Buscamos al hombre, y en esta “lógica de la debilidad” no vamos a entretenernos en un juego dialéctico de ideas, considerando de modo abstracto cómo se atraen y repelen. Es la vida concreta de un hombre, Pablo de Tarso, lo que importa sondear; y será su propio testimonio el que nos instruya sobre el lote de “flaquezas” que acusó y sobre una extraña entidad parásita de ese lote (en realidad parasitada por él, o, mejor aún, en simbiosis con él): la fuerza que le permitió afrontar la dura circunstancia y desplegar la ardua misión.
El lenguaje de Pablo
La paradoja, fórmula que envuelve una aparente contradicción, tiene sus ventajas. Una de ellas consiste en que se graba mejor en la memoria: ¿no resulta fácil retener, p.ej., la palabra profética «sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5)? Otra ventaja estriba en que, al provocar extrañeza, aguijonea al pensamiento y lo despereza: «menos es más» (el arquitecto Mies van der Rohe), «cuanto peor, mejor»; tienen estas breves frases un toque enigmático e insolente que nos reta a que lo despejemos. Quizá más tarde, a fuerza de oír una paradoja a menudo, se embote su filo de antaño, hasta el punto de que debamos reconocer con Proust que –¡nueva paradoja!– «las paradojas de hoy son los prejuicios de mañana».
Pablo maneja esta figura de lenguaje. Declara, p.ej., a los corintios: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10). Y a los gálatas les escribe: «la misma ley me ha llevado a romper con la ley, a fin de vivir para Dios» (Gál 2,19); «para la libertad habéis sido llamados. Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados; antes bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor» (Gál 5,13). Albert Vanhoye explica esta última paradoja señalando que lo que se hace por amor no se hace por violencia, sino libremente y con gozo.
El apóstol no emplea solo la paradoja; recurre también a la ironía. Escribe a los corintios: «ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también junto con vosotros! Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros honorables, nosotros despreciados» (1 Cor 4,8.10). En ocasiones maneja el sarcasmo: «por ahí andan muchos que son enemigos de la cruz de Cristo. Su dios es el vientre; su gloria, sus vergüenzas» (Flp 3,18-19). Se refiere a judeocristianos enrocados en la tesis de que la estricta observancia de las normas sobre los alimentos puros (“el vientre”) y la práctica de la circuncisión (“las vergüenzas”) son esenciales para salvarse. Nosotros reflexionaremos aquí sobre la primera paradoja citada: «cuando soy débil, entonces soy fuerte».
Las heridas de Pablo
Parecen bastante extendidos y naturales el deseo de evitar emociones negativas y conflictos, la tendencia a huir de un entorno hostil y acogerse a un mundo amigo, la búsqueda de la seguridad. Se requieren condiciones físicas especiales, mucho temple y capacidad nada común de riesgo para ponerse delante de un toro o para escalar una pared vertical a cuerpo limpio. No obstante, cuando lo que está en juego es la salvaguarda de la vida de las personas, o la vigencia de determinados valores que la dignifican, uno puede posponer su tranquilidad y bienestar, e incluso arriesgar la propia seguridad vital. Lo recuerda una historia: «Muere un hombre y va al cielo. Al encontrarse con el ángel que registra las acciones buenas y malas de los hombres, éste le pide: “Enséñame tus heridas”. Contesta el hombre: “¿Qué heridas? No tengo ninguna herida”. Y el ángel le replica: “¿Jamás se te pasó por la cabeza que pudiera haber algo por lo que valiera la pena luchar?». Las necesidades emocionales se deben supeditar a realidades de más valor.
