideologías divinizadas y el horror del miedo, del mucho miedo al otro, sinrazón amarga de todo desencuentro humano. La huella de tanto malquerer quedó en muchos cuerpos; la sombra de muchas llagas permanece en la memoria. En nuestro aquí y ahora son tiempos recios. El despotismo totalitario golpea fuerte de nuevo. Cuando ingenuamente se pensaba que el oro negro todo lo resolvía, se desataron las tinieblas lujuriosas de mesianismos imposibles. Con ellos se acrecentaron viejas miserias. Lo cierto es que el poeta tenía razón: “el hambre no avisa nunca, vive cambiando de dueño”1. Aquí estamos, compartiendo esta historia. ¿Tiempo perdido? ¿Riesgo inútil? ¿Qué provecho en tanta penuria? Una certeza nos acompaña: esta historia sigue siendo de Dios. De aquí no se ha ido. Antes bien, es momento y lugar para verificar la vitalidad y la fidelidad al carisma recibido, esa forma tan particular en la que el Evangelio toca inesperadamente a la puerta. En este hoy de Dios, atendiendo a nuestra idiosincrasia, una pregunta necesaria: ¿por qué y a quién adorar en tiempos de hambre?
La Biblia narra, cuenta, canta y celebra. Si de adorar y de adoración se le pregunta, responde con personajes e historias que llevan más a relaciones y gestos que a conceptos. Una postración (cf. Gn 18,2) o una acción cultual (cf. Gn 22,5) son ejemplo de acciones concretas que indican frecuentemente una forma de relacionarse con Dios o con los demás. Muchos matices son posibles en el significado de ambas, desde la adoración convencida a la sumisión forzada. En el caso de los textos apenas citados, el sujeto es Abraham, pero no establece en ninguno de esos contextos un paradigma a seguir. Lo que se busca del patriarca es que sea canal que acoja las bendiciones de Dios y que viva en continua obediencia (cf. Gn 22,15-28), o como ya lo había oído antes: “camina en mi presencia y sé irreprochable” (Gn 17,1). Más adelante, cuando su descendencia sufre la esclavitud, una postración se eleva como gesto desafiante que nace de la credibilidad dada tanto a la cercanía de Dios como a la libertad anunciada: “el pueblo creyó; y cuando oyeron que el Señor había visitado a los israelitas y había visto su opresión, se postraron en señal de adoración” (Ex 4,31).
Son las entrañas de la Pascua, memoria viva que reconoce y celebra el paso del Señor (cf. Ex 12,27-28). Por eso, a pesar de las estructuras que Israel desarrolla como pueblo a lo largo de su historia, lo que realmente importa es contemplar lo más genuino de su Dios: “adoraban y celebraban al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor” (1Cor 7,3). Las voces vigorosas de los profetas no dejaron de reivindicarlo: “¿Quién es como yo?” (Is 44,7).
El proyecto antagónico es el de los ídolos, que “no saben ni comprenden, porque tienen tan tapados los ojos y el corazón, que no pueden ver ni entender” (Is 44,17). Ni sienten ni padecen. No aman. Con ellos no cabe más relación que la del miedo o la de la muerte. Deshumanizan. La idolatría, con sus muchos rostros, paraliza la vida. La adoración, por el contrario, es camino que se abre; es búsqueda y encuentro, invitación y sorpresa que se comparte; es cita imprevista que descentra. Son dos maneras incompatibles de entender la vida. Hay que elegir2. Así lo vivieron los hombres sabios que desde el oriente se encaminaron hacia un desconocido rey apenas nacido (cf. Mt 2,12). Fue una travesía que dejó al descubierto al falso adorador, al que no se alegra por ser visitado ni se desplaza para visitar a nadie, porque tiene miedo y su poder lo domina. En su avidez por controlarlo todo, Herodes engaña. Piensa en el pequeño de Belén como la mayor de las amenazas (cf. Mt 2,3- 8)3. El verdadero adorador, en cambio, no sucumbe a la ambición ni a la mentira porque se goza de estar enraizado en el corazón de Dios, único lugar del que no está dispuesto a salir, pero sí a que sea compartido con otros muchos.
