LA INTERCONGREGACIONALIDAD, FUENTE DE VIDA Y DE FUTURO: DOS CARTAS (I-II)

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Estimada Consuelo (I):
Por fin he encontrado un rato para escribirte; ya me daba vergüenza el paso del tiempo. Los días pasan demasiado deprisa y lo urgente se come a lo importante. Menos mal que muchos abundáis en paciencia y esperáis manteniendo el afecto. ¡Gracias! De todos modos quizá este frenesí en el que algunos estamos metidos no deja de tener también su componente de gracia: esta es la condición en la que vivimos hoy miles de religiosos.
Me has planteado una cuestión bastante complicada. Entiendo tu preocupación por María, la hermana joven de la comunidad. Ya hemos comentado muchas veces que hay que tener paciencia, mucha paciencia, ¡y mutua! (sólo Dios sabe lo que estos hermanos y hermanas jóvenes nos tienen que aguantar). No es nada fácil -lo recordarás de tu experiencia como joven española recién llegada al Reino Unido-entrar de golpe en una cultura y unas costumbres que no se conocen… Cuántas veces nos vendría bien mirar un poco para atrás antes de juzgar el comportamiento de un hermano.
Te gustaría que María pasara más tiempo con vosotras, y te da un poco (¿o bastante?) miedo esa relación que llamas “excesiva” que tiene con chicos y chicas de otras congregaciones y con algunos laicos. Dices que no sabes si de verdad entiende el carisma de la congregación y que vete a saber lo que sale de tanta reunión y tanto apostolado.


Es fácil que lo que dices tenga algo de fundamento. Serafín Gancedo, mi buen maestro de novicios, repetía mucho que el ser humano es el animal que mejor segrega justificaciones: para todo lo que nos interesa encontramos siempre alguna explicación. ¿A quién no se le presenta la tentación de eludir un compromiso, una reunión, un trabajo que le desagrada? No creo que María se libre del riesgo, ni de caer en él alguna vez, pero en los diez años que llevamos viéndonos casi diariamente para la Eucaristía nunca he percibido en ella propensión a la doblez. Todo lo contrario; quizá en algún momento sea demasiado sincera. Algunos califican esa tendencia a no callarse nada de ‘ilusa’
o de ‘rebelde’, pero -¡ojo!- también los que ya hicimos bodas de plata y de oro de profesión segregamos justificaciones y defensas.

¿PERDER IDENTIDAD?
Ese parece tu gran problema. Para ser una buena ‘Hija de María’ no hace falta pasar el día con carmelitas vedrunas, apostólicas y hermanas del Sagrado Corazón; mucho menos con claretianos y dominicos, ni con ese chico tan guapo que da catequesis en la parroquia (¡que ya sé de qué me quieres hablar!).
Pues probablemente no hace falta; pero a veces viene muy bien. No sé qué pensarás tú, pero a mí me ha ayudado mucho a descubrir mi identidad religiosa el irme encontrando con otros muchos consagrados, varones como yo y mujeres como tú. Más aún, cuando repaso mi vida es de los grandes dones que agradezco: haber compartido, desde muy pronto, horas y horas con personas de otros institutos y familias religiosas. A veces ha sido una relación entre ‘iguales’ -me refiero a personas de la misma edad-; otras entre gente de muy diver-sas edades (no olvides que tú y yo nos sacamos casi cuarenta años). Baste un ejemplo: com-partir casi a diario la Eucaristía con vosotras, conocer a la Madre Fundadora, asistir a alguna de vuestras reuniones internacionales, saber de vuestras andanzas e ilusiones, acompañaros en las profesiones y en los entierros ha enriquecido mi vocación y alimentado mi identidad. (¡Y nunca he tenido la tentación de hacerme Hija de María!) Los nombres de nuestras congregaciones comparten el “de María”, esa experiencia bien profunda que expresamos con palabras tan distintas, pero que en el fondo es tan similar. (Cuando comencé a tratar con vosotras me horrorizaba eso de la ‘esclavitud’, la ‘reparación’ y hoy puedo decir que ver cómo las vivís ha sido una gracia para mi filiación cordimariana, para mi ‘colaboración con el oficio maternal de María en la misión apostólica’…).

