Misión compartida: de espectadores a obreros
Compartir misión es además de semántica compartida, una necesidad para toda la Iglesia. Por supuesto, también para la vida consagrada. Pero, además, se ha convertido en una de las cuestiones más habituales y más ambiguas de la tensión, visión y organización del día a día de nuestras instituciones.
Nos parece necesario apuntar que más que incidir en lo que hacemos, incide directamente en la identidad vocacional de lo que somos. Dicho de otro modo, frecuentemente descubrimos personas que hablan de misión compartida reduciéndola a un trabajo organizado en pro de una tarea o responsabilidad. Se trata, sin embargo, de algo mucho más transversal que la mera ocupación de responsabilidades por parte de laicos, que antes eran desempeñadas por religiosos o religiosas.
Cuando la misión compartida no se ha convertido en una tarea de crecimiento espiritual y por tanto en un proceso de formación continua, las manifestaciones de la misma terminan por ser confusas, cuando no reduccionistas o pobres.
Compartir misión es una vuelta al discipulado. A la comunidad amplia y organizada en la cual Jesús, maestro, convoca, convive y envía. Cada uno en su lugar, cada uno en su responsabilidad, cada uno en sana coordinación, comunicación y dependencia.
La reflexión sobre la misión compartida necesita dos trayectos que todavía tienen poco recorrido. El primero es que nazca del convencimiento y la necesidad de respuesta vocacional. Aspecto para el que «suele faltar tiempo», formación y hasta dinero. Necesitamos muchas horas de comprensión y vida de fe compartida para que cada respuesta vocacional se descubra en misión. El segundo es que la misión sea libre, respondiendo a la necesidad del pueblo, con sentido de Iglesia y en clave de evangelización. Para ello, no basta hablar y hablar de nuevos areópagos, sino hacernos transeúntes de los mismos. Salir de las estructuras de llegada, que son nuestras obras, porque se han convertido, en buena medida, en estructuras de recuerdo, e inaugurar espacios y presencias que ya nazcan de la comunión, la libertad y la innovación.
Misión compartida requiere la igualdad que Jesús transmitió cuando hablaba del reino. Los discípulos entendieron que el mensaje era distinto a todos los maestros del momento. El suyo les pidió que se recostaran, todos sin distinción. Y los recostados en aquel tiempo eran los libres, los que podían opinar, los que eran escuchados, las personas reconocidas…
Quizá nuestras convocatorias de misión compartida deberían comenzar por espacios comunes y nuevos donde todos se sienten a la par, se abran a discernimientos en los cuales no sepamos algunos, previamente, la conclusión. Quizá, la misión compartida, como reflexión e itinerario vital, nos exija imprimir otra calidad en las comunidades fraternas. Aprender a escuchar y no monopolizar; dar la palabra y recibirla; sentarnos de igual a igual, sin falsas propiedades.
A lo mejor, en la raíz de la vida consagrada, bien llevada y bien vivida, está la posibilidad de aprender a ser hombres y mujeres de misión que se comparte y regala.