Zaqueo era curioso.
Algo se le movió dentro cuando escuchó un buen día que por su pueblo iba a pasar Jesús. No sabemos qué resorte se activó en sus entrañas pero se encaramó a un árbol para poderlo ver, aunque fuese de manera fugaz.
Nunca se podría haber imaginado que aquel profeta se fuese a fijar en él. Un ser indigno de su mirada. En ese momento el corazón le dio un vuelco, como aquel otro día del amor primero o como cuando vio por primera vez el mar.
En el momento en el que escuchó su nombre ya fue lo imposible. Imposible tras imposible se descubrió, sorprendido, en su propia casa, en su mesa, en su alma.
El momento, después de mucho tiempo (quizás el primero de su vida), en el que la intimidad se le hizo real. Su nuevo nacimiento, su bautismo sin agua pero sí con Espíritu, su verdad: daré, devolveré…
Disfrute… Y no hubo más y lo hubo todo de manera inédita. Lo imposible de una presencia.
El sólo hecho de escuchar a Jesús penetró en su corazón para siempre y comenzó una nueva vida en la que se experimentó amado.