“La oscura celda no es estación término”. Así reza el verso que una persona amiga me ha enviado debajo de la foto del Papa sentado en la celda en la que murió Maximiliano Kolbe. Murió, sí. Como todos. Pero en este caso le mataron. ¿Y qué hace el Papa en el lugar del martirio del religioso franciscano, del hermano menor, del que entregó la vida para salvar a otro hermano desconocido? La rabia, e incluso el deseo de venganza serían comprensibles. El clamor por la justicia sería igualmente comprensible y más cristiano. El reclamo de la verdad sería otra salida digna. Pues bien, Francisco no tiene rabia, no pide venganza, ni justicia, ni verdad. No culpa a nadie. No pregunta por el silencio de Dios. Es él, el Papa, el que guarda silencio. Silencio significativo, silencio que invita a la reflexión, silencio que es un grito de horror.
Cuando se decide a hablar solo pide perdón. Lo pide en primera persona. Porque todos necesitamos perdonar y ser perdonados. “Perdón, Señor, ante tanto horror”. Perdón, Señor, a ti que eres Misericordioso, rico en Misericordia. Rico, o sea, que te sobra por todas partes, que tienes tanta que desborda y parece que se pierde inútilmente. Pero en esta palabra de perdón está nuestra salvación. La salvación para unos y para otros, para víctimas y verdugos. Para que un día deje de haber víctimas y verdugos y aparezca una nueva humanidad, una nueva hombría, en la que todos vivamos reconciliados, unidos, enlazados, porque el amor llena nuestra vida.
La palabra del perdón el Papa la pronuncia en esta celda oscura, signo de los infiernos que los hombres somos capaces de crear. Y al pronunciarla desde ese oscuro lugar, el perdón se abre a la esperanza de la misericordia. Esta esperanza que está segura de que las celdas oscuras no son estación término. Solo son estación de paso. Porque hay vida. La Vida que en Jesucristo se manifestó. Vida más fuerte que todas las muertes. Vida que es luz. Por eso la segunda foto que ofrezco es la ofrenda de luz que el Papa hizo en Auschwitz-Birkenau, frente al monumento a todas las víctimas. Allí están los nombres que los hombres no deberíamos olvidar nunca. Los hombres, sí, porque Dios siempre recuerda nuestro nombre.