La reforma de las palabras

0
1190

Estoy convencido de que la reforma emprendida por Francisco es mucho más densa de lo que podemos pensar. También he manifestado mis miedos y cautelas ante la imagen de  ”superstar” adjudicada al obispo de Roma y que él mismo tanto detesta y denuncia. La “franciscomanía” forma parte de la misma labilidad y frivolidad de esta sociedad líquida y  postmoderna; presente también, por supuesto, en las huestes eclesiales: las que cabalgan delante y las que renqueamos en la inevitable cola eclesial acostumbrada a asentir, aplaudir, procesionar  y decir amén para luego regresar a casa sin más. Sin más participación, quiero decir. “Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangélicos de las propias comunidades” (Evangelii gaudium, 33).

En alguna otra parte de este blog, escribí que la reforma eclesial sólo puede ser una “reforma de amplio espectro”, como los antibióticos más eficaces. Es inútil abordarla “a cachitos”, fragmentariamente. “Nadie cose un remiendo de paño  sin tundir en un vestido viejo, pues de otro modo, lo añadido tira de él, el paño nuevo del viejo, y se produce un desgarrón peor” (Mc.2,21). Temo que nos quedemos boquiabiertos o embobados, satisfechos o no tanto, en la contemplación pasiva de  que Francisco esté cosiendo “remiendos de paño sin tundir” en el viejo paño eclesial. El desgarrón podría ser peor.

Uno de los trozos de paño nuevo que hay que injertar en el añejo tejido eclesial tiene que ver con  la diferida renovación del lenguaje. Estamos excesivamente fijados y encapsulados en una terminología arcaica, des-significativa, incomprensible por caducada. Las palabras nunca son inocentes, nunca son neutrales. Cada palabra, cada concepto, como signo transmisor de un pensamiento o de un sentimiento, es un código que debe ser inteligible; de lo contrario hablamos por hablar, pronunciamos sin recepción. Dice Francesc Torralba: “En teoría de la comunicación interpersonal se sostiene la tesis de que para que haya comunicación fluida entre el emisor y el receptor es necesrio que ambos compartan unos sistemas de signos y de símbolos, un código, pues, que de otro modo no pueden interpretarse mutuamente”. Por eso hoy se habla de “descodificar” el lenguaje para intentar conectar la emisión con el receptor. Me temo que buena parte del lenguaje eclesial, especialmente el teológico, no obedezca ya a los rasgos imprescindibles de un código de comprensión generalizado; que se haya convertido en jerga habitual carente de significación real y transformadora. Seguimos transmitiendo el Mensaje en una clave lingüística agotada en sí misma por el paso de los años y la evolución misma del pensamiento. ¿Qué entiende la gente cuando hablamos de “pecado, remisión, conversión, cielo, infierno”? Nuestros grandes misterios, fundamentos de nuestra fe: “encarnación, revelación, resurrección, pascua, parusía, Trinidad, Espíritu Santo”, ¿pertenecen al “universo religioso/cristiano del hombre y la mujer de hoy? ¿No es posible una “traducción”, una “adecuación” más inteligible para la gente de hoy? ¿Qué entiende la gente cuando hablamos “así”? Intuyo que no tiene lugar una reflexión crítica en las mentes y en los corazones de quienes nos escuchan, simplemente una sedimentación ingenua y un asentimiento domesticado desprovisto de la más elemental racionabilidad. Francisco se atreve a decir: “Algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia quedan fuera del contexto que les da sentido… Conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo” (EG,34).

Vivimos nuestra fe inmersos en una teología neo-escolástica, barroca, post-tridentina. El Vaticano II sólo ha conseguido “modernizar” y “barnizar” algunos conceptos teológicos clave. Pero dudo que hayan sido introyectados, digeridos.  ”La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado” (Juan Pablo II). Tal vez nuestra gente conecte con la “nueva melodía” postconciliar que Francisco ha vuelto a entonar, pero desconoce la partitura. Quizás la escamoteamos por miedo, por ignorancia o por velados intereses. No me parece ético consentir que nuestros cristianos de a pie vivan obedientemente una fe teológicamente trasnochada, hilvanada con palabras apolilladas que se repiten y transmiten sin interés por rescatar la gran riqueza y lozanía, la calidez, que esconden los grandes Misterios del cristianismo. Lo más preocupante no es que casi nadie entienda lo que se dice sino que a muy pocos les preocupe que sean pocos quienes nos entienden.