Pablo, ciudadano de Roma, no está en condiciones de exhibir un sorprendente cursus honorum, al modo de la imparable marcha ascendente de ciertos políticos romanos. Su aspecto es ruin, y como orador no parece que despliegue una elocuencia arrebatadora (2 Cor 10,10). ¿Realizó milagros? Al menos recuerda que su predicación fue con demostración de espíritu y de poder (1 Cor 2,4), con la fuerza y plenitud del Espíritu Santo (1 Tes 1,5); tesalonicenses (ibíd.) y corintios (2 Cor 12,12) lo pueden corroborar. También ha vivido experiencias inefables (12,1-7). Puede, pues, emparejarse con sus adversarios, esos superapóstoles que quizá lucían espléndidos carismas ante el auditorio, y hasta los aventaja; pero cabe enumerar una lista de dolorosos fracasos, en particular con los de su raza, que empañan demasiado la hoja de servicios de un cursus honorum.
En todo caso, Pablo, como quien se adelanta a la inspección del ángel, expone a los corintios sus heridas. Estas “flaquezas” no son ahora principalmente incapacidades humanas, o la enfermedad (como en Gál 4,13-14); son consecuencia del ejercicio de la misión en un mundo abiertamente hostil, y tienen variadas manifestaciones: “debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y angustias” (2 Cor 12,10; 6,4ss; 1 Cor 4,9-14). Ya lo había previsto él (Tes 3,4). Sobre su nuca soplan como viento gélido la contradicción de sus adversarios, la siembra de sospechas sobre su legitimidad apostólica (se ha hablado de una auténtica “marejada antipaulina”), las persecuciones de los judíos (ahora, como cristiano, ha probado él su propia y lejana medicina). Añadamos todas las penalidades de la misión (privaciones materiales, actos de violencia sufridos, fatigas, reveses, estados de ánimo oscilantes, trances especialmente duros, sufrimientos morales) y la constante preocupación por las varias vicisitudes de las iglesias que ha fundado (2 Cor 11,23-29). Llegan momentos –él mismo lo confiesa durante su estancia en Éfeso– en que se siente abrumado por encima de sus fuerzas y aventura la llegada de la hora final (1,8-10). Se ha convertido en la basura del mundo y el desecho de todos (1 Cor 4,13). En suma, lleva una vida asendereada y con frecuencia está en el límite (2 Cor 4,8-9; 6,4ss); oposición y fracasos son el pan de lágrimas que no deja de probar.
Clave para sobrellevar la debilidad
Pero Pablo persevera con toda entereza. ¿Dónde está el origen de su resistencia? ¿Por qué no se rinde ni abandona ante la oleada de ultrajes y persecuciones? En el judaísmo hallamos una comprensión singular de esa experiencia de acoso, y nos podemos preguntar si Pablo conocía alguna máxima semejante a estas: «El malo persigue al bueno; Dios está de parte del perseguido; el bueno persigue al bueno: Dios está de parte del perseguido; el malo persigue al malo: Dios está de parte del perseguido; el bueno persigue al malo: Dios está de parte del perseguido». La certeza que acompaña ahora a Pablo puede ser justamente esa: «quienesquiera sean los que me persigan (judíos o romanos; buenos o malos; paganos o cristianos), Dios está de mi lado. Al Dios de mis padres me acojo, como tantos orantes antepasados míos que se refugiaron en él. Me identifico con ellos».
No obstante, el modo de estar Dios “de parte del perseguido” ha cobrado para Pablo una concreción y densidad nuevas e incomparables. Desde que ha conocido a Cristo, ya no es él quien vive: es Cristo quien vive en él (Gál 2,20). Cristo no es para Pablo una idea, ni un sistema de pensamiento; es una realidad viviente que se le ha entrañado y que ha tomado plena posesión de él. Así como hay posesos del demonio (endemoniados); y así como el mundo, antes de Cristo, estaba empecatado, es decir, bajo el poder del pecado, así ahora Pablo se siente posesión de Cristo. Le pertenece en cuerpo y alma y en vida y muerte, y percibe el mundo entero bajo el señorío del que ha recibido el Nombre sobre todo nombre (cf Flp 2,9-11). Cristo es el Dueño de Pablo, lo ha marcado con su sello (2 Cor 1,22), se ha enseñoreado de su persona. En el apóstol puede revivir Jesucristo su misterio de pasión, muerte y resurrección, y este siervo suyo le ofrece todos los ámbitos de su persona para que la convierta en oblación agradable a Dios. Cabe decir que esa es la única “reencarnación” en que Pablo cree de buena gana: el cristiano Pablo es otro Cristo.
