Este es nuestro gozo más auténtico, el que nadie nos puede quitar, aunque en ocasiones parezca que Dios duerme, y nos veamos rodeados de injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden. En medio de esta oscuridad, y de todas las tormentas de la historia, siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce su fruto (EG 276).
Estoy convencida que no se pierde ninguno de los trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de las preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia (EG 278). Todo en las manos de Dios es transformado en bendición y vida. Tal como ocurrió en la noche de la Pascua de Jesús, no se perdió ni uno sólo de sus sufrimientos, fueron el “seno” desde donde Dios todavía hoy sigue dando vida nueva al mundo.
Volvamos a revivir el encuentro con el Resucitado de los discípulos de Emaús, recorramos aquella senda, ajustemos nuestros pasos a los suyos, entremos en su discusión acalorada, y descubramos algo más del peregrino desconocido que se acercó y de nosotros mismos.
Es bellísimo contemplar cómo este Evangelio dibuja con las palabras del relato un espacio en el cual evoluciona el creyente en su camino de fe pascual. En él se van sucediendo escenas y tiempos en los que, aparentemente se da un juego de presencia y ausencia del peregrino torpe, que no se ha enterado de nada de lo que ha pasado en Jerusalén en estos días. Pero, en una lectura más profunda, podemos descubrir el recorrido necesario de la fe que va de una “presencia visible”, cuando Jesús se acercó a caminar con ellos, a una “presencia invisible” del Resucitado.
Escuchemos el texto, y dejemos que surjan en el corazón cuestiones vitales a las que responder hoy: ¿Cómo avanza nuestra fe pascual con los años? ¿Vivimos bajo el signo del Resucitado que camina junto a nosotros, o bajo la discusión acalorada de la decepción y el fracaso aparente de nuestros planes?
[Lectura orante de Lc 24,13-26]
Formas de visibilizar al Invisible
Tal como acabamos de leer, este Evangelio nos indica tres formas de “visibilidad” del Resucitado. Estas formas se dan a lo largo del camino a Emaús y en su retorno a Jerusalén. Son tres formas de presencia que habitan el espacio de la vida de fe, y por tanto de nuestra vida, y que se muestran en el texto como un trayecto, que va desde la ceguera primera: “Sus ojos no eran capaces de reconocerlo” (Lc 24,16), hasta la apertura de los ojos: “Entonces los ojos se les abrieron y le reconocieron. Pero Él desapareció de su vista” (Lc 24,31). Literalmente el texto dice: “Él se les hizo invisible”.
A partir de aquí hay en el relato tres formas de visibilidad del Resucitado, que están expresadas en escenas de retorno, en las que el rememorar es crucial:
A) La primera visibilidad es el retorno de la memoria, que se da cuando: “Se dijeron el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32). Los dos discípulos retornan a lo que ha pasado mientras iban de camino, traen a la memoria la conversación con aquel peregrino desconocido, y añaden algo que quedó inadvertido en el momento u olvidado por el camino: el ardor del corazón2
Esta “resurrección de la memoria” de lo que ocurrió en el corazón los puso en pie. Estaban adormecidos en el olvido de esta escucha mientras el Resucitado les explicaba las Escrituras, y de pronto, en el diálogo fraterno de los dos, el recuerdo les hace consciente la experiencia, y les lleva a volver a Jerusalén. Pasan de ser fugitivos heridos a testigos urgidos por el ardor cordial.
¿Dónde nos encontramos nosotros, entre los testigos o entre los fugitivos? ¿Nos urge vivamente en el corazón llevar a los demás nuestra experiencia de encuentro con Jesús?
El encuentro por el camino fue puntual, pero el ardor del corazón ha quedado grabado a fuego para siempre, y tiene la fuerza de convertirlos en portadores de la Buena Noticia. El kerygma arde en la experiencia vivida, por eso tienen que comunicarlo. La vida precede siempre a la profesión de los labios.
¿En nuestras comunidades vivimos este retorno de la memoria que resucita el corazón?