Quien adora se descubre visceralmente amado. Esa es la vivencia de Jesús en medio de una realidad de pecado: “Este es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mt 4,17). Solo adora el que acepta agradecido estar en las cosas del Padre (cf. Lc 2,49). Por eso Jesús no sucumbe a propuestas falaces que buscan alejarlo de lo que Dios más ama de Él: ¡que sea hijo, hombre verdadero, capaz de ser hermano y amigo! Cimentado en ese amor, Jesús resiste con lucidez meridiana los embates del mal: entiende que el desafío no es convertir piedras en pan, sino ¡hacer pan la propia vida!; sabe que el verdadero poderío no está en señorear sobre reinos ensimismados, sino en el inclinarse ante rostros concretos, acogidos en su diversidad, amándolos en su fragilidad; y porque adora en verdad, Jesús no hace de los lugares de Dios –la tierra toda– un escenario narcisista sino un espacio donde el cielo, más que un rival a desbancar, es asumido como horizonte y casa (cf. Lc 4,2-12).
Jesús hizo de su vida una exposición permanente, pero no al estilo de las colecciones de arte protegidas e intocables. Antes que todo, se expuso sobremanera al bienquerer del Padre, al hacer del Espíritu y a los avatares de lo cotidiano compartiendo con las gentes de su tiempo. En esa cotidianidad recibió gestos reverentes (proskyneo) que en sí mismos pueden vincularse al sometimiento o a la adoración. La mayoría de las veces, cuando estos gestos tienen a Jesús como destinatario, entrelazan una admiración sincera y una esperanza confiada: Él puede hacer algo bueno. El tentador nunca logró nada parecido para sí. Cuando acontecen, Jesús descubre la oportunidad para hacer suya la inquietud del otro, dando a entender que el proyecto del Padre que le apasiona es de dignidad y vida para todos, no de marginación ni de dominio esclavizador para nadie. Así lo vivieron, entre otros, un leproso, un jefe de los judíos y una mujer cananea (cf. Mt 8,2; 9,18; 15,25). Pero Jesús también supo de gestos adulones, de falsos adoradores que no buscaban más que un ventajismo o una cuota de poder, como el prestamista inmisericorde o la familia ambiciosamente arribista (cf. Mt 18,26; 20,20). En todo caso, ni se sirvió de nadie para provecho propio ni cultivó dependencias malsanas. Menos aún en la mañana de Pascua, cuando los suyos quedaron atónitos ante su presencia victoriosa. El resucitado, lejos de entretenerse complacido ante los gestos reverentes de los suyos, los redirecciona de inmediato hacia los que no están, a los que aún no lo (re)conocen como vencedor de la muerte y el pecado. El reconocimiento del resucitado se transforma en misión y anuncio.
Contaba una venerable religiosa, la hermana Adoración, que solo cuando entendió que su nombre de bautismo equivalía a un programa de vida fue entonces cuando empezó a sentirse dichosa de llamarse así. Decía ella que cada vez que lo oía cuando la llamaban le ayudaba a profundizar en la razón de su existencia y en su vocación; de su parte, cuando lo pronunciaba para presentarse a los demás sentía que estaba haciendo una propuesta evangelizadora, ofreciendo un modo de vivir y una manera de situarse en las coordenadas del tiempo y del espacio. Pero la realidad es que ese tipo de nombres personales hace décadas que han caído en desuso en los países de lengua castellana. Ya nadie elige nombres así. El término ha quedado reducido en el lenguaje común a una expresión de gustos y afectos muy personales. Se adora una música, un lugar, o un plato de comida. En ese sentido resulta muy oportuna la reflexión de Pablo d’Ors: «Esta es una palabra que hoy nos resulta extraña, pero adoración significa, simple y llanamente, que el hombre no se realiza por la vía del ego, sino saliendo del propio micromundo y superando esa tendencia tan nefasta como generalizada de la apropiación y autoafirmación. Adoración quiere decir tan solo dejar de vivir desde el pequeño yo para dar paso al yo profundo, donde mora el huésped divino. La adoración u oración contemplativa es la única medicina frente a la idolatría del yo. “Adora al Señor tu Dios y sírvele solo a él”, es la respuesta de Jesús a la última tentación con que le prueba el diablo. Esto podría hoy traducirse así: «Tú no eres el centro del mundo, sal de ti»4.
Al retomar el cuestionamiento inicial –¿por qué y a quién adorar en tiempos de hambre?– la respuesta apunta a una inconformidad: esta realidad nuestra no está resultando el mejor de los caminos. Mucho ídolo disfrazado de amor al pueblo se ha ido consolidando en pedestales sostenidos sobre la indigencia de unos y la codicia de otros. Mucho becerro de metal anda suelto. Adorar hoy, aquí y ahora, es proclamar la vigencia del Dios cercano que se hace alimento de vida y para la vida en Jesús de Nazaret. Adorar es asumir el reto de purificar el corazón de vanidades y distracciones que buscan separar y enemistar a los comensales de la mesa compartida que se nos ofrece. Quien adora, consciente de la mentira manipuladora que está al acecho, es capaz de mantener la mirada en el corazón del que tanto ha amado y no ha dejado de hacerlo. Ante tanto vocerío hueco que no busca más que acallar imponiendo silencios de muerte, la adoración es escuela para acoger la voz del otro, como siempre hizo Jesús: «Por medio de la adoración eucarística queremos devolver a toda la vida de los hombres su carácter de diálogo filial con el Padre, uniéndola de modo explícito a la adoración de Cristo»5.
