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Preparados para una comedia y sorprendidos con un musical
Un religioso mayor en edad y, sin embargo, inquieto y joven en sus apreciaciones y criterios, cuando le pregunté cómo veía de profundo el diálogo de los jóvenes y la vida consagrada; de la vida consagrada y los jóvenes, me respondió así: «Estamos preparados para una de aquellas comedias que hacíamos en mis tiempos de seminario menor, pero es la era del musical, la participación libre y sin tiempos, en el que premeditadamente no hay escenario ni platea, porque ambos lo son y ninguno lo es».
«Participación libre y sin tiempos» es una constatación curiosa. Una auténtica agresión a las participaciones organizadas y secuenciadas. Al orden. Nuestro orden que jamás, bajo ningún concepto debe trastocarse porque conlleva afrontar no pocos nervios. Y, sin embargo, ahí está la tensión por querer encontrarnos con los jóvenes. Su recurrente aparición en nuestros textos y contextos, anuncia una desesperada búsqueda de relación con ellos. Pero es muy difícil. Tenemos escritos los libretos, adaptados los papeles, pensados los textos más largos para que los memoricen los más hábiles; tenemos diseñado el salón de actos y la convocatoria hecha para que actúen. Tenemos fijado el día y la hora y garantizado que, concluida la actuación, vuelvan a sus casas y sus cosas, a sus tiempos y nos dejen, con nuestro tiempo, perfectamente organizado, armónico y adulto.
Aquellos jóvenes, hoy bien mayores en nuestras congregaciones, encontraron en las instituciones, muchas posibilidades para lograr que los sueños se hicieran realidad y kilómetros. Realizaron un proceso de adecuación al medio poco traumático porque el orden y rigor doméstico se reflejaba en la intensa organización de las comunidades formativas. Eran tiempos de aspiración y realización en clave espiritual. De superación y firme conciencia de aprovechamiento del tiempo y la oportunidad. Aquellos tiempos no son estos y el paralelismo de aquella juventud con la actual es francamente forzado.
Hemos creado espacios comunitarios de adultos, con lecturas comunitarias desde estructuras de pensamiento que también lo son. Hemos formulado un estilo y un vivir que siendo posible, resulta disonante a una sociedad sin historia ni prejuicios. Valores como el silencio, la sumisión o la voluntad se leen en nuestro hoy como signo del pasado. Por el contrario el cambio, el vértigo, la prisa, las relaciones no convencionales, el disfrute de lo puntual, el pensamiento ecléctico tan palpable en los grupos de jóvenes resultan, por su parte, ambiguos y disonantes para nuestra paz comunitaria.
Se trata, como decía el anciano religioso, de querer conjugar el libreto estable y exacto de una comedia costumbrista, con el libreto abierto de un musical donde confluyen estilos diversos, textos y gritos, bailes armónicos y saltos deportivos… donde se representa vitalmente la pasión del instante, frente a la quietud de la espera. Y es que de fondo está aquello de la participación libre y sin tiempos que define al joven por el hecho de serlo. Lo define cuando se piensa y cuando ora; cuando comparte y cuando se relaja. Libre y participando, creando su historia, su espacio, su estilo pero no para consolidarlo, sino para que cambie. Porque el ritmo es sin tiempos. El ritmo es la vida en su latir frenético.
Seguramente a las congregaciones y órdenes, con nuestras historias adultas nos provoca desconcierto que estilos así puedan expresarse en un caminar evangélico. Creo que no es malo el desconcierto, porque historias así no son para quienes nos sabemos adultos. Pero ha llegado la hora de convencernos de que el carisma tiene más de «musical contemporáneo» que de comedia; es más historia en proceso que historia cumplida; es más proceso que realización. La dificultad del diálogo no reside en la distancia de décadas con quienes son jóvenes, sino que con el paso del tiempo hemos ido perdiendo capacidad para la curiosidad de preguntarnos cómo sería el carisma hoy, cuando pretendemos ofrecerlo cerrado en lugar de escucharlo en la calle. Por eso, quizá, nos falta imaginario para reconocer cómo sería la vida consagrada de los nacidos en el siglo XXI. A lo más ofrecemos, estirada en el tiempo, nuestra historia personal con guiños de comprensión al presente. Al final, se nota que es artificial, es otra historia… un papel de teatro que, quien es joven, puede representar un tiempo, pero no es seguro que llegue a empapar su vida.
La cuestión es delicada, pero no irreversible. Tiene mucho de desaprender, de vulnerabilidad y de ruptura. Tiene mucho de lucha con nosotros mismos porque como recientemente decía Alma Guillermoprieto, «hay dos cosas que no se pueden cultivar: la curiosidad y la capacidad para redactar».