RELACIONES QUE CONSTRUYEN
Voy un poco más allá, si me permites, y además conociendo un poco tu biografía no creo descubrirte -como casi siempre- nada que no sepas: cuanto más he compartido la fe con otros más ha crecido la mía, y más a gusto me he sentido siendo ‘Misionero Hijo del Corazón de María’. A veces han sido sacerdotes seculares: hay dos o tres con los que sería capaz de sentarme mañana y charlar horas y horas, con una sintonía enorme, como si no lleváramos años sin vernos. Otras veces han sido laicos, casados y solteros, ellos y ellas: con unos he aprendido a partir el pan de la Eucaristía, con otros a intuir qué es eso de ‘beber el cáliz que yo voy a beber’, con muchos a valorar el silencio, el sentido del Ángelus, el valor del sacramento del Matrimonio, a intuir qué pueden suponer la obediencia, la pobreza, la castidad… Sabes de sobra que el lugar donde he visto orar con más convicción e intensidad para que el Espíritu envíe vocaciones a mi congregación ha sido una comunidad de laicos.
Me has oído bastantes veces que creo que el diablo nos juega malas pasadas. Ignacio de Loyola y los que han sabido (y saben) más de las cosas del Espíritu lo dicen mucho mejor que yo: a menudo lo pernicioso se disfraza de ángel de luz. Acuérdate de aquella comunidad que los dos conocemos tan bien en la que los frailes pasaban encantados en silencio el día de retiro. ¡Maldito silencio! Aquellos hombres sólo se veían aquel día al mes, y llevaban años y años sin estimularse, ni corregirse, ni atreverse a decirse lo más mínimo. La lectura de las Constituciones en aquel comedor era casi una blasfemia.
Te pongo este ejemplo porque me parece que algo de esto pasa con la identidad. (Dios me libre de juzgar tu preocupación y la de tanta gente honrada por la fidelidad de los jóvenes). Pero a veces la palabra se pronuncia con una solemnidad impresionante como queriendo decir: ¡cuidado, las cosas están bien claras, esto no se toca! Nada es más verdadero porque se afirme gritando más o se afirme con más frial-dad. Y uno ha visto que en ocasiones lo que se pretende con tanta afirmación solemne es defender costumbres y prolongar maneras de vivir y hacer las cosas. Cada día sospecho más (permíteme la confidencia) de esos hombres y mujeres de iglesia (reservo la mayúscula para la Iglesia) que vociferan preocupadísimos de lo empecatada que está la sociedad y del grado de secularización de los fieles; ¿cada cuánto mirarán de verdad para dentro?; en medio de tanto vociferar, ¿dejarán que el Espíritu pueda decir algo?

¿IDENTIDADES INMUTABLES?
Quienes saben de esto lo dicen muy bien. En el documento de CONFER del que te hablé se insinúa algo de eso: durante muchos años hemos pensado las identidades desde la exclusión y la diferencia: yo soy yo y tú eres tú, y está claro que mi grupo es distinto del tuyo. Cada uno -pensábamos- es, sobre todo, lo que le distingue, lo que le separa de los otros, y ese núcleo identitario, aparentemente intocable, entra en peligro cuando nos relacionamos con los demás. (Recuerda que siempre hay gente más papista que el Papa, no olvides la cantidad de críticas que recibió Juan Pablo II por convocar en Asís a los responsables de otros credos y religiones…). Las identidades están muy claras y además están tan bien definidas que no cambian con el tiempo: tienen que ver con las esencias. Planteamientos así subrayan sobre todo la dimensión estática de la realidad.
Te voy a contar una anécdota para que te rías un poco, aunque no tiene gracia ninguna. Créetela, porque le podría poner nombres y apellidos. Corría el año 91 o 92, y coincidí en un grupo de universitarios con un muchacho que había estudiando con los jesuitas. Un día salió la conversación y nos preguntamos si teníamos conocidos comunes. Él me dio algunos nombres y yo le dí otros. ‘¿Fulano? -me respondió-¿Fulano es jesuita?’ ‘Hombre, claro, le respondí’. ‘Imposible: ¡si cuando nos daba convivencias fregaba con nosotros!’.
La Compañía no se merece un comentario así. Pero afirmaciones de ese tipo han llevado a muchos jesuitas a preguntarse qué estaban viviendo y cuál era su relación con el resto del Pueblo de Dios. Pero vuelvo al tema -no quiero irme por las ramas-: hay quien piensa que el ser jesuita, Hija de María, redentorista, cisterciense, mis profesores de teología decía sin mucho rigor: “en la Iglesia jugamos al tenis; si alguien quiere jugar al golf ya sabe que éste no es su sitio”. Menos mal que el Espíritu ve las cosas de otra manera, y en la Santa Madre Iglesia hay quien juega al golf, y quien juega al tenis, y a las canicas y -sobre todo- a intentar vivir honesta-mente ante Dios y los hermanos sin mucho tiempo ni para el tenis ni para el golf.
Pero, perdona, regreso a lo que te quería decir: esa identidad, cuyo núcleo consiste sobre todo en lo que nos diferencia estaría tan definida y delimitada que debe caracterizar tanto a la clarisa del siglo XIII como a la del XIX o el XXII, a la reparadora de Corea como a la de la Ribera de Navarra, al claretiano del Ártico y al del Caribe.
La vida, sin embargo, y la vida del Espíritu (que es lo más importante) sugieren otra cosa. Ha habido clarisas estupendas en el XIX, en el XVI y si Dios quiere las habrá en el XXII; y claretianos fantásticos en el Ártico y en el Caribe, y por supuesto que hay una serie de elementos comunes que nos permiten distinguir a ambos de otros religiosos, pero no porque se hayan encerrado en una urna en la que no se han relacionado con nadie o vivido en un plantea distinto de la Tierra.

