Jesús y Juan

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Siempre me ha llamado la atención la poca importancia que prestamos los cristianos a lo que podríamos llamar “la experiencia religiosa de Jesús”. No suele hablarse de eso en ninguna parte, ni siquiera en muchas Cristologías se dedica una reflexión profunda al tema. Las razones pueden ser varias: la divinidad confesada en Cristo nos retrae a la hora de plantearnos siquiera que Jesús, hombre, vivió una experiencia religiosa profunda, única, y seguramente infranqueable. Por otra parte, son pocos los textos evangélicos en los que se nos dan pistas sobre esa conciencia religiosa íntima de Jesús de Nazaret. Tal vez a nosotros, como a los evangelistas, nos preocupa más nuestra propia vida de fe que la más que posible experiencia religiosa del judío creyente que fue el artesano galileo.

Sin embargo, ¿cómo no pensar que en el hombre Jesús hubo un verdadero proceso de fe, una experiencia personal de encuentro y relación con Dios, con su Abba. ¿Por qué no “especular” respetuosamente sobre el itinerario de fe de Jesús? Obviamente, la fe religiosa del Jesús niño, del Jesús joven, del Jesús maduro, no pudo ser siempre “exactamente” la misma; debió haber una evolución, como en cualquier proceso humano de vida religiosa, incluso pudo haber momentos oscuros, difíciles, preguntas, y hasta dudas, ¿por qué no? Aceptar que Jesús debió vivir un cierto proceso religioso nos puede ayudar a entender nuestro propio camino en la vida cristiana, no siempre lineal o plácido, a veces teñido de “noches oscuras del alma”. Pero no parece sencillo inmiscuirse en esa más que probable evolución religiosa de Jesús. No contamos con una especie de “libro de la vida” o “memorias espirituales” escritas ni por él ni por nadie. No estamos ante Teresa, Juan de la Cruz o Edith Stein. Y queda siempre, ¡y más en Jesús!, esa intimidad única, rica, insonsable, que  debió vivir con su padre/madre Dios.

El lacónico texto de “Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc.2,40) perteneciendo al midrash de los evangelios de la infancia, puede venir en nuestra ayuda, sin pretensión de forzar los textos, para confirmar ese proceso, ese “crecimiento” humano y especialmente espiritual, que se dio en Jesús. Ignoramos prácticamente todo de sus largos años de Nazaret, pero sabemos que en un momento determinado, Jesús sale de su casa, se pone en camino, y va en búsqueda del Bautista. “Abandonar la casa” en aquellas familias tan compactas y jerarquizadas como eran las familias judías de la época, supuso una opción significativa y decisiva en Jesús: ya nunca más regresó a vivir a su hogar nazareno, aunque no abandonara Galilea (cfr, Mt.4,13): “la cosa empezó en Galilea” (cfr. Hech.10,37). Su marcha de casa debió suponer una conmoción en aquella familia de Nazaret, hasta el punto de que, tiempo después, su madre y sus familiares van en su búsqueda, “pensando que estaba fuera de sus cabales” (Mc.3,21). ¿Podemos deducir de esta “salida” una fe en búsqueda, una fe inquieta? ¿Por qué realiza Jesús un viaje largo y difícil para encontrarse con el profeta Juan? ¿Sólo por curiosidad? Obviamente, no. Jesús está experimentando un proceso de ahondamiento en su fe religiosa; al menos, así podemos intuirlo.

El encuentro en el Jordán debió ser un momento crucial en el itinerario religioso de Jesús. Juan le sedujo, se quedó cierto tiempo con él como discípulo (“detrás de mí viene uno…”, dice el Bautista) pero finalmente se marchó del grupo. ¿Qué ocurrió? No parece desacertado que tuvo lugar un cierto distanciamiento entrambos, un alejamiento: Jesús se retira al desierto -con todo lo que esto significa de profundización en la fe personal- y elige sus propios discípulos, algunos de entre los mismos de Juan. Tiempo después, estando ya Juan en la cárcel, éste envía a sus discípulos para preguntar a Jesús: “¿eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Mc.11,3) ¿Duda Juan de Jesús, le ha decepcionado, está perplejo por sus obras y palabras? La respuesta de Jesús es clave, le responde con palabras de Isaías, presentando un mesianismo basado en la misericordia, en el amor de un Dios paternal y compasivo, preocupado de los sufrimientos humanos. Un Dios, ciertamente, lejano al icono de Dios que experimentaba Juan.

Jesús siempre estimó y valoró a Juan (“el mayor nacido de mujer”), que no fue sólo su predecesor sino ocasión divina para la hierofanía del Jordán que confirmó en la fe de Jesús la presencia y la paternidad de Dios, la gloria del Padre y su misión: “Tú eres mi Hijo muy amado, en ti me complazco” (Mc.1,11), oyó decir al Espíritu. ¿Podemos pensar que el ciertamente histórico  bautismo de Jesús, la manifestación del Espíritu, la misma presencia mediadora de Juan, fue una experiencia religiosa decisiva en Jesús? Probablemente; pero quizás estemos especulando mucho en el alma impenetrable del Jesús, “verdadero Dios pero verdadero hombre”. En cualquier caso, Juan no fue una anécdota en la experiencia religiosa de Jesús.