“MI CREDO”

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Así se titula un poema de mi hermana y amiga Magdalena Sánchez Blesa.

Lo transcribo en líneas continuas, dejando al lector la tarea de saborear los versos:

No creo en ti, Señor, y no me alegro. No creo en ti, por mucho que he rezado, pidiéndote, Señor, que me redimas y me perdones este gran pecado. No creo en ti, lo siento con el alma, pero quiero que sepas una cosa, cumpliré el evangelio punto a punto, cumpliré el evangelio coma a coma.

Te estoy hablando a ti, ¿a quién, Dios mío? ¿A quién le estoy hablando si no creo? Pero ¿qué más daría si no existieses, para hacer lo que dice el Evangelio?

No creo en ti, Señor, pero descuida, que voy a recibir al forastero, que voy a visitar a los reclusos, y a darle de comer a los hambrientos.

No te preocupes, Dios, que yo no busco un cielo donde ir, no es mi objetivo. Lo haré, no por librarme del infierno, lo haré sin pretender un paraíso. Lo haré porque me nace, simplemente. Lo haré porque me duele en mis adentros que esté la tierra llena de criaturas pasando pejigueras y tormentos.

No creo en ti, Señor, mas no te apures, nunca te ofenderé, líbrame de ello. Y cargaré tu Cruz hasta el Calvario sin ningún interés de ningún cielo. Y me tendrás, Señor, en cualquier calle, donde haya una persona padeciendo. Me tendrás en la cárcel, en el fango, en cada pozo, en cada basurero. En todas las criaturas de este mundo que yo me encuentre con la soga al cuello. No me guardes sillones, no lo hago por alcanzar tu Reino. Deseo que descanse mi ceniza eternamente, cuando me haya muerto. Que nadie me despierte, no me importa, que mi gloria será seguir durmiendo. Porque estoy agotada de la brega, porque no puedo a veces con mi cuerpo.

No creo en ti, Señor, da mi parcela, a quienes no han tenido nunca un techo, a quienes no han tenido nunca nada, a quienes viven siempre en el infierno. Yo cedo mi sillón, que estoy cansada de bregar y bregar a cada instante.

Porque no soy creyente, Señor mío, soy, desgraciadamente, practicante.

Cuando terminé de hacer esta confesión de fe –pues de un Credo se trata-, lo primero que vino a mi mente fue el poema clásico: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte”. Diría que en Credo y poema alienta un espíritu semejante, aunque al soneto se le reconoce nacido de la fe, y la confesión de mi hermana se declara nacida en la increencia.

Para cerciorarme de esa afinidad espiritual, probé a escribir amor –a decir Amor- donde mi hermana dice: “Señor”, o dice: “Dios”; y a escribirlo con más razón, si cabe, donde ella dice:”Señor mío” o “Dios mío”.

No creo en ti, Amor, y no me alegro. No creo en ti, por mucho que he rezado, pidiéndote, Amor, que me redimas y me perdones este gran pecado…

Te estoy hablando a ti, ¿a quién, Amor mío? ¿A quién le estoy hablando si no creo?

No hace falta seguir para caer en la cuenta de que, si ese Amor no existiese, no sería posible “hacer lo que dice el evangelio”: No sería posible  “recibir al forastero, visitar reclusos, dar de comer a los hambrientos”; no sería posible Jesús de Nazaret; no sería posible el mandato nuevo, “que os améis unos a otros como yo os he amado”. Todo eso lo aprendimos del Amor…

Tampoco sería posible el olvido del cielo y del infierno, común a las dos confesiones. Ese olvido no es desprecio arrogante de premios y castigos sino necesidad apremiante de amor incondicional: ¡También ese olvido es sacramento del amor que es Dios!

Y así, desde el amor, entramos en la eucaristía del domingo.

¿Dónde puedo, Cristo Jesús, aprender el amor si no es en ti?, ¿dónde, si no es escuchándote a ti, fijándome en ti, siguiéndote a ti?

Sin ti, el pan continuaría siendo de quien lo tiene, no de quien lo necesita; sin ti, el enfermo se apagaría en su soledad; sin ti, a la condena del encarcelado se añadiría la pena del olvido; sin ti, los pobres no tendrán siquiera la posibilidad de llamar a nuestra puerta.

Cada vez que nos asomamos a tu evangelio, entramos en la escuela donde se aprende a amar.

Cada vez que celebramos la eucaristía, nos hacemos uno con ese amor que para nosotros se hizo alimento, bebida, vestido, casa, herencia, cielo…

Cada vez que celebramos la eucaristía, nos hacemos uno contigo, Cristo Jesús, que por todos te hiciste pobre para enriquecernos con tu pobreza, que de todos te hiciste siervo, hasta dar la vida por todos.

Cada vez que celebramos la eucaristía, escuchamos el mandato que nos has dejado, tú que nos amaste hasta el extremo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Si digo que creo, pero no amo, mi confesión de fe se revelará desgraciadamente engañosa.

Si digo que no creo, y amo –si amo a los pobres, si amo el evangelio-, esa increencia se hallará sorprendida y dichosa, porque, aun sin saberlo, he amado a Jesús, he amado a Dios.

Y ése es “el Credo” por el que nuestra vida será juzgada.

Feliz domingo, Iglesia discípula del amor.