Ayer, pasenado un rato por la playa (una de las muchas ventajes de vivir en Vigo), pensando y admirando lo regalado, me salió al paso un señor de unos sesenta y pico años, que me dijo, con una pequeña caracola en la mano, que eso era una maravilla de la naturaleza. Yo le dije que sí, que lo era. «Pero fíjate en esas nervaduras, como la de las catedrales góticas…», «Pués sí», contesté. Y se ve que cogió carrerilla y que tenía ganas de hablar y que el tiempo era un parámetro no demasiado importante para él.
Comenzó a hablar de todo un poco: de las mareas; de la posición de la luna; de unas pequeñas almajeas adaptadas con manchas negras; de física cuántica y recuerdos que son entidades y perduran para siempre; de cuando era niño y un vecino le robó un bocadillo que estaba comiendo, pasando como una exhalación, «no es robar, es tener hambre»; de su hermano que le decía que tenía que «hacerse notar» y él no sabía que significaba eso; de los curas que presentan la culpa como elemento de dominio de las conciencias; de las conchas con forma de mariposas; de un poema de Unamuno triste (como casi todo lo de Unamuno)… Y de pronto, cuando yo ya estaba a gusto, me dijo: «Tendrás prisa, como todos», y yo asentí y dije: «Tristemente como todos». Y sonrió y me regaló su caracola con nervaduras, sin prisas.
Sin prisas