IDENTIDADES QUE EL ESPÍRITU VA HACIENDO
Recuerda, quiero ponerte sólo un ejemplo, el funeral de Juan Pablo II celebrado por quien luego sería Benedicto XVI. Hemos comentado varias veces aquella homilía preciosa en la que el cardenal Ratzinger fue evocando la vida de Karol Wojtyla como si hubiera ido siendo la res-puesta a una serie de llamadas de Jesucristo: ¡Sígueme! Sígueme en la juventud; sígueme en 1958; sígueme en 1978… Hay un texto precioso, bien profundo y poco profundizado, en uno de los documentos de la Congregación para la Vida Consagrada de los años 80. Un documento, por cierto, con un título bien ‘macizo’: “Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la vida religiosa”. Te copio unas líneas. Verás cuánto dan de sí: “La vida está en permanente proceso de desarrollo. No se mantiene estable. Ni el religioso es llamado y consagrado de una vez para siempre. La vocación de Dios y la consagración por Él continúan a lo largo de la vida, capaces de entendimiento y ahonda-miento, en formas que van más allá de nuestro entender”. Es el número 44.
Sabemos que el Padre nos quiere desde antes de la creación del mundo; que la vocación es un don, que el Espíritu nos consagra, pero -imagino que tú lo has experimentado como yo, y además el texto citado lo deja bien claro- Dios nos sigue llamando y consagrando, ayudándonos a forjar una identidad que se va haciendo, con un hacerse en el que juegan un papel insustituible -como mediación imprescindible- los demás. Cualquier manual de antropología o psicología, por muy elementales que sean, dan notable relieve a este papel de los demás. Dios nos va dando un ‘nombre’, nos va configurando para que podamos asumir una determinada misión.
Joan Chittister lo escribió muy bien en El fuego en las cenizas, aquel libro tan difundido a finales de siglo: “la fidelidad supone estar dispuesto a cambiar para seguir siendo uno mismo”. Yo no puedo dejar de pensar en María, la María que ha vivido la Anunciación no es la María anterior, aunque sigue siendo ella misma; tampoco la que va viviendo -y guardando en el corazón- las reacciones de José, el embarazo, los primeros años del niño, es la de la Anunciación. Ni mucho menos la María ‘desairada’ por un hijo que ella imaginaba de otro modo es la María que dialogó con Gabriel…; ¡no te digo la María de Pentecostés o la que acompaña hoy el caminar de la Iglesia! Hay que seguir pensando todo esto, creo, pero es evidente que encontrarnos no nos daña. Al revés, nos enriquece.