Este Señor no le suplanta al apóstol su personalidad más originaria; la potencia. Y despliega su historia y su señorío a través de él: Pablo está crucificado con Cristo (Gál 2,20), los padecimientos de Cristo desbordan sobre él (2 Cor 1,5), y por todas partes lleva él en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Cor 4,10). Es, sí, débil, pero débil en Cristo (cf 1 Cor 4,10), y esta flaqueza es participación en la de Cristo, que «se dejó crucificar en su débil naturaleza humana» (2 Cor 13,4). Ahora, en la vida y ministerio de Pablo tiene que completarse lo que falta en él, en su carne, a los sufrimientos de Cristo, a los sufrimientos cristianos (cf Col 1,24, texto que refleja el sentir paulino). Participa en los sentimientos del que, siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo (cf Flp 2,5). Además, como discípulo suyo, también él se hace débil con los débiles, para ganar a los débiles (1 Cor 9,22).
Tiene, pues, claro el objetivo de su vida: «quiero conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos, hasta llegar a ser semejante a él en su muerte, para alcanzar así, si es posible, la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,10-11). Pablo, que está en Cristo y lo conoce, sufre sus mismos padecimientos; pero también experimenta la fuerza de su resurrección. Todo lo puede en aquel que lo conforta (Flp 4,13). Tiene parte en la autoridad que le dado Cristo (2 Cor 5,4), pero no para la ruina de los fieles, sino para su formación (10,8); para edificar, no para destruir (13,10). Cristo habla por medio de él (13,3), que, en el ejercicio de su autoridad, puede intervenir con vara en mano (4,21; cf 13,1-10), o con el amor y el espíritu de mansedumbre (4,21) de Cristo, pues no le importa parecer débil (13,9). El apóstol es buen olor de Cristo para Dios (2 Cor 2,15), y, como lleva en el cuerpo la muerte de Jesús, le habita la esperanza de que la vida de Jesús se manifieste en su cuerpo (2 Cor 4,10).
Sí, Pablo está en Cristo, y, por tanto, está en la meta, pues Cristo es la meta; pero a la vez se mueve en la meta hacia la meta, camina en Cristo hacia Cristo (cf Flp 3,12-14), porque en este “tiempo oscuro y redimido” todavía habita en el cuerpo y está lejos del Señor. Se esfuerza en serle grato; así, cuando comparezca ante su tribunal, podrá recibir el premio por lo que ha hecho durante su existencia corporal (2 Cor 5,6-10).
Las paradojas radicales
A Pablo se le ha revelado el misterio oculto desde siglos, la ciencia más arcana sobre Dios. El apóstol ha sabido que la cercanía de Dios, no ya solo a los perseguidos, o a un puñado de selectos, sino a esta humanidad nuestra empecatada, llegó al extremo de enviar a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley y otorgarnos la filiación adoptiva (Gál 4,4-5). Y, como quien se planta de un salto en la hora final de Jesús, Pablo explica el modo del rescate: «Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición, pues dice la Escritura: “Maldito todo el que cuelga de un madero”» (3,13). Y remacha: «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Son paradojas que, como un clavo arranca otro clavo, despejan la paradoja de la debilidad fuerte de Pablo. El amor del Hijo por nosotros lo ha vuelto solidario con esta raza de pecadores hasta el asombroso extremo de trocar las suertes: «el que era rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (8,9). Ante la deslumbrante y abismal realidad de esa locura de amor que penetra en los barrios de nuestra miseria, Saulo queda desarzonado de su orgullo de fariseo absoluta e impecablemente legal; toda su autosuficiencia se rinde ante la impotencia del crucificado, más fuerte que toda fortaleza humana (cf 1 Cor 1,18-25). Ya no podrá vivir ni morir para sí, sino para el que por nosotros murió y resucitó, para el Señor de vivos y muertos (cf Rom 14,8).
