La búsqueda de la pureza suele estar muy ligada al hecho religioso. Sagrado y profano, puro e impuro, bondad y maldad, son términos opuestos con los que se juega mucho en lo religioso. Basta escuchar algunas homilías o leer algunos devocionarios, para darnos cuenta de esta realidad. Y no sólo en lo religioso, sino también en el discurso político o el de la calle, nos encontramos con estos opuestos.
Pero Jesús rompe con la dicotomía pureza/impureza y, por ende, con todas las demás. Lo hace por exceso, por sobreabundancia de amor. Se acerca al pecado feliz de hacerlo. No para pecar sino para reintegrar a la Vida a aquellos que estaban excluidos por la normativa de pureza. El Evangelio está plagado de estos ejemplos.
El Reino es ese no lugar (porque no está aquí o allí, sino dentro de nosotros) en el que estas diferencias quedan diluidas y nos encontramos con una zona mixta, mezclada, en la que el Padre hace salir el sol sobre justos e injustos, y hace llover sobre buenos y malos. Donde las instituciones más sagradas: sábado, preceptos alimenticios, tocar la impureza del pecado… se superan y se integran para sanarlas por el amor.
Por ello, ese nazareno del que dicen que es un «borracho y comilón», que no sabe «quién es esa pecadora que lo está tocando», nos avisa del peligro de querer arrancar la cizaña que está mezclada con nuestro trigo.
La tentación es muy fuerte: extirpar lo que no es bueno y dejar la pureza del trigo granado. Es más, la cizaña se arraiga y crece mucho más cuando el trigo ya está maduro y da más fruto. Las herejías más peligrosas y dañinas en la Iglesia vinieron por este camino de buscar la pureza y exigirla a los demás.
El mensaje de Jesús es claro: somos mezcla. La mies no es nuestra y a nosotros no nos corresponde la tarea de cosechar ni de separar el trigo de la cizaña. No nos corresponde ni almacenar el grano ni quemar la cizaña.