ALGO QUE NACE DEL MISMO SER DE LA IGLESIA
No son estas las únicas razones de fondo que hacen aconsejable la intercongregacionalidad y que permiten hablar de ella como un indudable camino de futuro para los institutos de vida consagrada que el Magisterio nos está invitando a cultivar. El mismo ser de la Iglesia obliga a plantear así las cosas. Antonio Mª Calero, gran conocedor de la eclesiología conciliar, lo expresó magistralmente en la presentación del documento de CONFER al que antes me he referido. Así se expresa el documento: “Entendida como intercomunión real, afectiva y efectiva, entre diversos institutos, la intercongregacionalidad es de tal forma consustancial con la eclesiología de comunión, que aunque los institutos religiosos estuvieran exuberantes de vocaciones, aunque la edad media de los religiosos fuera razonablemente baja, aunque cada instituto pudiera asumir y realizar por si sólo las múltiples tareas apostólicas que tienen encomendadas… el vivir en relación viva, real, operativa de unos religiosos con otros sería igualmente una exigencia ineludible de todos los institutos, sean de vida activa o contemplativa” (cf. 6.1.2).
Necesitamos pensar. Necesitamos buenas cabezas. Por eso es tan difícil entender la alergia que en algunas comunidades parece haber a la lectura y el pensamiento, pero no te voy a cansar con mis preocupaciones. Tenemos que seguir profundizando en todos estos temas. Deberíamos hacerlo en cualquier circunstancia pero hoy mucho más. La fe pasa en bastantes partes del mundo por momentos difíciles y no pocos de nosotros seguimos dedicándonos a tocar la lira, como dice la leyenda que hacía Nerón mientras ardía Roma. Hoy mismo he leído que dieciséis personas ingresaron ayer en el Real Cuerpo de la Nobleza de cierta región española. Al menos tres sacerdotes pasaron la tarde con ellos. Los barrios de las ciudades de España y cantidad de pueblos están llenos de adolescentes y jóvenes que no saben lo que es la señal de la cruz y que no han coincidido con un sacerdote quince minutos seguidos en toda su vida. ¿Qué más dará que en un proyecto de acogida a inmigrantes, en un hospital, o en una escuela, haya quince Hijas de la Caridad y sólo seis miembros de nuestra congregación, o que demos clase en un colegio de otra institución y la gente no conozca nuestro carisma? ¿Será eso lo más importante? ¿No habrá que poner muchas cosas en su sitio? Como magistral-mente repetía el P. Ignacio Iglesias, uno de los problemas de la vida consagrada de nuestro tiempo es no saber dar a cada cosa su verdadera relevancia 2.

 

UN CAMINO EN EL QUE VAMOS APRENDIENDO
Entiendo que bastantes propuestas de ‘intercongregacionalidad’ son deficientes y que en ellas hay mucho que mejorar. (¡Claro que bastantes de las iniciativas de María y sus jóvenes compañeros tienen que pasar por la criba del tiempo y pulirse!) Pero ten en cuenta lo que nos hemos reído recordando disputas medievales entre comunidades religiosas que pugnaban por tener la torre de iglesia más alta de la ciudad o llevarse más niños a sus internados. Si somos realmente sinceros descubriremos que -aunque hemos avanzado muchísimo, gracias a Dios- la competencia entre nosotros no ha desaparecido del todo: ¿cuántas comunidades celebran de verdad las vocaciones de otros?, ¿quién goza cuando uno de los jóvenes de sus círculos se siente llamado a ingresar en otra familia religiosa? (Claro que hay casos, ¡sólo faltaba!, pero…). Fíjate qué horizonte más hermoso plantea la instrucción Caminar desde Cristo: “aprendiendo a amar la comunidad y la familia religiosa del otro como propia” (n. 30).