B) La segunda forma de visibilizar al Resucitado es el retorno geográfico y comunitario, que describe San Lucas cuando dice: “Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros” (Lc 24,33). En el mismo instante que recuperan la memoria consciente de lo vivido, parten y retornan a Jerusalén. El retorno geográfico se dobla en un retorno comunitario. Tras la resurrección de la memoria, se produce la resurrección de la fraternidad como lugar donde transmitir lo experimentado.
Ya no es un dialogar dos a dos, ahora hay un paso más, se trata de volver a la vivencia de la fraternidad, tras el fracaso experimentado. Y sólo es posible si se lleva una palabra de vida en el corazón, y una disponibilidad a la escucha de los demás, tal como vivieron los de Emaús.
Los Once y sus compañeros estaban reunidos contando que era verdad, que el Maestro ha resucitado y “se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34). Los discípulos de Emaús escucharon primero estos relatos, después contaron ellos. Se recupera aquí la dimensión comunitaria de la fe, y el sentido verdadero de la vida común de las comunidades, compartir la fe experimentada, para ser piedras vivas de un nuevo templo, en el que el Resucitado se haga visible a través de nuestras palabras compartidas.
¿Creemos de verdad en esta dimensión comunitaria de la fe, o nos cerramos en nuestros individualismos y pequeños intereses?
C) Es ahora cuando aparece una tercera forma de visibilizar al Resucitado, y es lo que llamamos el retorno narrativo, que San Lucas expresa así: “Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24,35). Sí, ellos contaron, es la resurrección de la boca que han de vivir los testigos que quieran anunciar el Evangelio a esta generación. Pasaron del lamento y la discusión, al relatar experiencias.
Y este retorno narrativo comprende dos elementos: lo que ha pasado por el camino, la conversación, y cómo lo reconocieron al partir el pan; palabra y pan, lo que el hombre necesita para vivir; y es esto lo que trae el Resucitado a estos dos discípulos que huían de Jerusalén.
El ardor del corazón, la relación comunitaria, y el acto de contar, son tres maneras de volver visible al Invisible. ¿Nos cuidamos de vivir en verdad estas tres maneras de hacer visible al Resucitado en nuestras comunidades?
En las tres formas, la palabra tiene una importancia decisiva, por ello vamos a ver el recorrido de la palabra en estos dos discípulos, que es el recorrido que hemos de hacer cada uno de los que queramos ser discípulos del Resucitado, según el Evangelio.
El recorrido de la palabra
El evangelista traza un trayecto de la palabra que podemos dividir en varias etapas, itinerario que ha de seguir todo el que quiera madurar en la fe pascual que alienta nuestras vidas, y todo el que quiera velar sobre sus palabras para ser una persona resucitada.
Estas etapas son: el tiempo de la búsqueda (Lc 24,13-16), el tiempo del diálogo (Lc 24,17-27), el tiempo de la presencia (Lc 24,28-31) y el tiempo de la memoria y la narración (Lc 24,1-35). Veamos brevemente cada etapa.
El tiempo de la búsqueda (Lc 24,13-16)
Los discípulos caminan de Jerusalén hacia Emaús, van por el camino con aire entristecido, y discutiendo acaloradamente sobre los acontecimientos vividos esos días, pero algo inesperado ocurre, Jesús hace ruta con ellos. Es el tiempo de la marcha, y los discípulos están entrelazados por las palabras lanzadas uno a otro sobre lo que ha tenido lugar en Jerusalén. Esta conversación da lugar a la interrogación que Jesús provoca en ellos: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?” (Lc 24,17). Aunque ellos están huyendo, en sus palabras hay una “búsqueda común”, una connivencia se establece entre los discípulos de Emaús, remarcada por Jesús que se aproxima, se introduce en la conversación, y en la búsqueda de sentido de todo lo ocurrido.
Es importante esta primera etapa de nuestra palabra, esta búsqueda acalorada y llena de lamentos, pero búsqueda al fin, hecha en común con quien camina a mi lado. Con su pregunta el Resucitado invita a avanzar e inaugura una segunda etapa.
