José, esposo de María, padre de Jesús

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Se trata de una solemnidad necesaria que configura a María, la madre de Jesús, y configura también a Jesús -el hijo de José-.

¡José es su nombre!

Su nombre es profundamente hebreo: ¡José! En su entorno familiar todos llevaban nombres hebreos, patriarcales. Eran nombres que evocaban a grandes personajes del pasado del pueblo. Ahí estaban María –su joven esposa-, Jesús o Josué –el hijo de su esposa-, Santiago, Joset, Judas y Simón –hermanos del Señor-. Había –en aquellos tiempos del s. I- hebreos que llevaban nombres extraños a la historia del pueblo, o nombres helénicos, como Andrés o Tolomé. José era tan hebreo, como Iñaki es tan vasco. José emerge como un auténtico descendiente de David, un davídida auténtico. La expresión “José, hijo de David” aparece en boca del mensajero divino que le es enviado.

“José” es un nombre hebreo en forma apocopada; como cuando en lugar de decir Javier, decimos Javi. Es un nombre teofórico. Habla de Dios en forma de deseo. Ja-asaf, o Yahweh aspa, que significa: ¡Que Dios-Yahweh añada! En el nombre de José hay un deseo de descendencia, de hijos, de crecimiento, de multiplicación …

“José” evocaba a un gran patriarca, hijo de Jacob: José el soñador, el gran protagonistas de los últimos capítulos del Génesis. Cuando sus padres –Jacob llama a su padre el evangelista Mateo- le impusieron ese nombre, probablemente pensaban en su hijo como un “nuevo” José. Y, probablemente también, el evangelista Mateo, cuando se refirió a él pensó en aquel misterioso patriarca que, vendido por sus hermanos, llegó a Egipto y en Egipto hizo sobrevivir al pueblo, cuando el hambre podría haber acabado con él.

Hay, sin embargo, una contradicción entre el significado del nombre y la realidad de José. Su vida no fue cauce, ni semilla. En las genealogías de Mateo (Mt 1) y de Lucas (Lc 3) se exaltan las figuras masculinas que “engendraron”. A todas ellas les fue concedido el “crecimiento”, como bendición de Dios. La única figura masculina “excluida” de ese crecimiento es José, “el esposo de María”. Porque cuando podríamos esperar una frase como ésta  “Y José engendró de María a Jesús”, el evangelista dice: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Cristo”.

 

El esposo de María

También en esto la figura de José es extraña. En un ambiente judío como el suyo, lo normal hubiera sido hablar de María como “la esposa de José”. Sería lo propio de una sociedad fuertemente patriarcal. En cambio, no. A José se le define por su esposa: él es “el esposo de María”. María, de la que apenas se presentan rasgos previos a su alianza esponsal con José -¡de ella solo se dice que era “virgen”, es decir, todavía “intacta”!-, y de la cual no tenemos referencias familiares, es para Mateo y Lucas la realidad humana que define a José, pues José es “el esposo de María”. Se rompe aquí el modelo patriarcal. José no es el que engendra. José no es el que define la identidad de su esposa, sino al revés: la esposa engendra al Hijo y define al Esposo.

José pudo temerse muchas cosas. Las más importante ésta: que una mujer, como María, que le había sido concedida como esposa en la ceremonia de los esponsales hebreo, pero con la cual todavía no había celebrado la boda tradicional o casamiento (¡conducirla a casa!), le fuera arrebatada. ¿Por quien? Esto es lo extraño: ¡por el mismo Dios! José, hombre justo, muy cercano a Dios, tuvo que intuir que la mujer que tenía como esposa era “demasiado” para él. Tuvo que verla muy metida en Dios, como un ser “angelical”, como un cuerpo “consagrado”. Las dudas de José no tendrían tanto que ver con burdas sospechas de infidelidad. María no daría nunca que sospechar en ese sentido. El único contrincante o rival –permítasenos hablar así-, con quien José había de debatir era el mismo Dios. Su propósito de “retirarse” -¡abandonarla en secreto!- revela un fuerte estado de angustia.

Pero fue entonces cuando Dios le manifestó a José que también contaba con él y no solo con María. Contaba con él, en primer lugar, como esposo de María: “No temas en tomar a María como esposa”. Y, en segundo lugar, quería que impusiera el nombre al hijo de María, es decir, que lo reconociera como “suyo” y que durante toda su vida fuera fiel a ese reconocimiento. No se trataba únicamente, como puede verse, de un precioso gesto de adopción, sino de algo todavía más fuerte. El niño que asumía como hijo, era el hijo de su esposa del alma. El mismo Dios-Padre-Madre de ese Niño quería que José apareciera en la tierra como su “sacramento”, su representante, su vicario. Y José dijo “fiat”, “hizo lo que el ángel le había dicho”.

El esposo de María lleva su esponsalidad al culmen, haciéndose padre del hijo únicamente engendrado por María. María y José no tienen vocación dual, sino única. Estaban llamados a tener un solo corazón, una sola alma, y todo en común. Dios no quiso para su Hijo un contexto familiar dividido, discriminador, meramente matriarcal. Todo era en común. José y María, María y José son el comienzo de una nueva forma de comunión, porque –como decía san Agustín-, los amores más fuertes son aquellos que “Dios aglutina”. El Hijo de Dios era “la gracia” del hogar de Nazaret. En él no faltaba la comunión del Espíritu Santo.