Adorar significa entonces apasionarse por la mirada de aquel que ha amado primero, aceptando la conversión de la propia mirada a la luz del que siempre está atento a los clamores de los que más sufren. No cabe una dicotomía entre adoración y pobreza, porque no la hay entre el misterio pascual y la realidad humana por la que el Hijo ha entregado la propia vida: «Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles»6.
La mirada tan particular y cotidiana de la Pascua de Jesús nos asocia a su “estar en las cosas del Padre”. Esa es la proclama que nace del estar con él. Cuando más empujan las urgencias a dar respuestas inmediatas, más alto es el riesgo de quedar atrapado en las propias redes y ser consumidos por el inmediatismo desesperado. Por eso, este “hoy de Dios” pide acudir precisamente más a Él,
acercándonos más a su corazón para dar mejor y más comprometida respuesta, configurando la vida en la Pascua del Señor: «La adoración eucarística cotidiana será un tiempo de gratuidad y contemplación para profundizar nuestra unión al sacrificio de Cristo para la reconciliación de los hombres con Dios y para obrar la unidad entre los cristianos y entre todos los hombres»7.
La solidez del “dadles vosotros de comer” exhorta a sacudir perezas y a reconocer agradecidos la confianza que una tal provocación entraña. La respuesta agradecida a ese “cuento contigo” no debe ser otra que hacer creíble con la propia vida que, en verdad, Él es el pan de vida, y no la piedra que desangra la boca. En clave dehoniana se ha entendido como nuestra singular manera de servir: «Para el Padre Dehon, pertenece a esta misión, en espíritu de oblación y de amor, la adoración eucarística, como un auténtico servicio a la Iglesia; también es propio de esta misión el ministerio entre los pequeños y los humildes, los obreros y los pobres, para anunciarles la insondable riqueza de Cristo (cf. Ef 3,8)»8.
El Señor sí que puede preparar una y muchas mesas, tantas como haga falta9. La madre de todas las mesas, servida de corazón al inicio de la feliz noche que ilumina toda oscuridad y disipa toda tiniebla, sigue preparada, abierta, con tierno pan y el aroma del buen vino. Hay mucho que recibir y más aún para compartir. Que las excusas no ocupen los puestos con tanto amor preparados.
* Artículo publicado en Dehoniana Docs, DEH2017-02-ES.
1 Rafael Amor, No me llames extranjero (1977).
2 En este sentido, la reflexión de Olegario González de Cardedal: “Hay una cultura derivada de la adoración del Dios vivo y hay otra cultura derivada de la adoración de los ídolos; una y otra deben ser diferenciadas. La fe solo supera lo que asume, discierne e incorpora. Por eso, una Iglesia que no es creadora no puede ser crítica; una Iglesia que no es solidaria en situaciones particulares no puede arrogarse una función profética con pretensiones universales” (Dios en la ciudad. Ciudadanía y cristianía, Salamanca 2013, 38).
4 El mismo verbo que indica el desconcierto de Herodes (tarasso), Mateo lo usa para los discípulos cuando no reconocen a Jesús (cf. Mt 14,26ss.).
4 Pablo d’Ors, Un padre del desierto para hoy. Las siete palabras de Charles de Foucauld.
5 Cf. Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús, Prepararse para servir. Ratio formationis generalis, Roma 2014, 108d.
6 Papa Francisco, No amemos de palabra sino con obras. Mensaje para la I Jornada Mundial de los Pobres, Vaticano 2017.
7 Ratio formationis generalis, 108c
8 Regla de Vida SCJ, 31. De notar que la editio typica expresa en francés una coordinación más inmediata y articulada entre adoración y (et) ministerio entre los pequeños: “Pour le Pére Dehon, á cette mission (…) appartient l’adoration eucharistique, comme un authentique service de l’Église, et le ministere aupres des petits (…).
9 Rebecca W. Poe Hays, «Trauma, remembrance, and healing: The meeting of wisdom and history in Psalm 78», Journal for the Study of the Old Testament 41.2 (2016) 183-2