A este Hijo del hombre no le requerirá el ángel que le muestre sus heridas. Antes que los apóstoles y encabezando su marcha, se ha convertido en un espectáculo (cf 1 Cor 4,9) para el mundo, los ángeles, y los hombres: el letrero de la cruz está escrito en hebreo, latín y griego latín (Jn 19,20), y los sinópticos ponen la confesión cristológica final en labios de un centurión romano (Mc 15,39; Mt 27,54; cf Lc 23,47); ese Cristo ha sido manifestado en la carne y justificado en el espíritu, contemplado por los ángeles y proclamado a los paganos (1 Tim 3,16); sus cinco heridas gloriosas, esas cicatrices que nos curaron, las muestra el propio Resucitado a los discípulos reunidos el primer día de la semana (Lc 24,40; Jn 20,20).
Los consuelos presentes
En medio de tanta dificultad por que pasa y de tanta flaqueza como siente, el apóstol se reconoce desbordado de consuelos hasta decir “basta”. Dios lo alienta y conforta en sus tribulaciones. De nuevo, este consuelo divino lleva bien marcado el sello cristiano. Los sufrimientos de Cristo han abundado en Pablo, pero ha sobreabundado su consuelo, y él tiene consuelo para dar y tomar: puede repartir su ánimo hasta el punto de poder alentar a los demás en cualquier clase de prueba (2 Cor 1,4-6). El consuelo y la alegría que supera todas las tribulaciones le llega por distintas vías, unas más ocultas, otras más públicas, como son: el avance del evangelio, la vida de las comunidades de Tesalónica y Filipos y el afecto entrañable que profesan a Pablo, la reacción conmovedora y totalmente favorable de la comunidad de Corinto tiempo después de la amarga visita que hizo el apóstol a los fieles (2 Cor 7,4.13), el regreso feliz de un colaborador tan querido como Tito y las consoladoras noticias de que es portador (7,6-7). Pablo experimenta la fuerza de la resurrección de Cristo. Dios siempre le hace triunfar en él (2 Cor 2,14).
Jesús había dicho: «Dichosos los que lloran, porque serán consolados» (Mt 5,4). Y, en efecto, uno se puede preguntar: ¿con qué cara pides a Dios consuelos si no has conocido el llanto, si has eludido toda ocasión que te produjera heridas o acarreara sufrimiento? ¿Cómo podrá Dios enjugar aquel día las lágrimas de tus ojos, si no te han visitado el luto, el llanto, el dolor (cf Apoc 21,4)? ¿Cómo estará Dios de tu parte, si nadie te ha perseguido?
Pablo ha conocido la abundancia de lágrimas. Quizá lloró ya lo suyo al sufrir la grave ofensa de un corintio y al no declararse la comunidad inmediata e inequívocamente a favor del apóstol. Lloró “con muchas lágrimas” al escribir a los corintios con gran congoja y angustia de corazón (2 Cor 2,4) tras aquella dolorosa ofensa y tras la situación amarga que quizá lo obligó a salir de la ciudad. Llora cuando se queja de que algunos andan como enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3,18). En fin, él, que sabe reír con los que ríen, no puede menos de llorar con los que lloran (cf Rom 12,15; 2 Cor 11,29). Así, una vez más, Cristo puede reproducir en la vida de Pablo ciertos momentos de su historia terrena: no ya el vagit infans in praesepio (llora el niño en el pesebre), sino el sollozo ante la tumba de Lázaro (Jn 11,35), el llanto sobre Jerusalén (Lc 19,41), el poderoso clamor y lágrimas con que suplicó en los días de su vida mortal al que podía salvarlo de la muerte (Heb 5,7).
Desde la fuerza que da el amor de Cristo, Pablo ha arrostrado la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Cuando en Rom 8,35ss enumera estas pruebas y afirma que Dios, a sus elegidos, los hará salir victoriosos de todas ellas, no habla a humo de pajas; escribe al dictado de las experiencias vividas y de la esperanza que ellas y la fidelidad de Dios fundan. La alegría y el consuelo nacen precisamente del interior mismo de esas experiencias de victoria; nacen del Dios que está en el origen de esas alegrías dadas a luz en el dolor. «Lo mismo que Dios manifestó su poder resucitando a Jesús de entre los muertos, así manifiesta ahora su poder creando nueva vida a partir de la existencia doliente del apóstol» (O. Lorenzen, Resurrección y discipulado, Santander 1999, 210).