El artesano de Nazaret

De José se dice que era “artesano”. Tenía la habilidad de arreglarlo todo, de rehacer lo deshecho, de ajustar lo desajustado. Su taller era un lugar donde lo inútil se volvía útil, lo afeado hermoso, lo escacharrado lograba funcio­nar. José era un sabio de las cosas; para él nada era imposible; estaba aliado, cordialmente aliado, con aquello que caía en sus manos. Y no solamente con ello, quizá, más aún, con sus propietarios.

José-artesano pasó haciendo el bien; quizá con poco tiempo para dedicarse “a lo suyo”, pero haciendo lo de los demás como si fuera propio. Por doquier iba dejando su impronta de cosas bien hechas y no chapuzas. El buen artesano no es materialista. Sabe que ha sido llamado para reparar los elementos que utilizamos para vivir y para hacer más fácil y agradable la existencia de los demás. El artesano es como el médico de las cosas. Su taller como un pequeño hospital. La bondad de su corazón se plasma en todo lo que hace.

El taller de José quedó transformado en casa, en hogar, gracias a la presencia de su mujer, María. A ella le dedicaba la mayor parte de sus pensamientos; por ella multiplicaba sus sudores; el artesano enamorado, la recordaba, la evocaba y cuando la veía entrar, todo su taller se iluminaba; entonces todo él se convertía en abrazo y beso, aunque no abandonara herramientas, ni tarea. Y cuando la mujer se iba, su presencia quedaba queda: ¡todo queda marcado por su presencia ausente!

Y José enseñó el oficio a su hijo –el hijo de María-. El taller se convirtió pronto en escuela, en ámbito transmisor de habilidades. Jesús, tal vez no recordara cuándo comenzó la primera lección. Tal vez… cuando caminando a gatas por el suelo se sorprendió ante las virutas, o cuando se quiso tragar un tornillo ante el espanto de su madre. Poco a poco fue familiarizándose con el trabajo transformador. El padre le iba enseñando los pequeños secretos que hacen fácil lo difícil, que dejan su firma única en todo lo que él hace. El padre se convirtió en maestro, en transmisor de sabidu­ría, cuando lo adiestraba, cuando lo corregía o alababa. Los hijos diligentes están en buenas condiciones y en forma para superar al maestro. Es entonces cuando el padre se muestra orgullos de su hijo y así se lo expresa a la gente: “No os preocupéis, lo hará muy bien… mejor que yo!”. En el fondo José pensaría: “Conviene que él crezca y que yo disminuya!”. Un día el artesano desapareció. Y quedó el hijo. Mejor: el padre nunca desapareció; su espíritu impregnaba el taller. Jesús será siempre “el hijo del carpintero”.

José, “sacramento del Abbá” para Jesús

Hay una serie de frases del Jesús adulto, tomadas del cuarto Evangelio, que adquiere desde José un profundo significado.

“Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo” (Jn 5,17).

“Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace” (Jn 5,20).

“Las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo dan testimonio del Padre” (Jn 5,36).

“Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí” (Jn 10,25).

“¿Por cuál de estas obras, que vienen del Padre, queréis apedrearme?” (Jn 10,32).

“Si no hago las obras del Padre, no me creáis” (Jn 10,37).

“El Padre que permanece en mí, es el que realiza las obras” (Jn 14,10).

El taller de Nazaret se muestra como anticipación y profecía. Jesús aprende de José a redimir, antes a las cosas que a los hombres. Supo hacer servible lo inservible, a no dar nada por definitivamente roto y escacharrado. En Nazaret, bajo la mirada de José, Jesús se ejercitó en la Redención. No le fue difícil pasar de “artesano de cosas” a “artesano de la humanidad”, pasar del “taller de Nazaret” al “taller del Evangelio”.

La sombra de la cruz

¡Nazaret! taller y parábola, tuvo sobre sí la sombra de la cruz. Muchas lágrimas bautizaron aquellos trabajos, aquel humilde lugar. Las lágrimas contenidas de José cuando no entendía qué le estaba sucediendo a María, embarazada de no sabía quién. Las lágrimas de María, cuando descubría la sombra en el rostro de José, su gesto triste y angustiado al enterarse de la noticia y sentirse obligado a separarse de ella. El taller era el refugio, en el que los Tres se defendían de las habladurías de la gente. Eran una familia estigmatizada. “El Hijo de María”, ¡no de José! José -dirían- ¡el que no supo mantener su dignidad. ¡Jesús, el hijo ilegítimo, el hijo de la impureza! -pensaban los paisanos de Nazaret (Mc 6). Taller de Nazaret, santuario de lágrimas y dolor. Noche oscura que permitió hacer más esplendorosa la mañana del Reino. Tal vez la desaparición de José fue una profecía del abandono del Padre en la Cruz. Hubo un Nazaret muy próximo al Calvario.

José fue un hombre fecundo y creador. Se centró en la obra más importante. En el secreto de su taller tuvo el mejor aprendiz. Y él lo entrenó con exquisita sabiduría. Fue el padre “justo” que Jesús necesitaba. Fue el esposo “justo” que María necesitaba. Y Dios le dio crecimiento.

* * *

Mencionar a José en las plegarias eucarísticas, hacerlo presente en la Memoria de la Eucaristía es un acierto. ¡No separemos lo que Dios ha unido! ¡Ni María sin José! ¡Ni Jesús sin José! Su discreta y humilde presencia, la intensificación eclesial de su memoria, tendrá consecuencias y nos dilatará nuestra conciencia. Nunca José fue un peligro para la maternidad virginal de María, ni para la confesión de la divinidad de Jesús. Sí es una clave muy interesante para descubrir lo extraordinario en lo ordinario de nuestra vida humana.