El profeta habla a Dios, y lo hace en nombre de su pueblo.
Primero confiesa lo que Dios es para su pueblo: “Tú, Señor, eres nuestro padre; tu nombre de siempre es «Nuestro redentor»”.
Luego añade una súplica, que nace de la situación de necesidad en que el pueblo de Dios se encuentra: “Vuélvete por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”
Con la interjección: ¡ojalá! expresamos el vivo deseo de que una cosa suceda.
La pregunta que se nos ha hecho ineludible es relativa a la verdad –a la autenticidad- de ese «ojalá», en la vida de cada uno de nosotros.
La autenticidad de nuestro Adviento depende de la verdad de ese «ojalá».
Me pregunto si echamos en falta a Dios, y temo que incluso nos moleste lo que aún nos queda de él. No creo que echemos en falta a ese padre. Tampoco creo que lo añoremos como nuestro redentor.
Y si tal fuese la realidad de nuestro mundo de intereses, entonces el primer trabajo de nuestro Adviento, de nuestro camino hacia la Navidad, sería el de hacer surgir en nosotros la verdad de un «ojalá».
Nos hemos inventado un cristianismo de hombres y mujeres que acuden a la Iglesia a pedir lo que necesitan para salvarse, un cristianismo de religiosidad individual sin sentido de pertenencia a una comunidad de salvación, sin sentido de pertenencia al cuerpo de Cristo. Lo normal será que no veamos en el nacimiento de Cristo Jesús el comienzo de nuestra salvación, el comienzo de la Iglesia, el comienzo del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, nuestro propio comienzo como hijos de Dios en el Hijo de Dios. Y si no nos vemos a nosotros mismos en el misterio de la Navidad, no veo qué motivo podemos tener para alegrarnos celebrando ese misterio, no veo qué motivo podemos tener para pronunciar nuestro “ojalá”.
Un Salvador, el Mesías, el Señor, eran nombres que sólo para los pobres podían tener un significado de esperanza. Pero el nuestro es un mundo en el que la mayoría de nosotros, sin dejar de ser pobres, nos sentimos como si no lo fuésemos, y también ese sentimiento de autosuficiencia vuelve a hacer difícil, por no decir imposible, la verdad de un “ojalá”.
El hecho es que necesitamos decirlo: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” Necesitamos aprender a desear con los pobres lo que hemos olvidado como ricos.
“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”: Lo diremos desde la pobreza de nuestras vidas, desde la insignificancia de nuestra fe, desde nuestra ignorancia del evangelio como forma de vida, desde nuestra incongruencia con el evangelio, desde el escándalo que damos a quienes no conocen a Jesús y tienen necesidad de él, hombres y mujeres que lo amarían si nosotros no los hubiésemos escandalizado.
“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”: Lo gritaremos desde las arenas del desierto, desde el fondo del mar, desde los caminos de los emigrantes pobres, desde los campos de concentración, desde la angustia de hombres, mujeres y niños condenados por nosotros a sufrimientos atroces, cuando no a una muerte cruel, despiadada, pensada para hacer sufrir antes de hacer morir.
“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”: Ven hoy a nosotros en tu palabra, ven en tu eucaristía, ven con tu Espíritu. En ese solo imperativo –“ven”- alienta nuestro deseo de encontrarnos contigo. En ese imperativo guardamos la verdad de nuestro «ojalá»: “¡Ven, Señor Jesús!”