Herbert Marcuse (Un ensayo sobre la liberación)
En la primera parte de “La brecha” me centré en analizar la existente entre, esencialmente, la jerarquía eclesial y la de base (no digamos nada ya, entre la primera y la sociedad en su conjunto) en cuestiones de lo más variopintas, entre las que destacaban cosas como el concepto mismo de religión, la idea de Dios o la moral. En esta segunda entrega (y en las próximas) me centraré en la moral, por ser, en mi opinión, uno de los escollos más relevantes a la hora de entender muchos de los factores asociados al divorcio Iglesia-sociedad, primero, así como gran parte del malestar de los propios fieles en el seno de la propia Iglesia, un malestar (disonancia cognitiva, también, dirían los psicólogos) que, como vimos de la mano de mi propio padre, obliga a muchos fieles a “pasar” (esta parte de la cita me parece esencial) “de lo que dice la Iglesia para poder vivir una vida cristiana desde la propia conciencia y la libertad que a ella inalienablemente va unida.”
Efectivamente, mientras la Iglesia trataba de poner en hora su reloj histórico con el Concilio Vaticano, el mundo entero emprendía una revolución cultural que adelantaba varios siglos las manillas del reloj apenas unos años más tarde, lo que dejaba una vez más a la Iglesia retrasada en cuanto a “los signos de los tiempos”. En 1969, Herbert Marcuse, el filósofo estrella de los jóvenes protagonistas de aquella revolución, publicó uno de sus textos esenciales, “Un ensayo sobre la liberación” un texto que, junto con su “El hombre unidimensional” y el “Manifiesto Comunista” de Marx, no podían faltar sobre la mesilla de noche de ninguno de ellos. En aquel texto, Marcuse revisaba el concepto de obscenidad analizándolo como una “categoría social” esencial tanto del poder establecido como de aquella nueva generación. Realmente, Marcuse no hacía otra cosa que proponer la necesidad de un cambio en la categoría de “obsceno”, trasladándola de la esfera corporal-sexual en la que había permanecido anclada durante siglos, en parte como consecuencia del modelo de sociedades disciplinares de Foucault, a la de las masacres llevadas a cabo por los países supuestamente civilizados simplemente por mantener su hegemonía geoestratégica a lo largo y ancho del planeta o al despilfarro y la ostentación consumista no solamente alienante para los propios ciudadanos del primer mundo sino devastadora para sociedades menos desarrolladas y para el medio ambiente, como tristemente estamos empezando ahora a darnos cuenta con el tema de moda de la crisis climática, los mares atestados de plásticos o la extinción aceleradas de ecosistemas enteros (digo de moda porque hace mucho que se sabe todo lo que hoy parece tan novedoso, mi padre mismo escribió en 1973 un libro sobre el tema llamado “Consumid, empobreceos y destruid la tierra” y yo llevo más de 25 años trabajando en el área de consumo responsable usando como premisas lo que a día de hoy los medios de comunicación presentan como algo novedoso y… ¡sorprendente!).
Lo que Marcuse señaló como un imperativo de la revolución terminó siendo el único bastión ganado por los sesentayochistas, una revolución moral absorbida sin mucho esfuerzo por el conjunto de la sociedad que sin duda parecía más que preparada para ello. Por desgracia, una vez más, la Iglesia no solamente prefirió no secundar, sino atacar de frente lo que, en mi opinión, ni entendía ni quería entender ¡Un error tremendo! ¿Sabíais que la mayoría de los grandes líderes del 68 provenían de círculos cristianos? Es una parte de la historia poco conocida, pero en efecto, tanto Mario Savio en Berkeley como Rudy Dutschke en Berlin o incluso Daniel Cohn-Bendit en París, procedían de grupos cristianos de base y de ahí fue de donde cogieron su odio a la guerra, a la injusticia en todos sus frentes o a la pobreza impuesta para mantener el estatus quo de las obscenas sociedades del despilfarro… Pero mientras la Iglesia se ensañaba con ellos y con sus ideales, sin saber (ni, repito, querer) comprender la profunda herencia cristiana que contenía aquel movimiento, seguía aferrándose aún con más fuerza a una moral corporal-sexual cuya tradición hunde más sus raíces en un San Pablo preocupado (casi obsesionado) por traducir el cristianismo a la tradición helénica, usando para ello la filosofía de Platón, heredera del orfismo pitagórico (“el cuerpo es la cárcel del alma”)1, que en el mensaje de Cristo en los Evangelios, en los que uno podría volverse bizco buscando una sola referencia a toda esa moral sin éxito alguno, una moral, además que, a diferencia de la contenida en el mensaje de Cristo, ha quedado totalmente trasnochada, por lo menos desde el punto de vista del resto de una sociedad para la que, sin embargo, supone el núcleo duro, la verdadera moral de la Iglesia Católica, dejando todo el resto, en mi opinión el verdadero mensaje de Jesucristo recogido en las bienaventuranzas, en un segundo o incluso tercer plano si no, como más de una vez he oído, en una moral-fachada para sostener la corporal-sexual, por desgracia, para muchos, la quintaesencia y la verdadera razón de ser de la Iglesia.
1 Sobre este asunto, recomiendo leer dos obras maestras del estudio de la Grecia clásica, su pensamiento, su educación y su filosofía: “Cristianismo primitivo y Paideia griega” un apéndice, realmente, de la enciclopédica “Paideia” de uno de sus grandes estudiosos alemanes, Werner Jäger y el interesantísimo “Los griegos y lo irracional”, de E. R. Doods.