No es raro que el problema sea hacer depender la alegría de las motivaciones accidentales, que nada tienen que ver con su esencia. Queremos obtener la alegría del éxito, de la abundancia, de la fuerza, de la afirmación, de la eficacia, del poder, pero el tiempo se encarga de demostrar nuestro equívoco. Los maestros espirituales enseñan, por ejemplo, que la alegría no depende de lo inmediato o coyuntural: la alegría se une a las razones profundas del vivir. De hecho, no debe quedar reducida a una especie de estado de gracia que nos toca en ciertas estaciones o a una maravillosa exención frente a las turbulencias y los contrastes del mundo. Por el contrario, si lo pensamos bien, la mayor parte del tiempo, nuestra vida es experiencia de lo inacabado e incompleto, es bosquejo y proyecto, es movimiento transformante.
Es un arte de paciencia, la alegría. Nos pide la capacidad de desconstruir nuestras expectativas, necesidades, idealizaciones –cosas a las que estamos más apegados de lo que suponemos– y probar esa libertad que viene de abrazar la vida en sus no coincidencias, con sus sufrimientos, reveses, interrogantes y pausas, sus misteriosas travesías. Y al hacerlo sin resentimiento, aceptando que la esperanza se expresa de un modo alternativo, prosigue por otro camino, capaz de sorprendernos. Jesús dijo: quiero que «mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11).