DANDO PASOS, QUE AVANZAMOS…
Te dejo, que ya te he dado bastante la tabarra. La presencia de María en vuestra comunidad es toda una gracia (como la de las demás que estáis). No olvidéis que la mayoría no sólo podríais ser su madre sino su abuela. A las comunidades religiosas nos hace mucha falta dialogar; asuntos que parecen de vida o muerte se disuelven cuando somos capaces de abordarlos con calma diciéndonos con sencillez algunas cosas. Es verdad que dialogar supone un ejercicio duro, sobre todo cuando durante mucho tiempo se nos educó en otros estilos, pero la Iglesia sabe por qué lleva décadas marcándonos este rumbo. ¿No me digas que es lógico que en distancias que se recorren andando en veinte minutos vivamos comunidades religiosas que nunca nos hemos encontrado sin conocer a veces ni siquiera lo elemental de la vida, la historia y el carisma de los demás?
Me pedías que te recomendara algún texto que os permitiera hablar en comunidad sobre la intercongregacionalidad. Se me ocurren dos referencias. El documento de CONFER que antes te citaba es bueno y sugiere al final una serie de lecturas que os pueden ayudar. Me parece especialmente valiosa la reflexión que sobre el tema han hecho juntos los obispos y los superiores mayores de Francia3 ; Vida Religiosa la tradujo en 2005. Las publicaciones que hablan de vida consagrada recogen con frecuencia experiencias intercongregacionales. Han sido muy frecuentes en lugares en los que la presencia cristiana era minoritaria, pero ya proliferan también en países de vieja tradición católica. En los últimos años son la forma que da vida a muchos proyectos de acogida y respuesta a los inmigrantes, de atención a los llamados sin techo, de trabajo con jóvenes, de formación inicial y permanente… Precisamente cuando la Conferencia Española de Religiosos y Religiosas cumplió 50 años creó una bolsa solidaria para respaldar, como signo, cuatro proyectos de este tipo. Nuestra misma amistad es, aunque no la veamos así, una buena experiencia de intercongregacionalidad: los lazos que el servicio mutuo durante tantos años han creado entre vuestra comunidad y la nuestra son una hermosa muestra de la riqueza del encontrarse. No sólo valen aquellas cosas que atraen a la televisión y a los grandes medios. A veces, ya sabes, lo mejor lo tenemos bien cerca.
Esta vez si que te dejo de verdad. Disculpa que me haya extendido tanto. No sé si entre tanto párrafo habrá algo que te valga. Gracias una vez más por tu amistad y tu paciencia. Nos seguimos encomendando, que también es un hermoso ejercicio de intercongregacionalidad. ¡Hasta cualquier momento! Un abrazo, Pedro.

II

Querida Consuelo:
Aquí estoy otra vez. Esta, aunque sea para redimir faltas pasadas, respondo rápido. (Me da vergüenza que siempre seas tú la que responde antes teniendo tanto o más que hacer que yo).
Me alegra mucho que el nivel de inserción de María en la vida comunitaria os tenga más contentas. Todos pasamos por temporadas y la comprensión es siempre una puerta que ayuda a rectificar. Os felicito. Me alegro también de que vuestras conversaciones sobre la importancia de lo intercongregacional estén resultando tan ricas. Ya me comentó el superior que nos habéis invitado a un encuentro con las demás comunidades de la zona. Realmente habéis tenido una buena iniciativa; a ver si sabemos estar a la altura. En realidad -me acordé después de escribirte el otro día- tampoco teníamos que ir muy lejos a descubrir la pólvora: los diez años que llevan tus dos hermanas andaluzas ayudando con Juan el de mi casa y los carmelitas en el comedor de las Siervas son también una experiencia bien hermosa de colaboración intercongregacional. Un par de comentarios al hilo de lo que me cuentas.

NO ESTAMOS ANTE UN INVENTO MODERNO
Algunas reticencias a lo intercongregacional nacen entre quienes lo ven como una novedad más: “a ver qué es lo siguiente que se les ocurre a éstos; quizá la colaboración apostólica con los extraterrestres… Ya lo han inventado todo: el ecumenismo, el diálogo interreligioso, la misión compartida, el trabajo con las ONGs, el acercamiento a los no creyentes…”. ¡Qué pena da oír algunos razonamientos, sobre todo cuando quienes los hacen creen repartir certificados de eclesialidad y amor a la Iglesia!
El documento de CONFER que habéis trabajado incluye dos capítulos bien sugerentes: uno rastrea algunos fundamentos bíblicos que se pueden encontrar a la cuestión; otro da pistas para leer desde esta clave la historia de la vida consagrada. Creo que merecen la pena. El primero se acerca a 1 Cor 12, 4-28 y Ef 4, 1-16 y profundiza en su teología. El segundo ofrece algunas claves de fondo que permiten percibir por qué en estos momentos se plantea algo que ha estado implicado desde siempre en el mismo ser carismático de la vida consagrada. No estamos, como señala la conclusión del documento, ante una decisión estratégica, sino ante “una opción de carácter teologal”.
Hay cosas que no conviene olvidar nunca. Y una de las más importantes, creo, es que el Espíritu tiene sus ritmos. La reflexión histórica a la que te aludo recuerda que en 1215 se intentó encauzar las nuevas formas de vida consagrada según las cuatro Reglas entonces existentes; pero el Espíritu desbordó esas fronteras. En un libro bien reciente el P. Alfredo Mª Pérez Oliver, secretario general en su día de CONFER, cuenta como testigo presencial un consejo de Perfección y Apostolado4. Alguien preguntó al Cardenal Valerio Valeri, Prefecto de la Congregación de Religiosos, por qué se aprobaba el nacimiento de nuevos institutos y no se les invitaba a unirse a los que ya existían. El cardenal dio la palabra al P. Arcadio Mª Larraona -secretario entonces de la Congregación, cardenal después- que contestó breve pero claramente: “Aprobamos nuevas congregaciones porque no podemos con el Espíritu Santo”. ¿Cuántas veces no ha llevado el Señor la historia por los caminos que mejor le ha parecido? ¡Si la Historia de la Salvación dependiera de teólogos, sociólogos y analistas lo tendríamos claro!

