Nada más nombrado y añorado hoy que la normalidad. Suspiramos por ella, la recordamos con nostalgia, deseamos su llegada como si estuviéramos en una especie de Adviento, la esperamos como una promesa mesiánica: cuando volvamos a estar en la normalidad, no llevaremos mascarilla, podremos ir y venir a donde queramos, nos reuniremos sin tener en cuenta el aforo, viajaremos sin prohibiciones…
¿Y si desviáramos nuestros deseos en otra dirección? En concreto hacia aquella normalidad nueva que comienza en la Galilea a la que convocaba Jesús a sus discípulos la mañana del primer día de la semana. Porque a partir de ese día-que-hizo-el-Señor, todas las cosas son nuevas, la realidad queda trasformada, la vida cotidiana cambia de signo y el discípulo y la discípula que va al encuentro del Resucitado en Galilea experimenta que su vida está marcada por lo que ha vivido su Maestro y Señor.
Si Él es el Arrodillado para lavar los pies de los suyos, lo normal para nosotros es ponernos “a ras de suelo” ante los otros, sin extrañarnos que tengan sucios los pies o sus equivalentes relacionales: durezas en el trato, desviaciones tipo juanete en la conducta, reacciones callosas difíciles de manejar en la vida comunitaria.
Si somos amigos del Cuidador de los suyos, nuestra normalidad es tratar de bañar de calidez nuestras relaciones, conseguir que se resquebraje esa dureza que a veces vuelve sombrío nuestro celibato, derramar cordialidad, inventar gestos de ternura.
Si vamos en busca del Amador-hasta-el-final, lo normal en nuestra vida es ponernos a tiro para que nos alcancen los problemas de los otros y vivir un poco más desentendidos y descuidados de lo propio.
Si somos seguidores del Descartado que guardó silencio ante quienes le acusaban y condenaban, lo normal para nosotros sería no montar un numerito cuando pasa algo que nos hace quedar mal, ni sentirnos absurdamente heridos porque no nos han tenido suficientemente en cuenta.
Si somos discípulos del Vaciado que tomó la condición de esclavo, lo normal para nosotros sería no engañarnos con pretextos tipo “hay-que-ser-como-todo-el-mundo” (como en el cuento de Los siete cabritos, hay que decirle al lobo “Enséñanos la patita…”, porque la harina suele camuflar una exigencia de más independencia o más confort). Y solo cuando estamos cerca de las situaciones de extrema precariedad que vive tanta gente caemos en la cuenta de cuántas cosas podríamos vaciarnos, empezando por el armario.
Y como seguimos en Pascua, lo normal es que estemos deseando parecernos al Radiante, al Eufórico, (euforos en griego es alguien que ha llevado bien una carga, que ha conseguido buenos resultados, que es portador de algo bueno: frutos, noticias felices, alegría…) y al Viviente le sobran razones para recibir esos nombres.
Qué suerte la nuestra si se vuelve a encender en nosotros aquella “chispa de locura” que movilizó nuestras vidas hacia el seguimiento de Jesús, cuando Él nos “engañó” hasta el punto de que llegamos a encontrar normales las exageraciones, derroches y excesos de su Evangelio.