Lo de dentro

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Jesús lo tiene muy claro: lo importante es lo que tenemos dentro y sacamos (o a veces dejamos) fuera.

No se trata de ritos exteriores mágicos que creen obtener el favor de Dios o de prácticas rituales de pureza que intentan limpiar lo que hay de malo en nosotros. Tan siquiera es que exista una división clara entre buenos y malos (como en la pelis antiguas), todo es bastante más mezclado, gracias a Dios.

Jesús se mueve muy a gusto en este mundo de claros y sombras, en este espacio en el que el aparentar para aparecer como bueno y santo ante los otros es atacado frontalmente. Y por eso escandaliza a una parte de su auditorio que no está acostumbrado a la crítica, porque ellos son los puros, lo que cumplen hasta la más mínima tilde de lo que está prescrito por Dios, pero con la gran falta de hacerlo de cara a la galería.

Por ello Jesús es tan molesto, es de los pocos que deja lo accidental para intentar hacer camino en lo esencial, en el corazón. En esa sede (esta sí que sagrada) en la que reside todo lo que somos en realidad, sin máscaras. Ese profundo que rara vez se deja ver tal y como es, esa delicadeza de lo interior que muchas veces desconocemos hasta nosotros mismos. Y ahí, en esas entrañas, sí que Dios se pasea feliz, como antaño en el jardín del Edén. Sin necesidad de lavados excesivamente obsesivos o de filacterias o de mantos (aquí cada uno que actualice a día de hoy)

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