El tiempo del diálogo (Lc 24,17-27)
En este segundo tiempo a las cuestiones y preguntas, sucede la interpelación y la explicación. El diálogo está entramado por una cuestión que plantea Jesús: “¿Cuáles son esas palabras que intercambiáis caminando?” (Lc 24,17) Es una discusión en la que se lanzan argumentos uno a otro3. Sólo se abren a un verdadero diálogo cuando Jesús los para con su interrogante, así son conducidos a no intercambiar sin demasiado saber a dónde les lleva la discusión, sino a responder a cuestiones que dan luces a los acontecimientos. Este responder da pie a contar lo que ha pasado en Jerusalén e introduce el verdadero diálogo.
El evangelista hace coincidir en su relato dos dinámicas paralelas: caminar en discusión y pararse a contar. Cuando se camina entre lamentos y quejas, los ojos se ciegan y no ven a Jesús. Cuando se cuenta lo vivido en una parada sabia, se abre una rendija para que Jesús entre, y explique el sentido profundo de la historia, haciendo que resurja el ardor del corazón.
La pedagogía de Jesús es sencilla: después de reunir geográficamente a los discípulos, se abaja al nivel de su saber, allí donde ellos están, en posición de auditor no entendido, para poder entrar en la vida de los que huían de los acontecimientos.
Une los dos polos del Cristo: sufrimiento y gloria, y los vincula con el cumplimiento: “¿No era necesario…?”. Jesús así libera la vida contenida en el seno de las Escrituras, que es lo que conduce a la verdadera inteligencia, leer desde dentro.
El tiempo de la presencia (Lc 24,28-31)
El camino se termina y el peregrino hace ademán de seguir adelante. La proximidad del término espacial, el pueblo, y temporal, el anochecer, indican la finalización de la palabra y del tiempo del diálogo. Entonces hay una fuerte palabra de invitación: “Quédate con nosotros”. El diálogo no ha agotado la palabra, ni el deseo de conocer a aquel peregrino desconocido, sino que demanda una presencia. Ese “quédate” hace posible el reconocerlo al partir el pan.
Una comunidad de tres está creada entre los que han hablado de estos acontecimientos por el camino. Una mesa, un pan y una bendición, antes de hacerse invisible a sus ojos. Lo último que sale de la boca de Jesús son palabras de bendición. Acogerla es lo que proporciona el celo y el arranque para ir a Jerusalén e inaugurar otro tiempo.
El tiempo de la memoria y la narración (Lc 24,31-35)
De nuevo los dos discípulos se encuentran solos, pero ahora no discuten, comparten una misma maravilla vivida. Se trata de recordar: “¿No ardía nuestro corazón?” El Resucitado no sólo ha entrado en la casa, se ha introducido en su hábitat interior, en su corazón y en su memoria4. Ahora ya vive para siempre en ellos.
Y vuelven a Jerusalén, donde son acogidos por unas palabras de anuncio: “¡Es verdad, el Señor ha resucitado!”. Entonces cuentan lo vivido a los Once y sus compañeros. El relatar recordando, despierta la conciencia del ardor del corazón, y la memoria se convierte en un instrumento de revelación del Resucitado. El acto de contar hace revivir la vivencia con aquel peregrino. En el corazón del intercambio surge una presencia, conocida del lector, pero también de los personajes del relato: “Se ha aparecido a Simón” (v.34). Aún no salen del asombro. Y queda abierto el relato a los lectores de todos los tiempos, para que lo continúen, sumándose a este contar lo que nos ha pasado por el camino.
1 Cf. C. M. Martini, Creo en la vida eterna, San Pablo, MADRID 2012, 10-15.
2 Cf. S. Reymond, “Une histoire sans fin: les pélerins d’Emmaüs (Lc 24, 13-35)” en: D. Marguerat, Quand la Bible se raconte, Les éditions du Cerf, Paris 2003, 123-141.
3 Antiballo es el vocablo griego del texto que significa arrojar contra, objetar, disputar. Se trata de una discusión acalorada.
4 Cf. J.N. Aletti, L’Art de raconterJésus Christ. L’ecriture narrative de l’evangile de Luc, Editions du Seuil, “Parole de Dieu”, Paris 1989.