Desde la indiferencia hacia todos los títulos de que pudiera presumir, el apóstol no quiere gloriarse sino en la cruz de Cristo, por quien el mundo está crucificado para él y él para el mundo (Gál 6,14). Se contrapone así a los que han desvirtuado el escándalo de la cruz y se atienen a las viejas prescripciones sobre los alimentos impuros y sobre la circuncisión, como si la justificación y la salvación tuvieran ahí su limpia fuente.
La existencia cristiana y misionera
A todo discípulo le dice el Señor: «dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Un antiguo himno cristiano nos ofrece la música y la letra para cantar esa alegría: «si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él» (2 Tim 2,11).
Todos estamos bautizados en la muerte de Cristo rumbo a su resurrección. Y en la eucaristía recibimos su cuerpo partido y su sangre derramada. El don del bautismo y la participación en la eucaristía (pan de los débiles, pan de los fuertes) se plasmarán históricamente en las tribulaciones de las comunidades cristianas. En Pablo aprendemos que «una Iglesia que no sufre no es la Iglesia apostólica» (E. Peterson).
Finalmente, un misionero que no sufre no es un misionero apostólico. El P. Claret (acaban de cerrarse las celebraciones del bicentenario de su nacimiento) se procuró el título de misionero apostólico y se propuso vivir a la manera de los apóstoles. Recordamos un texto suyo sobre el sufrimiento misionero. No era un ejercicio literario; era, por así decir, un autorretrato, y estaba escrito desde la experiencia de un hombre que sufrió un atentado, conoció la persecución, fue objeto favorito de la burla de la prensa satírica de su tiempo y destinatario distinguido de maledicencias y calumnias: lo motejaban de palaciego, intrigante, inmoral. Él, cuyo lema episcopal era la confesión paulina caritas Christi urget nos (el amor de Cristo nos apremia), definía al hijo del Corazón de María en estos términos: «nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos; abraza los sacrificios; se complace en las calumnias; se alegra en los tormentos y dolores que sufre y se gloría en la cruz de Jesucristo».
Un texto
«Por la solidaridad de Cristo con la humanidad hasta su Pasión, yo no estoy nunca solo, ni siquiera cuando he llegado al límite de mis fuerzas y lo único que puedo hacer es declarar mi miseria. La cruz es vivificante porque en ella Dios se ha encontrado con el hombre en su angustia. La ha hecho suya. Ha dado un sentido incluso a la negrura del “¿Dios mío, por qué me has abandonado?”» (Jean-Marie Tillard).
Un relato de Chiara Lubich
Los padres de un drogadicto intentaron curarlo por todos los medios. Fue en vano. Un día ya no volvió a casa. Tuvieron sentimientos de culpa, miedo, impotencia, vergüenza. El encuentro con una herida típica de nuestra sociedad en que pudieron reconocer el rostro de Jesús crucificado les hizo encontrar nueva fuerza para seguir esperando y amando.
Más allá del desaliento y la impotencia, notaron en el corazón una energía que nunca habían sentido y se abrieron a la solidaridad. Organizaron un grupo de familias con que afrontar la situación, ayudando y llevando de comer a los jóvenes de la plaza Plazpitz, que era el infierno de la droga en Zurich (Suiza). Cierto día apareció allí su hijo, harapiento y extenuado. Con la ayuda de otras familias, emprenderían el largo camino de su liberación.
Gracias a nuestra debilidad podemos dejar espacio a Dios y recibir de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar hasta el final.
Oración
Puesto en tus manos, Señor,
siento que soy pobre y débil,
más tú me quieres así,
yo te bendigo y te alabo.
Padre, en mi debilidad,
tú me das la fortaleza.
Amas al hombre sencillo,
le das tu paz y perdón.