COMO NO QUEDA OTRO REMEDIO…

Algún comentario que haces me recuerda esto. Se trata de uno de los ‘argumentos’ (?) que se esgrimen a menudo para rebajar la importancia de lo intercongregacional, que se trataría de algo que ha venido forzado por las circunstancias. Si las congregaciones viviéramos etapas numéricamente más boyantes íbamos a dedicar tiempo a esto…
Yo debo ser muy simple, pero ante afirmaciones así siempre se me ocurre lo mismo. Lo primero que enseñan los expertos en ciencias sociales es que la vida es la confluencia de lo que hemos querido provocar deliberadamente y de las consecuencias imprevistas de nuestras acciones. Cuando Juan XXIII y Pablo VI alentaron el Concilio en sus diversas etapas tenían sus pretensiones. Algunas se han logrado, otras no. Y al mismo tiempo es evidente que los acuerdos conciliares han facilitado cosas que ellos nunca hubieran deseado, pero es que la vida se escapa a nuestro control. Hay que ser un poco torpe para no percibir esto.
De todos modos lo que más me ilumina en estos casos es un referente bíblico. Los buenos profesores de Sagrada Escritura y de Orígenes del Cristianismo afirman que la primera comunidad habría tardado mucho en abandonar Jerusalén y en comenzar a predicar a los gentiles si no se hubieran desencadenado las primeras persecuciones aludidas en el Libro de los Hechos. Es muy probable que sin ellas se hubiera tardado bastante en percibir que ser cristiano no es una manera más, aunque particular, de ser judío. Hizo falta algo no deseado, no buscado de por sí, para que se descubriera algo realmente importante, hasta nuclear: que todos los pueblos están llamados a recibir el anuncio del Reino y a acogerlo, que el Hijo de Dios no se había hecho hombre sólo para atender a las ovejas descarriadas de Israel.

 

El caso me viene con frecuencia a la memoria cuando se quita importancia a la intensificación de la relación laicos-religiosos (la misión compartida) presentándola como algo coyuntural, que ha nacido de nuestros problemas numéricos y de supervivencia. No hay por qué negar la influencia de estos factores -los documentos de ambas conferencias de religiosos (española y francesa) lo recogen muy bien-, pero ello no quita veracidad evangélica y realidad a los grandes descubrimientos que estas coyunturas históricas han facilitado o provocado. Algo parecido podría decirse del valor de la vida consagrada femenina que estamos des-cubriendo muchos varones… ¡Felices culpas que han merecido estos frutos! Lo siento pero la objeción no me vale. Tampoco Cristóbal llegar donde llegaron.

