“Todo ha cambiado
totalmente cambiado
una terrible belleza ha nacido”
(W.B. Yeats, Easter 1916).
En el misterio Pascual descubrimos, no que Dios y su Hijo Jesucristo están presentes en todo el mundo por el Espíritu, sino que el mundo está presente en la Trinidad.
Y nosotros hemos entrado en escena. Quienes somos discípulos y discípulas de Jesús somos actores y actrices de este drama divino-humano[2]. Nuestra finitud y limitación está ya en proceso de transformación. Así se declaró simbólicamente en nuestro bautismo y en nuestra confirmación. El Espíritu continúa el proceso[3].
Tendemos a explicar la vida cristiana a partir del “primer nacimiento”: el bautismo. Y nos olvidamos de explicarla a partir del “segundo nacimiento”: nuestra vocación a resucitar en el Resucitado. Que no somos seres-para-la-muerte, sino seres-para-la-VIDA:
“el Dios de la creación, el Dios del comienzo absoluto, es el Dios de la Resurrección” (Dietrich Bonhoefer).
Ha sido nefasta para la teología la separación entre creación y escatología. Hay que proponer otro modelo: ¡lo primero no es la Creación (como Agustín y Tomás de Aquino), ni siquiera la Encarnación (como Ireneo), sino, sobre todo, la Resurrección. Jesús es el primogénito de la Creación, el primogénito de entre los muertos.
“¿Dónde está muerte tu victoria?” (1 Cor 15,55).
La perspectiva de “la resurrección lo cambia todo”[4]. El Espíritu que nos hace nacer de nuevo[5], no nos saca de este mundo, no nos lleva de “aquí” a “allá[6], sino que inicia aquí la transformación final: “transformados (μεταμορφοῦσθε) por la renovación de vuestra mente (ἀνακαινώσει τοῦ νοός)” (Rom 12,12)[7].
Celebramos con mucha frecuencia nuestros nacimientos, bodas de plata, de oro e incluso de platino: todo tiene que ver con el origen. Pero ¿celebramos también el “nacer de nuevo” que se realiza día a día y que llega a su culminación cuando el número de los elegidos se va completando? Nuestra vida no se va deshaciendo en la medida en que pasan los años. Se va acercando a la “nueva vida” en la cual nada se pierde, todo se recupera: ¡la resurrección lo transforma todo! ¡Nos concede nuestra auténtica identidad! ¡Somos lo que seremos!
¿Cuál es el “porvenir soñado” de nuestra vida? ¿Cuál es nuestra utopía? Nuestro Dios no quiere ¡que la muerte tenga dominio sobre nosotros! Será el paso, la angostura. Pero, “en el aprieto, me diste anchura”.
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[1] Cf. José Cristo Rey García Paredes, Cómplices del Espíritu: el nuevo paradigma de la Misión, Publicaciones Claretianas, Madrid 2015, p. 108.
[2]K. Barth, Introduction à la théologie évangelique, Genève, Labor et Fides, 1962, p. 62.
[3]“Os hago conocer un misterio : no todos moriremos, pero sí, todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la trompeta final” (1 Cor 15,51-52). ”Sicut enuim caro carnem procreat, ita quoque spiritus spiritum parit”, Tomás de Aquino, Catena Aurea, Expositio….
[4]Maurice Merleau-Ponty dijo: “l’incarnation change tout”[4]. Emmanuel Falque lo corrige diciendo: “la résurrection change tout”: Emmanuel Falque, Métamorphose de la finitude: Essai philosophique sur la naissance et la résurrection, Du Cerf, Paris 2004, p. 111.
[5] “Si el Espíritu de Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos vivificará (zwˆopoih/se) vuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11).
[6] “Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo?” (Hec 1,11), dicen los ángeles.
[7]“No todos moriremos; todos seremos transformados” (1 Cor 15,51).