EL OBJETIVO NO ES LA FUSIÓN Y MUCHO MENOS LA CONFUSIÓN
Hay otro planteamiento que tampoco me convence nada. Y es el de aquellos que hablan de intercongregacionalidad desde el supuesto de que el ideal -el grado al que todos deberíamos aspirar y encaminarnos- es la desaparición de las actuales familias religiosas para alumbrar formas nuevas en la que todos nos mezclemos e incluso convivamos constantemente bajo el mismo techo.
Por supuesto que caben estas experiencias -ya empieza a haber buenos ejemplos y literatura de calidad al respecto-, y algunas son de una generosidad y una calidad evangélica envidiables, pero ni la fusión de institutos ni la constitución de comunidades en las que conviven de modo permanente personas de diversas familias religiosas pueden proponerse como los máximos analogados de intercongregacionalidad en una suerte de gradación creciente que todos deberíamos intentar alcanzar.
Tras dedicar mucho tiempo a pensarlo el equipo de reflexión de CONFER-España habla de tres niveles de realización del fenómeno (cf. 6.1): (i) el cultivo, dentro de cada instituto, de una clara conciencia de relación y comunión con otros; (ii) la intercomunión “real, afectiva y efectiva” entre institutos; (iii) la fusión. El texto nunca propone el tercer nivel como aquel al que todos tendríamos que aspirar; al revés, constatando y aludiendo varias veces a la vida consagrada como “carisma común”, advierte con claridad sobre el peligro de un lectura unívoca del término: “La intercongregacionalidad no debe significar, de forma necesaria, una mezcla de carismas en la que los institutos pierdan la propia identidad entrando en una especie de ‘conglomerado carismático’ en el que nadie sabe, a ciencia cierta, en qué consiste el propio carisma. (…) Sea cual fuere el significado que se dé al término, debe significar convergencia de diversos carismas para enriquecerse y enriquecer a los otros, manteniendo, en auténtica fidelidad al Espíritu, la identidad que les caracteriza desde el momento de su aparición y aprobación oficial en la Iglesia” (cf. 5.5.4).
Cabe aplicar a esta realidad lo mismo que afirmamos de la relación laicos-religiosos: en un planteamiento bien hecho nadie desea que el laico se convierta en un consagrado encubierto, ni que la persona consagrada se secularice y pierda su peculiaridad religiosa. Todo lo contrario: cuanto más laico sea, más beneficiará y enriquecerá el laico al religioso, y viceversa. La gran riqueza del encuentro y la relación intercongregacional se alcanza cuando cada uno vivimos con la mayor intensidad posible el don que hemos recibido, nuestro humilde carisma en el conjunto del gran carisma de la vida consagrada, del gran don compartido de la filiación que genera fraternidad.


PASO A PASO, CON CONCIENCIA DE CRIATURA

Nadie ha dicho que esto sea sencillo o no costoso, como todo lo que tiene que ver con el seguimiento. El crecimiento intercongregacional tiene un componente claramente pascual: supone muerte, renuncia, paciencia, entrega.
Han escrito nuestros hermanos y hermanas de Francia: “se impone un cambio de perspectiva a través de una cierta ‘conversión’. Se trata de pasar de la autosuficiencia y de la vida centrada en lo propio a unas formas de colaboración y solidaridad que exigen dosis no pequeñas de desprendimiento y obligan a entrar en la mutua dependencia”. Pero ellos mismos afirman también: “se está escribiendo así una nueva página de la historia de la vida religiosa”.
No cosas muy distintas, intuyo, quería decir Juan Pablo II cuando en su carta programática de comienzo del nuevo milenio, Novo millennio ineunte, habla de “hacer de la Iglesia casa y escuela de comunión” como nuestro gran desafío (n. 43); de “cultivar y ampliar día a día, en todos los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia, los espacios de comunión” (n. 45). No estamos hablando de modas, sino tal vez -como el mismo Papa insinuaba- “del designio mismo de Cristo sobre la Iglesia” (n. 44). Y eso, en el marco de su designio sobre todos sus hijos, de ayer, de hoy y de mañana, es algo muy serio. Que sea el mismo Espíritu quien nos ayude. Para mí, sin duda, lo intercongregacional es un claro camino de futuro para la vida consagrada. No tengo ninguna duda de que en este camino nos espera Aquel que prometió estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

1 Conferencia Española de Religiosos. ‘La intercongregacionalidad. Un fruto a madurar en la estación de la globalización’. Presentado en la Asamblea General de 2009. (Serie ‘Cuadernos de Reflexión’, n. 1).
2 Su colaboración mensual en Vida Religiosa en 2002 fue todo un regalo y un lujo. Cuando él mismo eligió el título que englobaría su colección de artículos -‘sustantivos y adjetivos’- se refería a esta cuestión: “¿Cabe frivolidad mayor (y de consecuencias más hondamente destructoras) que la de vivir como sustantivo lo adjetivo?” [cf. Iglesias, I. ‘Primer discernimiento’ VR 93/4 (2002) 148-149].
3 Comité de Coordinación de Obispos y Superiores Mayores de Francia (2005) ‘Vivir nuevas solidaridades: la práctica intercongregacional’, VR 98/3 (2005) 228-233.
4 Pérez Oliver, A. (2010) En calderilla. Los Consejos Evangélicos y el carisma de la vida religiosa explicados con sencillez. Zaragoza.